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Capítulo 6 — El fuego tras la puerta

Maximiliano estaba sentado en el comedor, desayunando con la calma calculada que siempre lo caracterizaba. Frente a él, la vajilla de porcelana relucía bajo la luz tenue de la lámpara colgante. Una taza de café humeante descansaba a su derecha, junto a un plato de huevos revueltos y pan recién tostado. La escena podría haber sido digna de un anuncio publicitario… de no ser por los gritos que desgarraban el aire desde el piso superior.

La voz de Sabrina retumbaba por las paredes de la mansión, cortando el silencio como un cuchillo afilado.

—¡ABRE LA MALDITA PUERTA! —bramó ella, su voz cargada de rabia y desesperación.

Los golpes secos contra la madera se colaban hasta el comedor, acompañados de ruidos de objetos estrellándose. Primero un golpe hueco, luego el sonido inconfundible de cristal rompiéndose.

Maximiliano trató de ignorarlo, masticando despacio, pero con cada bocado venía un suspiro, un gesto involuntario de molestia. Ni siquiera en su propio desayuno podía tener paz.

La furia de Sabrina no cedía:

—¡NO PUEDES TENERME AQUÍ PARA SIEMPRE!

Maximiliano apretó la mandíbula. Su instinto le pedía subir, abrir esa puerta y callarla de la manera que él sabía… pero se contuvo. Él no era un hombre que se dejara llevar por impulsos. Cada movimiento debía ser calculado, cada reacción, medida.

Terminó el último sorbo de café justo cuando el teléfono sonó sobre la mesa. Lo tomó sin mirar la pantalla y contestó con un tono seco:

—¿Aló?

—Buenos días —respondió la voz de Martin, cargada de esa sonrisa que siempre parecía escucharse aunque no se viera—.

—Buenos días, Martin —respondió Maximiliano, poniéndose de pie y llevando su taza hacia la mesa auxiliar—.

Pero los gritos continuaban. Incluso Martin pudo escucharlos con claridad al otro lado de la línea.

—¡Eres un imbécil! ¡Un canalla! —vociferaba Sabrina—. ¡Destruiré todo, ya lo verás!

Martin soltó una carcajada grave.

—Guau… sí que esa chica es puro fuego. No me quiero imaginar cómo sería una mujer así en la cama.

Maximiliano caminó hacia su despacho con pasos tranquilos, como si no acabara de escuchar semejante comentario. Abrió la puerta, entró y se dejó caer en el sofá de cuero negro.

—Deja de hablar tanto —dijo con frialdad—. Dime cómo va el cargamento.

Martin chasqueó la lengua.

—Vamos, Max, no me cambies el tema. Tienes encerrada a una fiera salvaje y la dejas gritar como si no supieras qué hacer con ella. Trata de domarla. Hazla tuya… y cuando te canses, me la entregas. En el club podría ser la atracción principal.

Maximiliano se recostó, cruzando una pierna sobre la otra.

—No es mercancía para ti, Martin.

—No me digas que ya te estás encariñando —dijo Martin con un tono burlón—. No eres de esos, Max.

Maximiliano cerró los ojos por un segundo, imaginando la imagen de Sabrina: despeinada, con la respiración agitada, esos ojos llenos de odio mirándolo como si fuera el mismísimo demonio. Esa mirada le provocaba algo que no estaba dispuesto a admitir en voz alta.

—No me encariño —respondió al fin, con un tono seco—. Pero tampoco desperdicio un recurso valioso.

Arriba, los ruidos continuaban. Un estrépito más fuerte resonó, probablemente un espejo hecho añicos. Los guardias sabían que no debían intervenir sin su orden, pero la paciencia de Maximiliano se estaba agotando.

—¿Sabes qué pienso? —prosiguió Martin—. Que en vez de tenerla encerrada como una princesa caprichosa, deberías hacer que entienda quién manda aquí. Esa chica no es del tipo que se doblega con encierro, Max… la tienes que quebrar.

Maximiliano abrió los ojos y miró hacia la ventana, viendo el extenso jardín y los muros altos que resguardaban la propiedad.

—No me interesa quebrarla —murmuró, aunque algo en su voz sonaba a mentira—. Quiero que ella misma decida quedarse.

Martin sonrió con incredulidad.

—¿Decidir quedarse? Hermano, tú eres un Salvatore. Nadie se queda contigo por decisión…

Maximiliano no respondió. Su silencio era una muralla tan alta como las que rodeaban la mansión. Se levantó del sofá, dejó el teléfono sobre el escritorio y se acercó al minibar para servirse un whisky, a pesar de que aún era temprano. El líquido ámbar llenó el vaso y el aroma se mezcló con el recuerdo de la noche anterior: el salto al barranco, el abrazo instintivo, el calor del cuerpo de Sabrina contra el suyo mientras caían.

Martin seguía hablando, pero él ya no escuchaba. En su mente, los gritos de Sabrina eran más claros que cualquier palabra ajena.

Tomó un sorbo y, por primera vez en la mañana, sonrió apenas.

—Déjala gritar —dijo finalmente, tomando de nuevo el teléfono—. Quiero ver cuánto dura antes de darse cuenta de que aquí su voz no la salva de nada.

Martin soltó una carcajada.

—Eres un cabrón… pero me gusta tu estilo.

Maximiliano cortó la llamada sin despedirse. Luego, caminó hasta la puerta de su despacho y se quedó quieto, escuchando. Los ruidos arriba habían disminuido; quizá Sabrina ya había arrojado todo lo que tenía a mano. O quizá estaba planeando su próximo movimiento.

Y eso… eso lo intrigaba.

—¡ABRE LA MALDITA PUERTA! —Los golpes resonaban contra la madera, cargados de furia—. ¡NO PUEDES TENERME AQUÍ PARA SIEMPRE! ¡ERES UN IMBÉCIL, UN CANALLA! —su voz se quebró, pero la rabia seguía intacta—. ¡DESTRUIRÉ TODO, YA LO VERÁS!

Maximiliano permanecía impasible, observando los documentos sobre su escritorio. No iba a ceder ante un berrinche.

—Veamos hasta cuándo piensas seguir gritando… —murmuró con una media sonrisa fría.

En ese momento, un suave golpe en la puerta interrumpió la tensión.

—Adelante —dijo él sin levantar la vista.

Una de las empleadas entró con paso prudente, algo nerviosa y sus manos en el delantar.

—Señor… disculpe que lo moleste, pero… ¿No cree que la chica tenga hambre?

Maximiliano alzó una ceja, sorprendido. Había olvidado por completo que ella no había probado bocado desde que la trajeron. Sus ojos, fríos como siempre, se posaron en la mujer.

—Prepárele algo ligero.

—Sí, señor —respondió la empleada, inclinando la cabeza antes de retirarse, dejando a Maximiliano solo en su despacho.

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