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Capitulo 4: El despertar

El fuego en mi cuello se expandía por mi cuerpo como un río de lava. Sentía cada latido de mi corazón golpear contra esa marca invisible que Adrian había dejado, como si cada pulsación fuese un martillazo desde dentro. Mi respiración se volvió errática; no sabía si gritar, empujarlo… o aferrarme a él como si fuera lo único que me mantenía en pie.

Pero no hubo tiempo para elegir.

Un estruendo sacudió la casa. La puerta principal se partió en dos como si estuviera hecha de papel, y el aire se llenó de un olor metálico y salvaje, denso, que me revolvió el estómago. Aullidos. Pasos pesados. Madera astillándose bajo garras invisibles.

Adrian me apartó con un movimiento brusco, su mirada plateada ardiendo de furia.

—Quédate detrás de mí —ordenó, con un tono que no admitía réplica. Era más que una orden: era una fuerza que me atravesaba la piel y me anclaba en su sombra.

Lo vi transformarse por completo esta vez. El crujido de huesos, el desgarrar de la carne cediendo a algo más grande. Los músculos se expandieron, su piel se cubrió de un pelaje oscuro como la medianoche, y su rostro se alargó hasta adoptar la forma de un lobo colosal. Era más alto que cualquier hombre, una bestia majestuosa que parecía hecha de noche y acero. Sus garras brillaban bajo la luz vacilante de la chimenea, y cada movimiento exudaba un poder ancestral.

La primera criatura que atravesó la puerta nunca tuvo oportunidad: Adrian la embistió con un rugido gutural, lanzándola contra la pared. Un crujido seco llenó la sala y la sangre oscura manchó la alfombra.

Pero no venían solos.

Cuatro más irrumpieron tras él, rodeándonos. Sus ojos brillaban con hambre, sus colmillos destilaban saliva. El aire se volvió espeso, como si algo invisible me aplastara el pecho, y un zumbido extraño empezó a retumbar en mis oídos, como un tambor interno que no sabía a quién obedecía.

Entonces lo sentí.

Un latido profundo, distinto al de mi corazón, vibró dentro de mí. Mis venas parecían llenarse de fuego líquido. Mi piel se erizó como si algo quisiera salir de mí, y mis manos… ardían. Literalmente. Un resplandor rojizo comenzó a envolverlas, como si la energía de la tierra misma hubiera despertado en mis dedos.

Uno de los atacantes me vio. Sus pupilas se dilataron y un rugido rasgó el aire.

—¡Es la heredera! —gritó, lanzándose directo hacia mí.

No pensé, no planeé. El instinto tomó el control. Levanté la mano y una onda invisible, poderosa, salió de mí como una descarga. El lobo salió despedido contra la pared con tanta fuerza que la madera crujió y se desplomó en un rincón.

Me quedé paralizada, mirando mis propias manos temblorosas.

—¿Qué…?

Adrian giró apenas la cabeza, el brillo plateado de sus ojos mezclando orgullo y urgencia.

—Ya empezó —gruñó, antes de lanzarse de nuevo sobre los otros.

El salón se convirtió en un torbellino de furia, garras y sangre. Pude ver la precisión letal de cada movimiento de Adrian: un depredador nato, un rey entre lobos. Pero también noté que estaba superado en número. Dos lo atacaban por los flancos mientras otro trataba de sujetar sus patas traseras.

Un aullido detrás de mí me hizo girar justo a tiempo. Otro lobo se lanzaba hacia mi espalda. Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente: extendí los brazos y el calor que me recorría explotó en una ráfaga de luz. La criatura aulló de dolor, cayendo al suelo con el pelaje chamuscado y el miedo grabado en sus ojos.

La sensación era embriagadora. Y aterradora. Era como si esa energía me reconociera, como si me exigiera más, susurrándome que había nacido para usarla.

El enfrentamiento duró apenas unos minutos, pero me parecieron eternos. El rugido de la chimenea, los aullidos desgarrados, el olor a hierro y sudor llenaban mis sentidos. Finalmente, tres cuerpos yacían en el suelo, inertes, y los sobrevivientes huyeron hacia el bosque con chillidos agudos que se apagaron en la distancia.

Un silencio pesado cayó sobre la sala, roto solo por el crepitar del fuego.

Adrian volvió lentamente a su forma humana. El cambio fue menos brutal que la primera vez, pero igual de perturbador: el pelaje desapareció, los músculos se contrajeron, y en segundos volvió a ser el hombre que conocía… aunque cubierto de sangre y jadeante, como una sombra de sí mismo.

Sus ojos no se apartaban de mí.

—Luna… —murmuró, avanzando un paso—. No sabes lo que acabas de hacer.

Yo tampoco.

Mi cuerpo temblaba, pero no de miedo. Era otra cosa. La marca en mi cuello ardía, y cada vez que Adrian se acercaba, ese calor se intensificaba hasta casi doler. Mi pecho subía y bajaba, luchando por contener una respiración que se escapaba de mi control.

—Dime la verdad —susurré, apenas audible, con la voz quebrada—. ¿Qué soy?

Su mano rozó mi mandíbula con una suavidad que contrastaba con la violencia de lo que acabábamos de vivir.

—Eres mitad loba… y mitad algo que no debería existir.

Sentí que el mundo se detenía.

—¿Mitad qué?

Él sostuvo mi mirada, sus pupilas brillando como brasas.

—Mitad bruja.

Un trueno estalló en el cielo, como si la misma noche respondiera a su confesión. El viento sopló fuerte, colándose por los ventanales y agitando las llamas de la chimenea hasta hacerlas bailar descontroladas.

Yo no sabía si temblaba por miedo, por rabia… o porque algo en mi interior reconocía esas palabras.

La marca en mi cuello ardió de nuevo, y supe que lo que había despertado no se detendría.

Y que ese era apenas el comienzo.

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