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Capítulo 3 La noche caía como un manto denso sobre la ciudad.

Capítulo 3

La noche caía como un manto denso sobre la ciudad. En la oficina de cristal oscuro, ubicada en el último piso del edificio más exclusivo de su territorio, Maximiliano Salvatore observaba las pantallas de seguridad con su mirada gélida. Su despacho era un santuario de control: paredes forradas en madera de caoba, una biblioteca de libros antiguos y varias pantallas mostrando ángulos distintos de sus negocios: el club nocturno, los muelles, las entradas a sus propiedades.

Su dedo índice tamborileaba lentamente contra la superficie de su escritorio mientras bebía whisky en silencio. En una de las cámaras, algo captó su atención.

—¿Oscar Gutiérrez otra vez? —murmuró, entrecerrando los ojos—. Ese imbécil no aprende.

En la pantalla, Oscar estaba en la entrada del club, discutiendo con uno de los guardias. Maximiliano apretó los dientes y se levantó con furia controlada. Su traje negro se acomodó sobre su figura alta y musculosa. Con paso firme, salió de su oficina. Era hora de supervisar la entrega en el muelle, pero su mente ya se nublaba con sospechas.

Mientras tanto, en una de las habitaciones privadas del club, Sabrina Gutiérrez—confundida como Sandra por todos—permanecía sentada en el suelo, con las rodillas encogidas contra el pecho, abrazándose a sí misma. Sus ojos llorosos no podían dejar de temblar. El silencio del cuarto era sofocante, solo interrumpido por el sonido sutil del aire acondicionado.

La puerta se abrió con un chirrido lento. Martín Fiore, mano derecha de Maximiliano, entró con la misma calma peligrosa de un león que ha olido a su presa. Cerró la puerta tras de sí y caminó hacia un sillón cercano, sentándose sin quitarle los ojos de encima.

Sabrina retrocedió contra la pared, abrazándose con más fuerza.

—No voy a hacerte daño —dijo Martín con voz grave y cansada—. Solo quiero que te portes bien.

Sabrina no respondió. Su respiración era agitada.

—Perteneces a mi jefe ahora. Te llevarán a su mansión. Y te recomiendo algo, niña... —hizo una pausa, entrecerrando los ojos—... sé sumisa. No lo provoques. Solo así sobrevivirás.

En ese instante, un hombre corpulento con lentes oscuros entró en la habitación. Martín asintió.

—Llévensela.

El guardaespaldas se acercó a Sabrina. Ella intentó resistirse, pero él la sujetó del brazo con firmeza y la arrastró hacia la salida.

—Espero que sea buena idea llevarte, Max... —dijo Martín en voz baja mientras se encendía un cigarro—. Espero que esta noche valga la pena.

Martín salió del club y se dirigió en su auto negro al muelle, donde Maximiliano ya lo esperaba. Las luces del puerto brillaban como luciérnagas artificiales entre la niebla marina. Los contenedores estaban alineados y los hombres de Maximiliano vigilaban cada rincón con armas ocultas bajo sus chaquetas.

Cuando Martín llegó, Maximiliano miró su reloj con impaciencia.

—Llegas tarde —le espetó sin mirarlo.

—Lo sé, Max. Estaba... ocupado.

No hacía falta explicar. Maximiliano no insistió. En ese momento, una furgoneta negra se detuvo frente a ellos. Tres hombres bajaron con rapidez. Uno de ellos abrió una de las cajas de madera para mostrar su contenido: rifles automáticos y pistolas de alto calibre.

Maximiliano se acercó lentamente, una mano dentro del saco, rozando el frío de su arma por precaución. Martín hizo lo mismo, alerta.

El silencio se volvió espeso. Los hombres del cargamento apenas se movían. Cuando uno de ellos quitó el plástico protector de un fusil y se lo mostró, Maximiliano finalmente dejó ver una sonrisa breve.

—Perfecto.

Sacó un maletín y lo entregó. El hombre lo abrió, contó el dinero y asintió.

—Un placer hacer negocios con usted, señor Salvatore.

—Lo mismo digo —respondió Maximiliano con frialdad.

Al terminar, se dirigió a sus hombres—: "Llévense esa mercancía al club".

—¿Vas al club? —preguntó Martín, mientras caminaban hacia los autos.

—No —respondió Maximiliano sin mirarlo—. Me voy a casa. Estoy agotado.

—Entonces voy contigo.

Ambos subieron a sus vehículos y se dirigieron a la mansión Salvatore: un coloso de piedra gris a las afueras de la ciudad, rodeado de pinos altos y con muros tan imponentes como su dueño. Cuando estacionaron, las puertas de la entrada principal ya estaban abiertas.

Apenas pusieron un pie dentro, un grito desesperado cortó el aire como una navaja.

—¡Auxilio! ¡Sáquenme de aquí, por favor! ¡Solo quiero salir de aquí!

Maximiliano se detuvo en seco. Su mirada se volvió fría como una sombra.

—¿Qué diablos es ese escándalo?

Martín bajó la vista, visiblemente incómodo.

—Lo siento, Max. Yo... pensé que esa niña se comportaría.

—¿Y quién es?

—La hija de Gutiérrez. La vendió.

Maximiliano se llevó una mano al cabello y apretó la mandíbula.

—¿Te volviste loco, Martín? ¿Cómo se te ocurre traerla aquí?

—Solo quería que te divirtieras. Es todo...

El rostro de Maximiliano se endureció. Ya no era el jefe sereno. Era el lobo que olfateaba traición.

—Martín, ¿acaso parezco un maldito proxeneta?

Martín no respondió. El silencio fue su única defensa.

Los gritos de Sabrina seguían resonando por los pasillos de piedra.

Maximiliano giró sobre sus talones y caminó hacia el sonido, su sombra alargándose bajo la tenue luz de los candelabros.

—Vamos a ver quién eres tú, niña Gutiérrez... —murmuró.

Maximiliano subió las escaleras con paso firme, lento, como un depredador que ya sabe lo que encontrará al final del pasillo. Cada peldaño crujía bajo el peso de su determinación. El silencio de la mansión era casi absoluto, roto solo por el eco de sus pasos y los latidos acelerados de una presencia temerosa al otro lado de una puerta.

Mientras tanto, Martín Fiore decidió quedarse abajo. Caminó hacia la barra de licor con calma, como si la tensión de arriba no tuviera nada que ver con él. Sirvió whisky en un vaso de cristal grueso, giró el líquido con un leve movimiento de muñeca y lo llevó a sus labios. Su mirada permanecía fija en las escaleras, en silencio.

Arriba, Maximiliano llegó frente a la habitación. Su rostro no mostraba emoción alguna, solo una sombra de molestia mal contenida. Abrió la puerta de un solo golpe.

Sabrina, que estaba cerca de la ventana, se sobresaltó como un venado atrapado en la mira de un cazador. Su respiración se volvió agitada al ver al hombre alto y oscuro entrando con la autoridad de un dios furioso.

—¿Acaso no te han enseñado buenos modales? —dijo con voz baja, firme, como una amenaza envuelta en terciopelo.

Sabrina retrocedió un paso, asustada. No sabía si correr o hablar. Su cuerpo temblaba.

—S-solo quiero irme a casa... por favor —susurró, casi sin aliento.

Maximiliano sonrió con sarcasmo. Esa sonrisa que no mostraba alegría, sino dominio. Se acercó a ella sin prisa, deteniéndose a centímetros de su rostro.

—¿Acaso no te han dicho quién soy yo?

Sus ojos se encontraron. Un abismo contra una tormenta. La mirada de él era fría, controladora; la de ella, asustada, pero aún con una chispa de rebeldía.

—No me interesa saber quién eres. Solo quiero irme.

El rostro de Maximiliano cambió. Esa respuesta le arrancó la máscara de indiferencia, aunque solo por un segundo. Su mandíbula se tensó. Luego, con calma, como si no pesara, la sujetó del brazo con firmeza y la arrojó sobre la cama.

—Ya no perteneces a tu padre —dijo con voz de acero—. Ahora me perteneces a mí.

Sabrina cayó en la cama, se giró de inmediato, dándole la espalda, temblando. Maximiliano la señaló con el dedo.

—Si vuelves a gritar… atente a las consecuencias.

Sacó su arma y la dejó sobre la mesa de noche, en una clara advertencia. El gesto fue breve, pero el mensaje era letal.

Sabrina contuvo el llanto. Solo suspiró, cerró los ojos y se quedó quieta, con la espalda rígida. El miedo le robaba el aire.

Maximiliano la observó un momento más. Luego tomó nuevamente su arma, dio media vuelta y salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí con un golpe seco.

Bajó las escaleras sin decir palabra. Martín lo esperaba en el salón, aún con el vaso de whisky en la mano.

—¿Y bien? —preguntó, intentando sonar casual.

Maximiliano tomó el vaso que Martín le tendía. Bebió de un trago y se quedó mirando hacia el ventanal que daba al jardín.

—Espero que esa niña no nos traiga problemas.

Martín levantó una ceja, nervioso.

—Lo siento, Max. Solo pensé que... podrías divertirte con ella.

Maximiliano giró lentamente el rostro hacia él. Sus ojos eran dos cuchillas.

—Sabes muy bien que, cuando quiero divertirme, yo mismo me encargo de elegir con quién.

Martín bajó la vista. Asintió.

—Está bien... Lo tendré en cuenta.

El silencio se instaló entre ambos. Solo el hielo en los vasos rompía, lentamente, la tensión.

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