




Capítulo 4: Sabrina corría por su vida
La sala estaba en penumbra, apenas iluminada por la luz cálida de una lámpara antigua sobre una mesa de madera tallada. Martín Fiore se sentó frente a Maximiliano, con un cigarro encendido entre los dedos y expresión seria. El humo flotaba lento, envolviendo el aire con un aroma denso.
—Sé que no te gusta hablar de este asunto —comenzó Martín, rompiendo el silencio—, pero tienes que casarte, Max. Y tener un hijo.
Maximiliano no respondió al instante. Permaneció sentado en su sillón de cuero oscuro, observando la llama de la chimenea como si allí pudiera encontrar otra salida.
—Sabes bien que eres el único Salvatore que queda —continuó Martín, esta vez más directo—. Muchos quieren tu cabeza. Si llegas a caer… estaríamos perdidos.
Maximiliano se levantó lentamente, con ese paso elegante y contenido que siempre lo caracterizaba. Caminó hacia una de las ventanas que daban al jardín y apoyó las manos en los marcos de madera oscura. El cristal reflejaba su rostro endurecido por los años, por las pérdidas, por el poder.
—Lo sé… —murmuró—. No es fácil saber que soy el último.
Martín se levantó también, dejando el cigarro en un cenicero. Caminó hasta su amigo y puso una mano en su hombro con franqueza.
—¿Y si te casas con la chica? —propuso con naturalidad—. La puedes manejar a tu antojo. No habrá amor. Solo compromiso. Ella te da un hijo, tú la utilizas como quieras… y punto.
Maximiliano suspiró con fuerza. Un suspiro que cargaba años de cicatrices invisibles.
—No es una mala idea… —admitió con voz grave—. Pero juré no amar nunca más. El amor te debilita, Martín. Desde ese día… no he vuelto a amar a una mujer. Solo… me divierto con ellas.
Ambos se miraron. Sonrisas irónicas cruzaron sus rostros. La charla había tocado heridas que aún sangraban, aunque no lo admitieran.
Mientras tanto, en la habitación de la torre, Sabrina observaba desde la ventana. Su mirada recorría el amplio jardín silencioso que se extendía más allá de las sombras. No había guardias a la vista. Nada. Solo la oscuridad.
El corazón le latía con fuerza. Su oportunidad había llegado.
Tomó las sábanas de la cama y comenzó a anudarlas con rapidez. Aseguró la cuerda improvisada a una de las patas de la cama y, sin pensarlo dos veces, se lanzó al vacío con cuidado. El viento le golpeaba el rostro mientras descendía. Sus manos ardían por la fricción, pero no soltó. Al llegar al suelo, rodó sobre el césped húmedo y se incorporó con dificultad.
Empezó a correr, descalza, con el vestido ligero golpeándole las piernas. La mansión era inmensa. Las sombras parecían moverse con ella. Sus pies se hundían en la tierra, tropezaba con ramas, pero no se detenía. Tenía que encontrar una salida.
Al fondo, vio las altas murallas. Estaban cubiertas de alambre de púa. Mordió su labio con desesperación, buscando alguna grieta, algún resquicio…
De pronto, uno de los hombres de seguridad entró corriendo a la sala.
—Señor… disculpe la interrupción…
Maximiliano se giró con rapidez. Su voz fue un disparo.
—¿Qué sucede?
—La chica… se ha escapado.
Un silencio mortal se instaló en la sala. El vaso de whisky se quebró en las manos de Maximiliano.
—¿Qué dijiste, imbécil?
—Bajó por el balcón… señor.
Martín abrió los ojos, sorprendido.
—No puede ser…
Ambos salieron rápidamente al jardín. Maximiliano fue el primero en llegar y alzó la vista. Allí estaba la cuerda de sábanas, colgando aún desde la ventana de la habitación.
—Maldita sea… —gruñó, y su voz retumbó en la noche.
Martín se acercó con expresión grave y miró la cuerda de sábana.
—Te lo dije, Martin… esa chica va a sacar lo peor de mí.
Maximiliano apretó la mandíbula. Su mirada era fuego.
—Encuéntrenla. ¡Suelten a los perros!
—¡Sí, señor!
Las luces de la mansión se encendieron. Los hombres comenzaron a movilizarse como sombras entrenadas. Los perros ladraron con fuerza desde sus jaulas, agitados por el olor del miedo.
Y entonces, los ladridos comenzaron.
Primero uno, luego otro, hasta que toda la jauría estalló en un concierto de furia y dientes. Sabrina sintió el corazón golpearle el pecho como si quisiera escapar antes que ella. No pensó, no planeó. Solo corrió. Sus pies descalzos se hundían en el césped húmedo mientras esquivaba arbustos, estatuas y árboles. El aire le quemaba los pulmones y el miedo le apretaba el estómago.
Corría con todas sus fuerzas, pero no había dirección clara; solo sabía que debía salir de allí.
Finalmente, se topó con una muralla inmensa, un muro de concreto frío y hostil que rodeaba toda la propiedad. Las luces la alcanzaron, bañándola en una claridad cruel. Detrás de ella, los ladridos eran cada vez más cercanos. Se giró desesperada, buscando una salida, y entonces una voz la detuvo.
—¡Detente!
La voz era grave, autoritaria, y heló su sangre. Sabrina se giró lentamente y allí estaba él. Maximiliano Salvatore. Su silueta imponente se dibujaba con claridad bajo la luz. Llevaba una camisa negra desabotonada en el cuello, el rostro endurecido por la furia, y caminaba hacia ella con calma asesina.
—No te atrevas a seguir corriendo —dijo, con los ojos fríos como el acero—. Los perros no van a jugar contigo, Sabrina. Te van a destrozar.
Ella lo miró, agitada, sin poder respirar con normalidad. Tenía el cabello desordenado y los ojos brillantes por las lágrimas contenidas. Giró la cabeza a un lado. A su derecha, un barranco se abría paso entre los árboles. No sabía qué tan profundo era, ni qué había al fondo. Pero le parecía mejor que quedarse allí.
Y sin pensarlo dos veces, se lanzó.
—¡No! —gritó Maximiliano, reaccionando de inmediato.
Fue más rápido que ella. En una fracción de segundo, se lanzó también y logró sujetarla por la muñeca. Sus dedos se aferraron con fuerza a su brazo mientras ambos caían por el borde. El peso de ella lo arrastró consigo. La gravedad los venció y la noche los tragó.
Ambos rodaron por la pendiente cubierta de ramas, tierra y piedras. Fue un descenso caótico. Sabrina gritaba, y Maximiliano la envolvió con su cuerpo como pudo, protegiéndola del impacto mientras sus propios costados se golpeaban con fuerza.
Finalmente, llegaron al fondo. El silencio los rodeó. Solo se escuchaba el sonido lejano de los perros y el crujir de hojas movidas por el viento.
Sabrina quedó encima de él, jadeando, con el rostro lleno de rasguños. Tenía el tobillo inflamado y el cabello enmarañado. Miró hacia abajo, temiendo lo peor. Maximiliano yacía inmóvil, con los ojos cerrados, el rostro cubierto de polvo y sangre.
—No… —Susurró, llevándose las manos a la boca—. No puede ser…
Lo tocó con miedo. Lo sacudió con ambas manos, desesperada.
—¡Despierta, imbécil! ¡Tú no puedes morir en mis manos! ¡Yo no soy una asesina!
De pronto, una sonrisa leve se dibujó en los labios de él. Apenas perceptible. Abrió un ojo y la miró desde abajo.
—Entonces deja de gritar —susurró con sarcasmo.
Sabrina lo miró, incrédula, y luego apartó la vista. Estaba avergonzada, cansada, rota.
Un haz de luz los alcanzó. Era una linterna. Se escuchó una voz desde lo alto del barranco.
—¡Max! ¡¿Estás bien?!
Era Martín Fiore, con varios hombres detrás. La linterna se movía frenéticamente hasta que iluminó el rostro de Maximiliano.
—¡Sáquenme de aquí! —gritó él con furia.
—¡Ya vamos! ¡Calma!
Mientras los hombres bajaban por una pendiente menos empinada, Maximiliano giró el rostro hacia Sabrina.
—Si vuelves a escaparte… te mato —dijo con voz baja pero llena de veneno.
Sabrina no respondió. Lo miró con la respiración entrecortada, los labios partidos y la mirada desafiante. No tenía fuerzas para discutir, pero tampoco pensaba rendirse.
Martin bajó primero, ayudado por dos hombres armados. Miró la escena con una mezcla de alivio y confusión.
—Dios… ¿Qué pasó?
—La princesa quiso jugar a ser valiente —respondió Maximiliano, con sarcasmo, mientras uno de sus hombres lo ayudaba a ponerse de pie.
Martin observó a Sabrina, y por un momento pareció que iba a decir algo. Pero guardó silencio.
—Subámoslos —ordenó a los guardias.
Dos hombres cargaron a Sabrina, quien se retorció de dolor cuando su tobillo tocó el suelo. No gritó. No quería darle ese gusto a Maximiliano.
Una vez en la mansión, los médicos llegaron. Maximiliano tenía dos costillas magulladas y un corte profundo en el brazo. Sabrina fue vendada con cuidado. Nadie le habló. Nadie la miraba a los ojos. Era invisible, una sombra más en aquella mansión que respiraba peligro.
Horas después, Maximiliano estaba recostado en un sillón, bebiendo whisky con hielo, mientras Martín lo miraba desde el otro lado del despacho.
—¿Estás seguro de que fue buena idea traerla aquí nuevamente? Podemos llevarla al club infernal.
—No —dijo Maximiliano.
—Entonces, ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué te lanzaste con ella? Pudiste haber muerto.
Maximiliano giró el vaso entre sus dedos, pensativo.
—Porque esa maldita chica tiene fuego. Y quiero saber hasta dónde es capaz de llegar con él.
—¿Y si ese fuego te consume?
Max lo miró de reojo, con una sonrisa cínica.
—Entonces al menos me habré quemado por algo interesante.
Esa noche, Sabrina permaneció despierta, con la pierna entablillada y el tobillo vendado. La luna entraba por la ventana, bañando la habitación con una luz suave y triste.
Ella no era una víctima. No pensaba dejarse moldear como él quería.
Si debía ser su prisionera, no sería una prisionera dócil.
Maximiliano Salvatore había abierto una guerra. Y ella no pensaba perderla.