




Capítulo 2 El precio de la desesperación
Cinco años habían pasado desde aquella noche que marcó para siempre la vida de Maximiliano Salvatore. La ciudad ya no era la misma, y él tampoco. El despacho en la parte más alta del edificio Salvatore estaba en completo silencio, apenas perturbado por el leve tic-tac del enorme reloj de pared. Era un espacio elegante y sombrío, con estanterías de caoba repletas de libros y una gran ventana que dejaba ver el puerto, el mismo donde se movía su mercancía ilegal.
Maximiliano estaba sentado detrás de su escritorio de mármol negro, observando en silencio los informes de sus contadores. Su mirada era fría, calculadora, como si cada número representara una vida, una deuda, una amenaza cumplida.
Martín Fiore, su leal mano derecha, entró con paso firme y una carpeta en la mano.—Tenemos un nuevo cargamento esta noche. Llega al muelle dos —dijo, dejando la carpeta sobre el escritorio—. Pero quiero que seas tú quien supervise, esta vez.
Maximiliano levantó la vista. Su mirada era tan intensa que parecía perforar el aire.—Sí… quiero asegurarme de que es exactamente lo que espero —respondió en voz baja.
Martín asintió.—Perfecto. Y por cierto, hay alguien que sigue debiéndonos una suma importante. Óscar Gutiérrez. Ya no tiene con que pagar. ¿Qué hacemos con él?
Maximiliano se recostó en su silla y exhaló profundamente.—Cóbrenle hasta el último centavo. Hazle una visita. Personalmente. Que venda su propia alma si es posible.
—Será un placer. Te veo en el muelle esta noche —dijo Martín, saliendo con determinación.
Mientras tanto, en otro punto de la ciudad, Óscar Gutiérrez caminaba de un lado a otro en su desordenado despacho. Las cortinas estaban cerradas, el aire olía a alcohol rancio y desesperación. Una botella medio vacía de whisky descansaba sobre la mesa. El teléfono sonó, sacándolo de su ensimismamiento.
—¿Aló?
—Señor Gutiérrez —dijo una voz seca al otro lado de la línea—. Mi jefe quiere su dinero. Tiene hasta esta tarde para pagar. O sufrirá las consecuencias.
Óscar tragó saliva con dificultad.—Sí… sí… hoy mismo lo tendré. —Lo prometo —colgó temblando.
Justo en ese momento, Ana, su esposa, entró a la sala junto a Ángela, su hija menor. Ella tenía apenas diecisiete años, y cada día se parecía más a su madre fallecida. Su belleza era delicada, serena.
—¿Qué sucede, papá? —preguntó Ángela, notando el rostro pálido de su padre.
—Nada. —No es asunto tuyo —gruñó él, girándose.
Ana lo observó con sospecha.—Estás extraño, Óscar. Y pálido… ¿Estás en problemas?
Él respiró hondo, como quien carga una losa sobre el pecho.—Debo mucho dinero. Y si no pago hoy… nos quitan la casa.
Ángela se llevó la mano al pecho.—¿Y qué vas a hacer?
Óscar la miró fijamente. Una decisión oscura ya se había formado en su mente.—Tú vas a ayudarme.
—¿Qué…? ¿Qué estás diciendo?
—Acompáñame. Y no hagas preguntas —gruñó él, tomando a Ángela del brazo con fuerza.
Ana se interpuso, alarmada.—¿Qué piensas hacer con ella? ¡Está loca! ¡No puedes llevártela!
—¡Tú no eres su madre! ¡No te metas!
—¡Pero la amo como si lo fuera! ¡Tú nos estás arrastrando al infierno!
Óscar ignoró los gritos. Empujó a Ángela hacia el coche y arrancó a toda velocidad. Ana, desesperada, corrió a su auto y lo siguió.
El club nocturno “Inferno” era uno de los más conocidos y oscuros de la ciudad. Desde fuera, parecía un local de lujo, con luces de neón rojas que vibraban con el nombre del lugar. Pero por dentro, era una cueva de perdición, lujos y secretos inconfesables. Mosaicos rojos y dorados adornaban las paredes, y las bailarinas se movían entre las mesas como sombras seductoras.
Detrás del escenario principal, estaba la oficina del encargado: El Tuerto, un hombre grande, con barba espesa y una mirada cruel. Su apodo venía de una herida de guerra, que había dejado su ojo derecho completamente blanco.
Óscar entró con su hija, empujándola por el brazo. Ángela temblaba. Su vestido claro contrastaba con la oscuridad del lugar, su pureza brillando como una llama en un sitio donde las almas se vendían al mejor postor.
—¿Traes mi dinero, Óscar? —dijo El Tuerto desde su sillón de cuero negro.
Óscar tragó en seco.—No… pero te traigo algo mejor.
El tuerto entrecerró el ojo sano.—¿Ah, sí?
—Mi hija… —dijo Óscar, empujándola al frente como si fuera un objeto.
Ángela lo miró, con lágrimas rodando por sus mejillas.—Papá… no… por favor…
—¿Sigue siendo pura? —preguntó El Tuerto, frunciendo el ceño.
Óscar evitó la mirada de su hija.—Sí…
En ese momento, la puerta del club se abrió con fuerza. Ana y Sabrina irrumpieron con furia. Sabrina, con los ojos encendidos por la rabia, corrió hacia su hermana y la abrazó con fuerza.
—¡¿Qué estás haciendo, papá?! —gritó, empujando a Óscar—. ¡Estás loco! ¡Vendiendo a tu propia hija!
—¡Es por el bien de todos! ¡Si no hago esto, lo perdemos todo! —gritó Óscar, desesperado.
Ana se acercó y abofeteó a Óscar.—¡Eres un monstruo! ¡No mereces llamarte padre!
El Tuerto se levantó de su sillón y alzó una mano, ordenando silencio.—Suficiente… Las reglas aquí son claras. Óscar tiene una deuda… y esto, al parecer, es el pago.
—¡NO! —gritó Sabrina—. ¡No se la llevarán!
En ese instante, un guardaespaldas del club se acercó a El Tuerto y le susurró al oído.—Señor… el señor Martin quiere que le llevemos la mercancía directamente. Dice que él la revisará personalmente.
El tuerto sonrió.—Parece que tenemos un cambio de planes. La chica se queda aquí. Y luego se va a la mansión Salvatore.
Ángela fue arrastrada entre gritos por dos hombres del club. Sabrina intentó impedirlo, pero uno de los guardias la empujó al suelo. Ana la levantó, temblando.
—¡Te juro que la sacaré de allí! —gritó Sabrina, con el corazón destrozado—. ¡Te juro que te la quitaré, aunque me cueste la vida!
En ese momento, cuando Sabrina gritaba con el alma desgarrada, la puerta del club se abrió violentamente.
Los presentes se giraron al unísono al escuchar el ruido seco de las bisagras. Martín Fiore, el segundo al mando de Maximiliano Salvatore, apareció entre las sombras del umbral. Alto, imponente, con una presencia que helaba la sangre, caminó entre la gente como si nada ni nadie pudiera tocarlo. Su traje negro estaba perfectamente ajustado, y su mirada, afilada como cuchillas.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —preguntó con voz firme y profunda.
El silencio fue inmediato. El ambiente, que ya estaba cargado, se volvió asfixiante. Todos lo observaban, incluso El Tuerto, quien dio un paso hacia atrás. Martín era respetado... y temido.
Óscar Gutiérrez tragó saliva, sintiendo cómo las piernas le temblaban. Dio un paso al frente, intentando justificarse.
—Señor… yo… solo venía a saldar mi deuda… yo…
Pero las palabras se le atragantaban. Su voz temblaba; los labios se le secaban. Nunca se había sentido tan diminuto.
El Tuerto, viendo que Óscar no era capaz de hablar, intervino:
—Este hombre vino a pagar su deuda. Y trajo dos... alternativas. ¿Cuál de ellas se queda, señor?
Sabrina dio un paso firme al frente, con el rostro enrojecido de rabia y los ojos empapados en lágrimas. Su voz, sin embargo, fue fuerte y clara:
—¡Ninguna de nosotras se queda! ¡No estamos a la venta!
Martín giró lentamente la cabeza hacia ella. Su mirada la recorrió de arriba a abajo, evaluándola. Luego sacó su arma del interior del saco y, sin pestañear, apuntó directamente a la frente de Óscar.
Un murmullo recorrió el salón como un escalofrío.
Sabrina sintió cómo su corazón se disparaba en el pecho. No sabía si por miedo o furia, pero el temblor en su cuerpo no podía ocultarlo.
—Y bien, Gutiérrez… —dijo Martín con voz peligrosa—. ¿Cuál de ellas vas a vender?
Óscar bajó la cabeza. No se atrevía a mirar a sus hijas. Ni siquiera a su esposa. La vergüenza lo consumía, pero el miedo era más fuerte.
—A Sabrina… —murmuró, señalándola con un dedo tembloroso.
—¿¡Qué!? —exclamó Sabrina, sintiendo cómo el suelo se le hundía bajo los pies.
Martín bajó el arma, satisfecho.
—Llévenla arriba —ordenó, sin más emoción que si hubiera pedido una copa de vino.
Dos hombres de seguridad se acercaron y la sujetaron por los brazos.
—¡No! ¡Suéltenme! ¡Papá, por favor! ¡Mamá!
Ana rompió en llanto, cayendo de rodillas.
—¡No, por favor! ¡No se la lleven! ¡No, mi niña! ¡No, mi hija!
Sabrina estiraba una mano hacia su madre, luchando contra los brazos que la sujetaban.
—¡Mamá! ¡Mamá, no me dejes aquí!
Ana intentó levantarse, alcanzarla, pero fue detenida por uno de los hombres.
—¡Claro que no, hija! ¡Yo te sacaré de aquí! ¡Te lo juro! —gritó Ana, con la voz quebrada por la impotencia.
Pero las palabras se perdieron en el eco de aquel club infernal, mientras Sabrina era arrastrada por un pasillo oscuro. Un corredor largo, iluminado apenas por luces rojas. Las paredes estaban adornadas con cuadros extravagantes y cristales que reflejaban la distorsión de su rostro.
—¡Mamá! ¡No me dejes! ¡Ángela! ¡No dejen que me lleven!
Pero nadie la escuchaba ya.
Las puertas al final del pasillo se cerraron tras ella. Y el silencio la envolvió como un sudario.