




Capitulo 1 Fuego y sombra
La noche olía a pólvora.
Una brisa pesada recorría los callejones industriales del puerto, trayendo consigo el hedor salado del mar mezclado con el humo de aceite quemado. En el muelle 17, los reflectores de las grúas industriales parpadeaban como ojos cansados en medio de la oscuridad. Las sombras se alargaban y encogían con cada destello, proyectando figuras distorsionadas sobre los contenedores de metal que se apilaban como gigantes dormidos.
Maximiliano Salvatore se encontraba en medio de ese caos, con la mandíbula tensa y los ojos encendidos de furia. Vestía de negro, con una chaqueta de cuero manchada de sangre seca y el arma aún humeante entre las manos. A su lado, con el rostro bañado en lágrimas y sangre, estaba ella: su mujer. La única que había logrado arrancar una sonrisa genuina de su rostro endurecido por los años. Su esposa, su luz, la que cargaba en su vientre la promesa de un futuro distinto.
Todo había salido mal.
Aquella noche, Maximiliano había acudido al puerto para supervisar personalmente una entrega importante de armas que su padre había negociado con un contacto ucraniano. Era una operación sencilla. Rutinaria. Pero nada en esa noche era común. Las estrellas parecían ocultas, como si el cielo mismo presintiera la tragedia que se avecinaba.
Los hombres de Lorenzo Bianchi estaban escondidos entre las sombras, como ratas acechando el festín. No fue una emboscada cualquiera. Fue una ejecución. Precisa, cruel, orquestada con alevosía. Y Lorenzo, el cobarde de voz elegante, no se dignó a aparecer. Envió a sus perros, a sus soldados, a hacer su trabajo sucio.
El primer disparo resonó como un trueno que partió la noche. Luego vinieron los gritos, el estruendo del metal, el silbido de las balas rebotando contra los contenedores. Maximiliano había sentido la vibración del suelo antes siquiera de oír el estallido. Su instinto lo llevó a cubrir a su mujer con el cuerpo mientras desenfundaba su pistola.
—¡Cubran los flancos! —gritó Martín Fiore, su mano derecha, desde el costado del muelle. Sus hombres comenzaron a responder el fuego enemigo con una precisión brutal.
La balacera fue una danza de muerte. Maximiliano, con los dientes apretados, se movía como un lobo en la oscuridad. Cada disparo era una promesa de venganza. El sudor le resbalaba por la frente, mezclándose con la sangre que salpicaba desde todas las direcciones. Sus botas resonaban sobre los tablones metálicos, cada paso un eco de furia.
Su padre, don Salvatore, veterano de mil guerras, intentaba coordinar la defensa desde el lado izquierdo del muelle. Pero era tarde. Una bala atravesó su pecho. Maximiliano lo vio caer como un árbol arrancado de raíz.
—¡¡Noooo!! —Su rugido fue un alarido que cortó la batalla como un relámpago. Corrió hacia él, esquivando balas, con el corazón latiendo a un ritmo inhumano.
—¡¡Papá!!…
Se arrodilló junto al cuerpo de su padre. Sangre, demasiada sangre. El viejo respiraba con dificultad, la mirada nublada. Sus labios se movieron apenas.
—No... dejes... que ganen... —Susurró.
La muerte se lo llevó antes de que Maximiliano pudiera responder. En ese instante, algo dentro de él se quebró para siempre.
Sin pensarlo, giró con la pistola en alto y disparó. Cinco veces. El asesino de su padre cayó al instante, con el rostro desfigurado por el plomo. El retroceso de cada disparo retumbó en sus huesos, pero era la única forma de no gritar. De no volverse loco.
Entonces lo oyó.
Un grito. Agudo. Desgarrador.
Giró la cabeza y la vio. Su mujer estaba de rodillas, sus manos extendidas, como si aún intentara detener la bala que ya la había atravesado. Detrás de ella, un sicario enemigo con una escopeta humeante. Ella cayó de lado, sus ojos clavados en los de Maximiliano.
—Max... —Susurró, apenas audible.
El mundo se detuvo.
El ruido cesó, como si el tiempo se hubiese congelado. Maximiliano no escuchaba los disparos, ni los gritos, ni las órdenes de Martín. Solo el silencio. Y su respiración, entrecortada. Caminó hacia ella como un autómata. Se dejó caer a su lado, temblando, con la pistola colgando inútil.
Sus manos buscaron las de ella, todavía tibias. En su vientre, una mancha roja crecía lentamente. El hijo que no llegaría a nacer. El futuro que se desangraba junto a ella.
—Perdóname... —Susurró él.
—Te amo, Max, nunca me olvides—. dijo ella entre susurros.
Ella sonrió. Un gesto leve, casi invisible. Luego, nada.
El grito que Maximiliano soltó fue inhumano. Un rugido primitivo, nacido del dolor más profundo que un hombre puede soportar. Martín llegó a tiempo para detenerlo de lanzarse hacia la línea de fuego.
—¡No puedes morir aquí! ¡No ahora! —le gritó, mientras lo arrastraba hacia la cobertura.
Los hombres de Maximiliano contraatacaron con furia renovada. Las balas volaban en todas direcciones, pero la rabia les daba puntería. Uno por uno, los sicarios de Lorenzo cayeron, hasta que solo quedó el silencio.
Maximiliano estaba de rodillas, cubierto de sangre, con el rostro hacia el cielo sin estrellas. El aire olía a muerte. LA venganza. A algo roto que nunca volvería a ser entero.
—Lo pagarás, Lorenzo —murmuró, con la voz llena de hielo—. Te juro que lo pagarás muy caro; me has declarado la guerra.
Esa noche, en el muelle 17, Maximiliano Salvatore dejó de ser un hombre. Y se convirtió en el monstruo que el mundo temería.
Martín se acercó con cautela. Sus ojos, aunque acostumbrados a la muerte, se humedecieron al ver a su jefe roto, destrozado, abrazando el cuerpo sin vida de su mujer. Con un gesto silencioso, dio la orden a los hombres para que recogieran el cuerpo de don Salvatore. Sabía que esa noche quedaría marcada para siempre en la historia de la familia.
—Tenemos que irnos, Max. Esto no ha terminado, y no podemos quedarnos aquí —dijo, con la voz firme pero cargada de respeto.
Maximiliano no respondió. Solo asintió, apenas un movimiento de cabeza. Se inclinó y levantó el cuerpo de su esposa entre sus brazos. La sostuvo con una delicadeza que contrastaba con el escenario infernal que los rodeaba. Su cabello manchado de sangre, su rostro aún sereno y su vientre... donde ya no quedaba vida.
Caminaron hacia el coche blindado. Cada paso era un tormento. Al subir, Maximiliano se sentó en el asiento trasero con ella aún en sus brazos. La abrazó fuerte, como si con eso pudiera devolverle el aliento, el calor, el alma.
—¿Por qué te traje aquí...? —susurró, su voz rota.
Las lágrimas descendían sin resistencia por su rostro endurecido. Acarició la mejilla de su esposa y apoyó su frente contra la de ella.
—Fue una locura... no lo viste venir... Por favor, despierta...
Un grito le brotó desde el pecho, desgarrador, imposible de contener. Martín, desde el asiento del conductor, lo miró por el retrovisor. Bajó la mirada con dolor. No había palabras para calmar eso. Solo el silencio del camino de regreso a la mansión, donde nada volvería a ser igual.
Esa noche, en el asiento trasero de un coche ensangrentado, Maximiliano Salvatore perdió todo lo que alguna vez amó. Y con ello, nació el verdadero demonio que juró jamás perdonar, jamás olvidar.