




Capítulo 7: Reemplazos, amigas y agujas
Al día siguiente, me desperté con el kit de inyecciones en la mesita de noche. Era un estuche blanco, frío, clínico, con jeringas prellenadas ordenadas como soldados alineados. Debía darme la primera dosis. La luz pálida de la mañana se filtraba por la persiana, iluminando el pequeño objeto que representaba el punto de no retorno.
Me senté en el borde de mi cama, sintiendo el piso frío bajo mis pies, y miré la pequeña jeringa. Era delgada, casi inofensiva, pero para mí, parecía un arma. No por el dolor físico, sino por lo que simbolizaba: la invasión programada de mi cuerpo, la renuncia al control, el primer paso tangible en un camino que era a la vez mi condena y mi única salvación.
El prospecto con las instrucciones estaba sobre el colchón, lleno de palabras técnicas y gráficos impersonales que solo empeoraban mi ansiedad. Intenté una vez. Acercó la aguja a la piel de mi abdomen, tal como me habían indicado. Luego otra. Mi mano temblaba incontrolablemente. No podía hacerlo. El sudor frío me cubría la frente, y la habitación parecía girar levemente. La herida del día anterior, la conversación sobre Lorena, seguía abierta y sangrante. La sensación de ser reemplazable, de no ser más que una función que podía ser optimizada por otra persona, me hacía sentir débil, incapaz.
No iba a llamar a Damián. Jamás. No iba a mostrarle esa debilidad, no después de que él, con total indiferencia, me hubiera contado cómo mi némesis estaba "mejorando" mi trabajo. La sola idea de su voz tranquila y resolutiva al otro lado del teléfono me llenaba de una ira fría.
Marqué el número de Laura con manos temblorosas. Sabía que mi amiga, aunque dramática y escandalosa, nunca fallaba. Era mi ancla en la tormenta.
—¡Val! ¿Qué pasa? ¿Todo bien? —la voz de Laura, aún adormilada, se escuchaba al otro lado, confusa pero instantáneamente alerta.
—Laura, necesito tu ayuda. Ahora. Es una emergencia.
—¿Una emergencia? ¿Estás bien? ¿Qué pasó? —la voz de Laura se volvió aguda de inmediato, su sueño evaporado por completo.
—Necesito que vengas. Te explico cuando llegues.
—Ya voy. No te muevas. Y no llores sin mí —respondió Laura, cortando sin darme tiempo a discutir.
Media hora después, el timbre sonó con la insistencia de un batallón. Laura, con su cabello azul eléctrico revuelto y su clásica campera oversize, irrumpió en el apartamento como un torbellino.
—¿Val? ¿Qué pasó? ¿Estás herida? ¿Se cayó el edificio? ¿Damián apareció sin corbata? —exclamó al entrar, escaneando la escena con sus ojos grandes y expresivos.
Apenas pude sonreír, una sonrisa temblorosa y agotada. Señalé la jeringa en la mesita de noche.
—Es eso. Tengo que inyectarme para el… proceso. Y no puedo. Mi mano no responde.
Laura dejó sus cosas sobre la mesa de la cocina y se acercó, inspeccionó el kit como si fuera un artefacto de ciencia ficción.
—¿Así que esto es? El elixir para crear un mini Sterling. Parece menos glamoroso de lo que imaginaba.
—Es solo una inyección, Lau, pero no...
—No, no es solo una inyección —me interrumpió Laura, su tono volviéndose serio por un instante—. Es el primer paso para que vendas tu útero por nueve meses. Es normal que te sientas abrumada. —Se sentó a mi lado en la cama—. Ah. Las hormonas de la fertilidad. El arte de la concepción moderna. Bueno… te ayudo, pero me vas a deber chismes, drama y quizás una botella de vino.
Con movimientos decididos, Laura leyó las instrucciones, preparó la jeringa con un cuidado inusual en ella, y me habló con una mezcla de ternura y burla.
—Vamos, Val. Solo es un pinchazo para un bebé Sterling. ¡Piensa en los ceros de la cuenta! ¡Piensa en tu libertad! ¡Piensa en no tener que volver a gastar tus ahorros para los desastres de tu hermano!
Resoplé, pero las palabras de mi amiga, crudas y directas, me anclaron. Dejé que Laura me guiara la mano, que me sostuviera con firmeza. Cuando finalmente la aguja perforó la piel, fue un pinchazo mínimo, casi imperceptible. El alivio que sentí fue casi inmediato, una oleada que me relajó los hombros. No era solo por el acto en sí, sino por no haber estado sola en ese momento.
—Gracias, amiga. No sé qué haría sin ti.
—Probablemente estarías embarazada igual, pero con más ataques de ansiedad y el apartamento inundado en lágrimas —bromeó Laura, tirando la jeringa usada en su contenedor especial.
—Y sin desayuno, lo cual sería el verdadero crimen —agregó Sofía, entrando desde la cocina con una bandeja improvisada de café, medialunas y jugo.
La miré con sorpresa.
—¿Sofi? ¿Cuándo llegaste?
—Hace dos minutos. Laura me escribió y me dijo que te estabas desmoronando y que probablemente te habías olvidado de comer. No pude ignorar eso —contestó mi amiga.
—“Desmoronando” es una palabra dramática. Yo dije “pánico moderado con tendencia a catástrofe” —aclaró Laura, alzando las cejas.
Sofía se acomodó en una de las sillas y puso su taza frente a ella. Estaba impecable, como siempre, con su camisa blanca metida en unos jeans de corte clásico y su coleta perfectamente alineada.
—No me ibas a dejar fuera de esto, ¿verdad? —preguntó, mirándome con una mezcla de ternura y reproche—. Si estás creando vida y sufriendo ataques hormonales, al menos deja que te traiga café. Y de paso nos cuentas si el señor del traje de diseñador ya te ofreció matrimonio o sigue en modo androide con emociones reprimidas.
Nos sentamos en la pequeña mesa de la cocina. Tomé una medialuna, el primer bocado de comida real que disfrutaba en días.
—Ni lo uno ni lo otro, pero está… distinto —murmuré, sin levantar la mirada.
—¿Distinto cómo? —preguntó Sofía, mientras revolvía su café sin azúcar—. ¿Del tipo “está cambiando” o del tipo “me estoy enamorando sin querer”?
—Del tipo que no sé si quiero responderte —dije, medio en serio, medio en broma.
—Uy, tiene sentimientos confusos —canturreó Laura—. Espero que “distinto” no signifique que se quitó la corbata y te habló de su infancia, sino que espero que te refieras a que al fin te contó que en realidad es un extraterrestre que necesita un heredero para reclamar su trono galáctico.
Solté una carcajada.
—No, pero me llevó a almorzar y terminamos discutiendo —admití. Mi voz se quebró un poco—. Le pregunté quién me estaba reemplazando en la oficina.
—¿Y? —preguntaron ambas al unísono.
—Puso a Lorena —dije, y el silencio se apoderó de la habitación por un momento—. Y no solo eso. Dijo que había hecho mejoras. Que “deberíamos haberlo hecho antes”.
Laura dejó su taza sobre la mesa con un golpe seco.
—¡No! ¿La víbora con tacones? ¿En tu silla? ¡Imposible! ¿Y él tan tranquilo?
—Así lo dijo —repliqué—. Como si fuera una actualización de software.
—Eso no es solo torpeza —intervino Sofía, su tono era más pausado, pero firme—. Es insensibilidad emocional. Y ni siquiera porque tú y él tengan algo... Esto es una falta de respeto profesional. Tú le has sostenido el mundo durante años, Val.
—Creo que para él son compartimentos estancos —respondí, suspirando—. La empresa por un lado, el “proyecto” por el otro. No ve que yo soy la misma en ambos. O no le importa.
—Pues debería —soltó Laura, indignada—. ¡Le estás gestando un hijo! Lo mínimo es que no te pisotee profesionalmente al mismo tiempo.
—Le respondí como asistente. Formal y fría. Lo llamé “señor Sterling”. Creo que se desconcertó. Intentó arreglarlo. Dijo que esto se siente muy real para él, pero ya era tarde.
Sofía asintió, comprensiva.
—A veces los hombres solo se dan cuenta de lo que pierden cuando ya no tienen acceso a ello. No le des ese acceso tan fácil, Val.
Justo en ese momento, mi teléfono vibró sobre la mesa. Ambas miraron la pantalla. “Damián S.”
“Buenos días. Quería confirmar que el primer paso del tratamiento se ha iniciado según lo programado. Por favor, avísame si has encontrado alguna dificultad o si necesitas algo.”
Laura leyó el mensaje por encima de mi hombro y resopló.
—¿Ves? Un robot. “¿Se ha iniciado el tratamiento?” Como si fueras un lavarropas en ciclo automático. Ni un “¿cómo estás, Valentina?”
—Aunque… —dijo Sofía, inclinándose levemente hacia mí—. Hay algo en ese “avísame si has encontrado alguna dificultad”. Tal vez no sabe cómo decirlo mejor, pero está tratando.
Dudé. Recordé mi mano temblando, el sudor frío, la voz quebrándose. Si se lo hubiera dicho, ¿habría hecho algo? ¿Habría venido?
—Es su forma de preguntar —murmuré, más para mí.
—Es una forma torpe —replicó Laura—. Yo le respondería: “Sí, mi útero y yo estamos en línea de producción. ¿Quieres que te mande el cronograma de ovulación también?”
Sonreí, a pesar de todo. La energía caótica de Laura y la serenidad racional de Sofía eran el equilibrio perfecto. Tomé el teléfono y escribí una respuesta simple y profesional:
“Confirmado. Todo en orden. Sin dificultades.”
—Eres demasiado buena —suspiró Laura—. Yo ya le habría mandado una selfie sosteniendo la jeringa con un cartel que diga “¡Gracias por nada!”.
—No quiero darle más poder del que ya tiene —dije, mientras bebía un sorbo de mi jugo.
—Tampoco te olvides de todo el poder que tienes tú —me recordó Sofía—. Este proyecto no existe sin ti. Y no me refiero solo al embarazo.
Terminamos el desayuno entre ideas absurdas de venganza ideadas por Laura y consejos sensatos ofrecidos por Sofía. La visita de mis amigas me había salvado. No solo del pánico de la inyección, sino de la espiral de aislamiento que amenazaba con tragármela cada vez que estaba sola.
Cuando ambas se fueron, dejando tras de sí un apartamento con olor a café y migas por todas partes, me sentí distinta. El apartamento ya no parecía una jaula. Miré la caja refrigerada. Mañana tendría que hacerlo de nuevo, pero ahora sabía que podía. Y también sabía que, aunque este camino fuera solitario, no estaba completamente sola. Tenía a Laura y a Sofía. Y tenía una razón muy poderosa para seguir adelante: la promesa de un futuro donde nadie, ni mi familia ni un magnate con problemas de comunicación, pudiera dictar los términos de mi vida.