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Capitulo 3: la visita inesperada

El sobre con aquella nota aún arde en mis manos. “Sé lo que hiciste”. Esas palabras se repiten en mi mente como un eco maldito. Desde ese instante, la paranoia se convierte en mi sombra. Cada timbre, cada mirada, cada paso en la calle, me parece una amenaza velada.

Esa noche apenas duermo. El insomnio me arrastra hasta la ventana de mi habitación. Miro la ciudad iluminada, sus luces doradas y frías, recordándome que afuera existen cientos de vidas ajenas mientras yo me hundo en la mía. Leonardo siempre decía que los secretos eran como joyas: brillaban demasiado como para ocultarse para siempre. Ahora entiendo lo que quiso decir.

Los días pasan con lentitud insoportable. La investigación sigue abierta, aunque sin pruebas directas contra mí. El Capitán Ramírez sigue husmeando, y su mirada inquisitiva es como una daga que intenta atravesar mis paredes.

En medio de esa tensión, recibo un mensaje inesperado en mi teléfono. Ningún nombre, solo un número oculto:

“Necesitamos hablar. Esta noche. Hotel Imperial. Suite 1407.”

El estómago se me revuelve. Sé que debería ignorarlo, destruir el celular, fingir que nunca lo recibí. Pero mi curiosidad, esa maldita hambre de peligro que siempre me ha guiado, es más fuerte que el miedo.

Me visto con un vestido negro que abraza mis curvas como una segunda piel, tacones altos y labios pintados en rojo carmín. Mi reflejo en el espejo es el de una mujer fatal, pero debajo late un corazón desbocado.

El Hotel Imperial es un lugar donde la élite de la ciudad se esconde de la moral. Mafiosos, billonarios, políticos corruptos: todos cruzan esas puertas bajo un velo de discreción. Subo al piso catorce con pasos medidos. La suite me espera.

La puerta se abre antes de que toque. Y allí está él.

Dante Ricci.

Apoyado en el marco, impecable en un traje negro, con ese aire arrogante de quien sabe que el mundo se doblega ante su sonrisa. Mis labios se entreabren, sorprendida.

—¿Tú? —susurro, sin poder ocultar la incredulidad.

Él sonríe, esa sonrisa que es veneno y miel.

—Esperabas a otro, ¿quizá?

Me invita a entrar con un gesto de su mano. La suite es lujosa: mármol, terciopelo, champagne sobre la mesa. La opulencia de alguien que no teme ser visto.

—¿Qué significa esto? —pregunto, con un tono más afilado del que pretendía.

Dante cierra la puerta con calma, gira hacia mí y se acerca lentamente. Sus pasos son felinos, su mirada intensa.

—Significa que estamos en el mismo juego, Isabella. Y que, si quieres sobrevivir, tendrás que confiar en mí.

Mi respiración se acelera. Él está tan cerca que puedo oler su perfume, ese aroma caro, amaderado, que me persigue desde la primera vez que compartimos una cama.

—¿Fuiste tú quien dejó la nota? —inquiero, aunque la duda se mezcla con un deseo indomable.

Dante sonríe, inclinando el rostro hacia el mío. Sus labios rozan mi oído cuando responde:

—Si hubiera sido yo, no habría usado tinta. Te lo habría susurrado al oído mientras te tenía desnuda bajo mí.

Un estremecimiento me recorre. Lo odio por el control que ejerce sobre mi cuerpo, por cómo logra desarmar mi frialdad con un roce. Quiero empujarlo, gritarle… pero mis dedos se aferran a su camisa, atrayéndolo hacia mí.

Su boca captura la mía en un beso voraz, hambriento, cargado de rabia y deseo reprimido. Mis labios se abren, mi lengua busca la suya con desesperación. Me rindo al fuego que me consume. Sus manos recorren mi cintura, se deslizan por mi espalda, atrapándome con una fuerza que es posesión más que ternura.

El mundo desaparece. Solo existe Dante y este torbellino de necesidad. Me recuesta contra la pared, sus labios descienden por mi cuello, dejándome sin aliento. Gimo, incapaz de contenerme, mientras sus dedos trazan líneas de fuego sobre mi piel.

Me separo apenas un segundo, jadeando.

—Esto es una locura… —susurro.

Él me mira con una intensidad feroz.

—Todo lo que toca tu vida lo es, Isabella. Y lo sabes.

Me besa de nuevo, más lento esta vez, como si saboreara cada instante. Y aunque sé que estoy jugando con fuego, me dejo consumir por él.

Cuando finalmente me separo, mis labios hinchados y mi cuerpo temblando, logro recuperar un hilo de cordura.

—Dante… necesito respuestas.

Él se aparta ligeramente, toma la copa de champagne y bebe un sorbo antes de responder:

—Lo único que necesitas saber es que Leonardo no era el hombre que creías. Su muerte no fue casualidad. Y tú… eres mucho más valiosa de lo que imaginas.

El corazón me late tan fuerte que apenas escucho mis propias palabras:

—¿Qué estás diciendo?

Dante me sostiene la mirada, y en sus ojos veo un secreto oscuro, una promesa peligrosa.

—Que acabas de abrir una puerta de la que no podrás salir.

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