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Capítulo 6: Almuerzo con mal sabor

El restaurante elegido por Damián estaba a solo unas cuadras de la clínica, escondido en una calle lateral, discreto por fuera y cálido por dentro. Las paredes eran de ladrillo a la vista, decoradas con ilustraciones botánicas enmarcadas y luces tenues que colgaban sobre las mesas de madera clara, creando pequeñas islas de intimidad. El aire olía a pan recién horneado y a hierbas frescas, un contraste abrumador con el olor a desinfectante y ansiedad de la clínica. Una camarera nos condujo a una mesa tranquila junto al ventanal, alejada del resto de los comensales.

—Pensé que te vendría bien algo más... humano, después de la clínica —explicó Damián, mientras la camarera nos dejaba dos vasos de agua y pedía para mí un jugo de naranja recién exprimido, sin siquiera preguntarme.

Levanté una ceja, una mezcla de diversión y sorpresa por su previsión.

—No sabía que tenías "humano" en tu vocabulario operativo. ¿Esto es tu versión de ser relajado?

—Es mi versión de cuidar que no te desmayes en el ascensor después de una extracción de sangre —contestó él, con una lógica impecable que, por alguna razón, me hizo sonreír.

Pedimos una ensalada tibia de quinoa con vegetales asados y pollo grillado para mí, y un plato similar para él. Mientras comía, sentí que la tensión acumulada durante toda la mañana comenzaba a disiparse, nudo a nudo. La comida era deliciosa, y el silencio entre nosotros ya no era el silencio tenso de la sala de espera o el silencio profesional de la oficina, sino algo cómodo, casi compañero.

—¿Te sientes mejor? —preguntó Damián, observándome con una atención que ya no me hacía sentir como un espécimen bajo el microscopio.

—Sí, bastante —respondí, dejando el tenedor por un momento—. Tenía más hambre de lo que pensaba. Esto está delicioso.

—No subestimes el poder del equilibrio nutricional —dijo él, muy serio, aunque una pequeña sonrisa asomaba en la comisura de sus labios.

—Ya vas a empezar con la ciencia —me quejé, permitiéndome una familiaridad que me sorprendió a mí misma—. ¿No puedes solo decir “me alegra que comas bien”?

Damián me observó durante unos segundos, como si estuviera procesando una solicitud inusual. Por un instante, pensé que me ignoraría, pero entonces él asintió lentamente.

—Me alegra que comas bien, Valentina.

Su tono era llano, pero las palabras estaban ahí. Sonreí, genuinamente, y desvié la mirada hacia la calle. No estaba acostumbrada a esta versión de él. Tampoco sabía qué hacer con la forma en que él me miraba, como si fuera una pieza importante en un tablero que, por primera vez, no podía controlar del todo.

La comida y la conversación ligera me relajaron lo suficiente como para que mi mente volviera a mi otro mundo, el de la oficina, un territorio que, hasta hacía poco, había sido mío.

—¿Y cómo van las cosas por allá? —pregunté casualmente, en un intento de volver a terreno conocido—. ¿Quién está... bueno, cubriéndome?

Damián tragó un sorbo de agua, con su expresión completamente neutra, como si estuviera a punto de dar un informe de mercado.

—Lorena se está haciendo cargo de tus funciones.

Mi tenedor se detuvo a medio camino de mi boca. El calor del restaurante pareció desvanecerse, reemplazado por un frío helado que me recorrió las venas. Lorena. De todas las personas. Lorena era una colega del departamento de finanzas, una mujer cuya ambición era tan afilada como sus tacones de aguja. Siempre había sentido una corriente subterránea de envidia y competencia por parte de ella, pequeños sabotajes disimulados, rumores plantados con malicia, comentarios pasivo-agresivos en reuniones de equipo. Yo siempre los había ignorado con un profesionalismo imperturbable, pero nunca los había olvidado.

—Se ha adaptado muy bien —continuó Damián, completamente ajeno al cataclismo que acababa de desatar en mi mente—. Es muy resolutiva. De hecho, ha implementado un par de sistemas nuevos de organización de archivos que parecen prometedores. Deberíamos haberlo hecho antes.

Cada palabra fue una pequeña cuchillada, precisa y profunda. No solo me había reemplazado con mi némesis, sino que la estaba elogiando por "mejorar" mi trabajo. Deberíamos haberlo hecho antes. La frase rebotó en mi cráneo con una crueldad involuntaria. De repente, ya no era indispensable. Era reemplazable. Y, según él, mi reemplazo era una mejora. La comida, que momentos antes me parecía deliciosa, se me hizo cenizas en la boca, un bulto amargo y difícil de tragar.

—Lorena —repetí, mi voz cuidadosamente desprovista de emoción, una proeza de autocontrol—. Vaya. No la tenía como la primera opción para un puesto que requiere... discreción.

Damián me miró, por fin notando un cambio en mi tono, una rigidez en mi postura.

—¿Por qué no? Sus métricas de rendimiento son excelentes. Es eficiente.

—Las métricas no lo son todo, señor Sterling —respondí, y el uso del "señor Sterling" fue deliberado, una muralla de formalidad levantada instantáneamente entre nosotros. Salió de mi boca con un filo gélido—. Hay cosas, como la lealtad o la integridad, que no aparecen en una hoja de cálculo, pero supongo que eso ya no importa.

La atmósfera cómoda se evaporó como si nunca hubiera existido. El silencio que cayó sobre la mesa era ahora denso y cargado de una tensión que casi se podía tocar. Damián dejó los cubiertos a un lado, entrelazando los dedos sobre el mantel blanco, su rostro una máscara de genuina confusión. No entendía. Para él, era simple: un problema de personal resuelto con la candidata más eficiente. No había emoción, solo lógica.

—Es la primera vez que comparto esto con alguien —dijo él de repente, cambiando de tema en un intento torpe y transparente de recuperar la conexión perdida, de volver a un terreno que creía más seguro—. El proceso. El proyecto, pero no se siente como un proyecto. Se siente como algo vivo y real.

Su confesión, que antes del cataclismo podría haberme conmovido, ahora sonaba hueca y egoísta. Él hablaba de que se sentía "real", mientras yo acababa de ser reducida a una función reemplazable en mi otra vida, mi identidad profesional borrada y reescrita por otra.

—Para mí también es nuevo, Damián —respondí, mi voz plana, cada palabra medida—. Aunque, honestamente, a veces se siente más tuyo que mío.

Él me observó con atención, claramente desconcertado por mi frialdad.

—No quiero que sientas eso. Estoy haciendo lo posible para que tengas comodidad, apoyo…

—Lo sé. El chofer, el restaurante, las inyecciones... —enumeré, mi tono monótono, casi robótico—. Todo es muy eficiente. No lo digo como reproche. Solo… todavía estoy acostumbrándome a mi nuevo rol. A todos ellos.

No pedimos postre. La idea era insoportable. El trayecto de vuelta a casa fue silencioso, pero era un silencio distinto, uno pesado con las palabras no dichas y los sentimientos heridos. Cuando Gabriel detuvo el auto frente a mi edificio, Damián se giró hacia mí, su rostro todavía marcado por la confusión.

—Si mañana necesitas algo… cualquier cosa. Sabes que puedes llamarme, ¿verdad?

—Sí. Estaré bien —respondí, sin mirarlo, mi vista fija en la puerta de mi edificio.

Esa noche, no logré conciliar el sueño. La imagen de Lorena sentada en mi escritorio, en mi silla, reorganizando mi vida, se repetía en mi mente como una película de terror. La sensación de ser reemplazada era más aguda que cualquier aguja, un dolor sordo que se alojaba profundo en mi pecho. El dinero, el fin de todo esto, se sentía más lejano y a la vez más desesperadamente necesario que nunca. Me di cuenta de que Damián no era cruel; era algo peor: era ajeno. Ajeno a las complejidades de las emociones humanas que no podían ser cuantificadas en una hoja de cálculo. Y esa ceguera lo hacía, a su manera, mucho más peligroso.

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