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Capitulo 1: entre sombras y deseo

Me encuentro tumbada sobre la cama, con el corazón aún latiendo como un caballo desbocado, como si hubiera corrido kilómetros en medio de una tormenta. El sudor resbala por mi piel en delgados riachuelos, impregnando las sábanas con el rastro ardiente de lo que acabamos de hacer. El aire de la habitación huele a sexo, a pecado, a un secreto que jamás debería ser pronunciado en voz alta.

A mi lado, Dante Ricci respira con una calma que me desconcierta. Su pecho desnudo sube y baja en un ritmo pausado, firme, como si nada en el mundo pudiera alterar su paz. Sus ojos, oscuros y penetrantes, parecen fijos en el techo, pero sé —lo sé con certeza— que me observa incluso cuando no me mira directamente. Con él, nada es lo que aparenta, y ese misterio es justamente lo que me arrastra una y otra vez hacia su cama, aunque mi conciencia grite lo contrario.

La luz del amanecer se cuela tímida entre las cortinas de seda, proyectando sombras caprichosas sobre las sábanas arrugadas. Esas sombras se mezclan con los pliegues del deseo que aún tiembla en mi piel, con las marcas invisibles que sus manos han dejado grabadas en mí. Debería levantarme, vestirme y regresar a casa antes de que el mundo despierte y me reclame. Pero su calor me atrapa, su piel me reclama en silencio, y me descubro deseando quedarme un poco más, aunque ese “poco” signifique jugar con fuego hasta que la llama me consuma.

—Isabella… —murmura mi nombre con voz grave, girando apenas el rostro hacia mí. Sus labios esbozan una sonrisa ladeada, peligrosa, y sus ojos, cargados de deseo y de algo más que nunca logro descifrar, me atraviesan sin clemencia—. ¿Cuándo volveré a verte?

La pregunta queda suspendida en el aire como un hilo frágil, como una promesa imposible que me arranca un estremecimiento. Dante es fuego prohibido, chispa y distracción en una vida que se desmorona bajo la fachada de perfección que me esfuerzo por sostener. Y aunque mi cuerpo clama por él, mi mente ya sabe la respuesta que nunca debería salir de mis labios.

—Pronto —respondo, dibujando una sonrisa que sé que lo enloquece mientras deslizo mis dedos por su mejilla. Mis caricias son un engaño, un susurro de algo que jamás podré darle en su totalidad—. Sabes que siempre encuentro la manera.

Me incorporo con lentitud, saboreando la tensión que dejo tras de mí. Luego me visto con rapidez, con la precisión mecánica de quien interpreta una coreografía ensayada demasiadas veces, como una actriz que ya conoce cada movimiento de memoria. El juego terminó por hoy, y debo regresar a mi escenario habitual. Dante me sigue con la mirada, sospechando que mis palabras no son más que humo, que mi sonrisa es una máscara. Sin embargo, no dice nada; se limita a observar, guardando para sí esa peligrosa calma que tanto me intriga.

Al salir de su apartamento, el aire fresco de la mañana me golpea con violencia, como si quisiera arrancarme de cuajo la piel impregnada de él y devolverme a la realidad. Bajo las escaleras con paso firme, cada tacón resonando en mis oídos como un martillo que marca el ritmo de mis mentiras. Cada sonido es un recordatorio cruel del mundo que me espera al otro lado, ese mundo donde mi nombre lleva un apellido que no es suyo.

Cuando finalmente abro la puerta de mi propio hogar, un escalofrío helado me recorre la espalda. El silencio me recibe, denso, cargado, como si las paredes mismas supieran de mi traición y guardaran secretos que no estoy lista para escuchar. Camino hasta la sala con el presentimiento clavado en el pecho, y entonces lo veo.

El cuerpo de Leonardo, mi esposo, yace en el centro de la habitación. La visión es un golpe seco, brutal. Su piel pálida, sus labios casi azules, parecen parte de un cuadro macabro que alguien colgó en mi sala sin mi permiso. Está quieto, demasiado quieto, en una calma inquietante que nada tiene de humana. El aire se me atraganta en los pulmones, y aunque no debería sorprenderme —porque la idea de este desenlace siempre rondó mis pensamientos más oscuros—, la realidad me hiere como un cuchillo en el estómago.

El tiempo se fragmenta, se rompe en mil pedazos. Gritos. Llamadas frenéticas. Sirenas que cortan el aire de la mañana. La policía inunda mi casa con su eficiencia fría, con pasos que invaden cada rincón como un ejército de sombras. El Capitán Ramírez, un hombre corpulento de mirada implacable y ojos de cazador, no me quita la vista de encima ni un instante.

—Señora Morel —su voz retumba, seca, incisiva, cargada de sospecha—. ¿Dónde estaba usted anoche?

Me preparo, como tantas veces lo ensayé en mi mente en esas noches en que imaginaba este momento. Respiro hondo, dejo que mis labios se curven en una sonrisa serena, y dejo que las palabras fluyan con la naturalidad de una mentira pulida.

—Trabajando. Salí tarde de la oficina.

Él asiente, pero sus ojos me diseccionan con paciencia, como si cada músculo de mi rostro revelara un secreto oculto. La duda se dibuja en su mirada como un veneno que lentamente busca corroer mis defensas. Sé que sospecha. Sé que mi vida, mi mentira, pende de un hilo delgado, tan frágil que basta un suspiro para romperlo.

Me dejo caer en el sofá, rígida, mientras los forenses fotografían el cuerpo de Leonardo. Cada clic de cámara retumba en mi cabeza como un reloj de arena que se vacía a toda prisa. Miro a mi esposo, y lo que siento no es dolor, sino una extraña liberación mezclada con un miedo paralizante. Nuestro matrimonio siempre fue un contrato, una farsa diseñada para aparentar, para sostener alianzas y secretos. Él nunca fue el hombre de mi vida, solo una pieza útil de un juego peligroso que ahora comienza a volverse en mi contra.

Buscando un refugio, llamo a mi madre. Mi voz tiembla, pero la suya no. Serena como siempre, me susurra desde el otro lado de la línea:

—Isabella, mantén la calma. Nadie sabe nada. Has hecho lo correcto. Solo sigue actuando.

Cuelgo. Y me aferro a ese papel que he interpretado tantas veces: la esposa perfecta, ahora convertida en viuda desconsolada. El escenario ha cambiado, pero el guion es el mismo: engañar, fingir, sobrevivir.

Pero mientras los agentes se marchan, dejando tras de sí un rastro de pasos y murmullos, un pensamiento envenenado se cuela en mi mente como un intruso: si alguien descubre la verdad, si alguien une las piezas de mi doble vida, todo se acabó.

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