




Capitulo 4: secretos de sangre y dinero
Las palabras de Dante se clavan en mi mente como dagas afiladas que no dejan de hundirse una y otra vez. “Leonardo no era quien creías.” Esa frase me persigue, se adhiere a mis pensamientos como una mancha imposible de borrar. Aunque intente refugiarme en la lógica, aunque me obligue a repetir mentalmente la versión que siempre acepté, no consigo apartarla. Durante años, me convencí de que mi esposo era un hombre frío, calculador, controlador, pero esencialmente predecible, carente de verdaderos enemigos. Una pieza más en el ajedrez social, útil para aparentar, útil para sobrevivir. Pero ahora descubro que el mundo que Leonardo ocultaba podía ser aún más turbio que el mío, más oscuro de lo que jamás imaginé.
—Explícate —exijo, intentando que mi voz suene firme, aunque sé que mis manos delatan el temblor que me recorre.
Dante sonríe. No es la sonrisa socarrona y peligrosa a la que estoy acostumbrada. Esta vez, en sus ojos no hay burla, sino una gravedad fría, inquebrantable, que me hiela hasta la médula.
—Leonardo estaba involucrado en negocios con la mafia —responde con calma, como si dijera algo tan simple como el estado del clima—. Era un aliado, un banquero de secretos. Pero en algún momento… traicionó a la gente equivocada.
Siento mis labios resecarse de inmediato. Paso la lengua por ellos, buscando un atisbo de humedad, pero lo único que encuentro es el sabor amargo del miedo.
—¿Y tú cómo lo sabes? —pregunto, la voz apenas un hilo.
Él se acerca, acortando la distancia entre nosotros con esa seguridad que siempre me desarma. Sus dedos acarician mi rostro con suavidad, y la contradicción de su gesto me enloquece: ese hombre es peligro y ternura al mismo tiempo, filo y caricia, fuego que destruye y calor que me envuelve.
—Porque yo estaba allí, Isabella. —Su voz desciende hasta convertirse en un murmullo grave—. Yo vi cómo se hundía en un juego del que no podía salir. Y cuando cayó… tú quedaste en el centro del tablero.
Mi respiración se corta, mis pulmones se niegan a obedecerme. Sus palabras retumban como un eco interminable.
—¿Estás insinuando que su muerte… no fue un accidente?
Dante se inclina, y sus labios rozan los míos apenas un instante, como un roce eléctrico que me hace estremecer.
—No insinúo nada. Te lo afirmo.
Un escalofrío feroz recorre mi columna, pero antes de que pueda articular una respuesta, sus manos se deslizan hasta mi cintura. El deseo late bajo mi piel, peligroso, inevitable. Me arrastra hacia el sofá de terciopelo y me sienta sobre sus rodillas, como si me reclamara como suya sin necesidad de palabras. Su mirada, oscura y devoradora, es puro fuego.
—No tienes idea del poder que podrías tener —susurra, mientras sus dedos juegan con el borde de mi vestido, dibujando círculos invisibles sobre mi piel.
Me estremezco. Mi mente me grita que me aleje, que lo empuje, que huya antes de quedar atrapada del todo. Pero mi cuerpo clama lo contrario: se enciende, se rinde, se arquea buscando más de él.
Su boca captura la mía en un beso lento, profundo, erótico sin necesidad de caer en la vulgaridad. Sus labios me saborean como si cada rincón de mí fuera un secreto que quisiera memorizar, un mapa que pretendiera recorrer hasta el infinito.
—Dante… —susurro entre jadeos, perdida entre el placer y el miedo que se mezclan como veneno dulce en mis venas.
Él sonríe contra mis labios, esa media sonrisa que me atrapa, que me condena.
—Confía en mí, Isabella. Te enseñaré a sobrevivir en este mundo.
Me dejo llevar. La seda de mi vestido se desliza sobre mi piel con un susurro que parece un gemido. Sus manos recorren mi cuerpo con precisión quirúrgica, despertando fibras que había enterrado en la rutina y en el disimulo. Sus labios bajan por mi cuello, se deslizan por mi clavícula, dejando un rastro ardiente que me quiebra en dos. El deseo me consume, y aunque sé que lo que ocurre es más peligroso que cualquier interrogatorio policial, me rindo. Me pierdo en él, en el fuego que me ofrece, sabiendo que cada caricia es también una cadena invisible.
Cuando finalmente nuestras respiraciones se calman, me recuesto contra su pecho, sintiendo el latido fuerte de su corazón bajo la tela de su camisa. Mis dedos juguetean con el primer botón, apenas rozando el borde, como si necesitara distraer mi mente del vértigo en el que estoy cayendo.
—Dante… ¿y la nota? —pregunto al fin, con la voz quebrada—. ¿Quién más sabe lo que pasó?
Él me observa en silencio unos segundos, y en sus ojos veo secretos acumulados como tormentas a punto de estallar.
—Alguien mueve las piezas desde la sombra —responde, su voz tan firme como un juramento—. Y créeme, Isabella… ese alguien no busca dinero. Busca sangre.
Un silencio espeso nos envuelve. La ciudad late afuera, indiferente, con sus luces y su ruido lejano. Pero aquí dentro, en esta penumbra cargada de deseo y amenaza, sé que mi vida acaba de cambiar para siempre.
Y entonces ocurre: golpean la puerta. Tres toques secos, firmes, medidos, como si supieran exactamente que estoy aquí. El sonido retumba en la sala, cada golpe más fuerte que el anterior en mi mente.
Dante se tensa de inmediato. Sus ojos se oscurecen aún más, convirtiéndose en dos pozos insondables.
—No digas nada. —Su voz es un filo de acero, una orden que corta el aire.
Me levanto lentamente, con el corazón en la garganta. Mis pasos hacia la puerta resuenan en mi cabeza como tambores de guerra. Sé que detrás de esa madera no hay salvación, sino más sombras, más secretos, más amenazas que me arrastrarán irremediablemente.
Y por primera vez en mucho tiempo, lo comprendo con brutal claridad: estoy atrapada en un juego mucho más grande de lo que jamás imaginé.