




Capitulo 1: La mirada del alfa
El frío de Nueva York se filtraba por las rendijas de mi abrigo barato, pero el temblor en mis manos no tenía nada que ver con el invierno.
Era mi primera noche trabajando en La Luna Roja, un club exclusivo al que jamás hubiera entrado como clienta. El tipo de lugar donde las copas cuestan lo mismo que mi alquiler y las mujeres son parte del espectáculo… y a veces, del negocio.
Yo no estaba allí para brillar bajo las luces, sino para sobrevivir.
Desde que escapé de mi casa, todo se había reducido a eso: encontrar la forma de pagar un cuarto diminuto, la matrícula de la universidad y mantenerme lejos de las garras de mi padrastro.
Respiré hondo mientras acomodaba las copas en la barra. El aroma dulce del licor caro se mezclaba con un perfume más intenso, casi salvaje, que me hizo girar antes de que mi cerebro lo procesara.
Ahí estaba él.
El hombre del que todas las chicas del club susurraban como si fuera una leyenda urbana: Adrian Vólkov.
Dueño de media ciudad, incluyendo este club. Mafia, negocios ilegales, inversiones millonarias… y una reputación tan peligrosa que hasta los camareros bajaban la mirada cuando él pasaba.
Pero no era eso lo que me paralizó.
Fue la forma en que me miró.
Sus ojos grises me atraparon como si me conociera desde antes, como si su mirada fuera un grillete invisible. Tenía el porte de un rey, el peligro de un depredador… y esa aura inconfundible que mi instinto reconoció antes que mi razón: un Alfa.
No cualquier Alfa. Mi Alfa.
Me forcé a apartar la vista. Yo no era una loba. No pertenecía a ninguna manada. O eso había creído siempre… hasta que lo vi.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó él, acercándose a la barra.
Su voz era grave, ronca, como un roce de terciopelo oscuro en mi piel.
—Luna —respondí, maldiciendo internamente por haber dicho la verdad.
La comisura de sus labios se curvó en una media sonrisa, pero no era amable; era posesiva, como si la sola existencia de mi nombre le perteneciera.
—Luna… —repitió, degustando cada letra—. Trabajas para mí ahora.
No supe qué contestar. Él no hablaba como quien hace una pregunta, sino como quien dicta un decreto.
Pero antes de que pudiera responder, una mujer alta, con vestido rojo y mirada afilada, se acercó a él.
—Adrian, están esperándote arriba —dijo, sin siquiera mirarme.
Él asintió, pero no se movió.
—Llévala conmigo.
Sentí un escalofrío.
—Lo siento, señor… yo solo sirvo tragos —dije, intentando mantener la voz firme.
Sus ojos grises brillaron como acero bajo la luna.
—Y yo decido quién sirve qué, pequeña.
La mujer del vestido rojo me lanzó una mirada que mezclaba celos y advertencia, pero no dijo nada. Adrian pasó junto a mí, su aroma a madera y tormenta colándose en mis sentidos como un veneno dulce.
Subí detrás de él por unas escaleras alfombradas, sintiendo la tensión en cada paso. Llegamos a un salón privado, con ventanales que dejaban ver las luces de la ciudad. Había hombres trajeados, cartas sobre una mesa y un aire de poder que me hizo querer salir corriendo.
Adrian se sentó en la cabecera.
—Tráeme whisky. Y quédate.
Obedecí, aunque mi corazón golpeaba contra mis costillas. Mientras servía la bebida, noté que él no dejaba de observarme, como si estuviera evaluando cada detalle: mi respiración, el latido de mi cuello, el modo en que evitaba su mirada.
Uno de los hombres rió.
—¿Otra de tus… adquisiciones, Adrian?
Yo iba a protestar, pero él habló antes:
—No. Ella es distinta.
La palabra distinta resonó en mi cabeza. ¿Qué veía en mí? ¿Por qué esa certeza en su voz?
De repente, su mano atrapó la mía, con una fuerza que no era solo física, sino… algo más. Una corriente invisible me recorrió, encendiendo un calor extraño bajo mi piel.
—Sabes quién soy —murmuró, como una afirmación.
Negué, aunque en el fondo algo dentro de mí gritaba que sí.
—No tienes idea de lo que eres, ¿verdad? —añadió, estudiando mi reacción.
Me solté de golpe, retrocediendo un paso.
—Yo solo necesito este trabajo —dije, más para convencerme a mí misma que a él.
Él sonrió, como si acabara de descubrir un secreto.
—Vas a necesitar mucho más que eso para sobrevivir, Luna.
Y antes de que pudiera preguntar qué quería decir, una explosión sacudió el piso inferior. Los cristales vibraron, las luces parpadearon y gritos se colaron desde el club.
Adrian se levantó de un salto, sus ojos brillando con un fulgor plateado, y por un segundo, vi lo imposible: su silueta cambiando, un destello de colmillos, la sombra de una bestia inmensa detrás de él.
—Quédate detrás de mí —ordenó, y por primera vez no fue un consejo… fue un instinto al que no pude desobedecer.