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CAPITULO 5 La furia

Capítulo 5

El sol apenas comenzaba a filtrarse por la ventana cuando Sabrina abrió los ojos. Un dolor punzante en la pierna la hizo fruncir el ceño. Intentó moverse, pero el ardor le robó el aliento. Con esfuerzo, se incorporó un poco en la cama y bajó la mirada. Su pierna estaba visiblemente inflamada, con un tono rojizo que no presagiaba nada bueno.

—Eres una estúpida, Sabrina… —susurró con rabia hacia sí misma, apretando los dientes—. ¿Y ahora qué vas a hacer? Mírate… no puedes ni caminar.

Intentó levantarse nuevamente, pero el dolor fue demasiado. Se dejó caer de nuevo sobre el colchón, frustrada. No tenía medicamentos, ni vendas, ni nada que aliviara su malestar. El médico que la revisó la noche anterior no le había recetado nada, o si lo hizo, nadie se lo entregó.

—Necesito algo para el dolor… —pensó en voz baja, conteniendo las lágrimas.

Se armó de valor, apoyándose en los bordes del mueble para intentar llegar al baño. Cada paso era un tormento, pero no iba a quedarse allí como una inútil. Cuando al fin llegó, se sostuvo del lavamanos y levantó la vista hacia el espejo. Se quedó en silencio unos segundos. Su labio estaba partido, tenía marcas de rasguños en los brazos, y el cansancio se reflejaba en cada línea de su rostro.

Suspiró y se echó agua fría en la cara, como si eso pudiera borrar todo. Pero nada desapareció. Ni el dolor físico ni la sensación de encierro.

Regresó con dificultad a la habitación y, tambaleándose, llegó hasta la ventana. Corrió un poco la cortina y lo que vio le heló la sangre: varios hombres armados custodiaban los alrededores de la mansión. Desde allí alcanzaba a distinguir árboles altos, cercas reforzadas y una muralla de concreto que parecía infranqueable.

—Al parecer… no puedes escapar, Sabrina —murmuró con amargura—. Pareces una maldita Cenicienta… encerrada en un castillo, pero sin hada madrina que venga a rescatarte.

Una lágrima silenciosa descendió por su mejilla. Se dejó caer nuevamente en la cama, como una niña perdida, pequeña, sola. Abrazó sus rodillas lo mejor que pudo y se quedó allí, llorando sin hacer ruido, con el corazón hecho pedazos y la incertidumbre carcomiéndole el alma.

No sabía cuánto tiempo iba a estar encerrada. No sabía qué quería ese hombre de ella. No sabía si su vida alguna vez volvería a ser suya.

Pero sí sabía algo: ya no era la misma Sabrina de antes.

Y allí, en medio del dolor y el miedo, llegaron los recuerdos.

—¿Por qué, papá? —susurró, como si él pudiera escucharla—. ¿Por qué me vendiste? ¿Por qué fuiste capaz de hacerme esto?

Cerró los ojos con fuerza. Las imágenes de su infancia le golpearon el pecho con violencia. Cuando su madre aún vivía, su hogar era cálido, lleno de risas y abrazos. Pero después… todo se volvió gris.

—Desde que mamá murió… nada fue igual. Te fuiste alejando de nosotras. El alcohol se convirtió en tu único consuelo, y Ángela y yo… nos convertimos en tus sombras. En tu carga.

Soltó un sollozo ahogado.

—Cuánto te extraño, mamá. No sabes cuánto. Cuánto anhelo que estés aquí conmigo. Si estuvieras viva, nada de esto estaría pasando. Tú me cuidarías… tú no permitirías que él… que nadie me lastimara.

Se cubrió el rostro con las manos y rompió en llanto. Dolía. Dolía el cuerpo, dolía el alma, dolía el abandono.

Pero en medio de tanto dolor, también comenzaba a crecer algo más… una chispa, una semilla pequeña de determinación. Aún no sabía cómo, ni cuándo, pero una cosa era segura:

Sabrina no pensaba quedarse rota para siempre.

Sabrina no pensaba quedarse rota para siempre. El rugido de su estómago la sacó de sus pensamientos, recordándole que llevaba horas sin probar bocado.

—Tengo que comer algo… —susurró para sí misma, incorporándose lentamente de la cama—. No puedo quedarme aquí y morir de hambre. Necesito fuerzas… Tengo que escapar, cueste lo que cueste.

La determinación endureció sus rasgos. Jamás permitiré que ese hombre me tenga como su prisionera.

Se acercó a la puerta, con el corazón latiéndole con fuerza, y giró la manija. Nada. Cerrada.

—No puede ser… —murmuró, sintiendo cómo la rabia subió como un fuego en su pecho.

Golpeó la puerta con todas sus fuerzas y gritó:

—¡¿Se cree que puede encerrarme así?! —estalló, golpeando la puerta con los puños—. ¡ABRE LA MALDITA PUERTA! ¡NO PUEDES TENERME AQUÍ PARA SIEMPRE!

El silencio fue su única respuesta. Pero ella sabía que no estaba sola. Afuera, dos hombres apostados como centinelas vigilaban la entrada, inmóviles, con la orden clara de no dejarla salir.

Sabrina retrocedió un paso, apretando los puños. La batalla apenas comenzaba. Y ella no iba a rendirse.

Sabrina miró a su alrededor con desesperación y, sin pensarlo, tomó lo primero que encontró: una lámpara. La alzó con fuerza y la lanzó contra la puerta, haciéndola estallar en mil pedazos. El estruendo resonó por toda la habitación. Afuera, los guardias escuchaban el ruido de los objetos golpeando la madera, pero solo se miraron entre sí y se encogieron de hombros, como diciendo que no podían intervenir. Ella no se detuvo; siguió lanzando todo lo que encontraba a su alcance, cada golpe cargado de furia y dolor.

Pero Sabrina no se detuvo. Agarró un jarrón y lo estrelló contra la madera, luego una silla que apenas hizo un golpe seco. Finalmente, al ver un gran espejo apoyado contra la pared, lo empujó con fuerza. El cristal se hizo añicos, llenando el aire de un sonido agudo que cortaba los oídos.

—¡ABRE LA MALDITA PUERTA! ¡NO PUEDES TENERME AQUÍ PARA SIEMPRE!

—¡ABRE LA MALDITA PUERTA! —gritó, su voz cargada de furia y desesperación—. ¡NO PUEDES TENERME AQUÍ PARA SIEMPRE!

Golpeó con los puños la madera.

—¡Eres un imbécil! ¡Un canalla! —vociferó con los ojos brillantes de ira—. ¡Destruiré todo, ya lo verás!

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