




Capítulo 5: Lujo con sabor a control
La mañana siguiente, el mensaje de Damián llegó a las 7:30 AM, justo cuando yo estaba entreabriendo los ojos, aún envuelta en la calidez de las sábanas y el limbo entre el sueño y la vigilia. El zumbido del teléfono en la mesita de noche fue una intrusión suave, pero insistente.
"Buenos días, Valentina. La doctora Mora quiere una consulta detallada hoy a las 11 hs para planificar la siguiente fase. Te recogerán a las 10:30. Recuerda no desayunar. Necesitan hacerte una extracción de sangre en ayunas. D.S."
Parpadeé un par de veces, enfocando las letras en la pantalla luminosa. Resoplé suavemente. El mensaje me pareció tan formal y eficiente como siempre, pero la orden final, "recuerda no desayunar", captó mi atención. Era una declaración de que mi logística y hasta mi alimentación ya no me pertenecían.
A las 10:25 A.M., bajé las escaleras de mi edificio con mi bolso al hombro. Había elegido mi atuendo con cuidado: un pantalón de vestir oscuro, un suéter de lana suave color crema y un abrigo gris. Quería sentirme sólida, profesional, como si todavía tuviera el control. Frente al edificio, un auto negro, discreto, pero evidentemente de alta gama, me esperaba con el motor en marcha, una presencia silenciosa y pulcra en la bulliciosa calle. Un hombre joven, de unos treinta años, con barba prolija y un traje oscuro impecable, se bajó del vehículo en cuanto me vio.
—¿Señorita Valentina Valle? —preguntó con voz amable pero profesional.
—Sí… ¿usted es…?
—Soy Gabriel, chofer personal asignado por el señor Sterling. Estaré a su disposición durante todo el tratamiento, para traslados clínicos y cualquier necesidad autorizada por él. Un gusto conocerla —se presentó él, su discurso tan pulcro como su apariencia.
Lo miré con una mezcla de sorpresa y resignación. Así que ese era el famoso chofer. Era real.
—¿Esto viene con aire acondicionado y silencio garantizado? —cuestioné en tono de broma, una forma de tantear el terreno, de ver si esta nueva jaula dorada tenía barrotes de hierro o de terciopelo.
Gabriel sonrió, una sonrisa genuina que le llegó a los ojos, y me abrió la puerta trasera del vehículo.
—Y con cargador para celular, agua fría y Spotify premium. El señor Sterling pidió discreción y comodidad absoluta para usted.
—Por supuesto que lo hizo —murmuré, subiendo al auto y acomodándome en el asiento de cuero que me recibió como un abrazo—. Gracias, Gabriel.
El interior del vehículo era silencioso, climatizado, y olía vagamente a menta y cuero nuevo. El trayecto fue sorprendentemente fluido, sin frenadas bruscas, sin bocinazos, sin niños llorando. En el asiento, había una pequeña botella de agua, un paquete cerrado de pañuelos, y una nota impresa en papel elegante:
“Si en algún momento desea modificar la música, temperatura o tipo de bebida, no dude en indicarlo. Gabriel está autorizado a asistirla en todo lo necesario. D.S.”
Leí la nota y la dejé de lado con una ceja alzada.
«Este hombre…»
Cuando llegamos a la clínica, yo ya me había acostumbrado a ese lujo silencioso, y me inquietó lo fácil que había sido.
Al bajar, reconocí de inmediato la figura de Damián esperándome en la entrada, como un centinela. Como siempre, impecable, con esa actitud de “propietario del universo”. No llevaba café ni té, probablemente consciente de mi ayuno.
—¿Dormiste bien? —preguntó él apenas se acercó, sus ojos escrutándome con una intensidad que me hacía sentir transparente.
—Sí, gracias. Y debo admitir que tu regalo de transporte silencioso fue... eficaz —respondí.
—No quiero que el estrés del tráfico o cualquier otra molestia externa afecte el tratamiento —dijo con naturalidad, como si fuera la cosa más lógica del mundo.
—¿Y también le pediste a Gabriel que tenga agua fría, cargador y Spotify? —inquirí.
Damián sonrió, una sonrisa ladeada, genuina y un poco pícara.
—No todos los héroes usan capa. A veces, solo firman cheques.
Lo miré de reojo, divertida.
—Bueno, al menos no fue un helicóptero.
—Estaba en la lista de opciones —replicó él, completamente serio, lo que me hizo soltar una risa breve mientras entrábamos a la clínica y nos sentábamos en la sala de espera—. ¿Cómo te sientes hoy, Valentina? ¿El ayuno te afecta? —preguntó con voz suave y ojos observadores, notando el ligero cansancio en mi rostro y la sombra apenas perceptible bajo mis ojos.
—Estoy bien, Damián. Aunque el aroma de café de la sala de espera me está… mareando un poco.
Él frunció el ceño de inmediato. El instinto de solucionar problemas se apoderó de él. En lugar de ofrecer algo que yo no podía consumir, su reacción fue práctica. Se inclinó ligeramente hacia mí.
—Respira hondo. Concéntrate en otra cosa. ¿Quieres que pidamos que nos pasen a una sala privada mientras esperamos? Puedo hacerlo.
Me sorprendió por la oferta. Sacudí la cabeza.
—No, no hace falta. Estoy bien, de verdad. Solo es la combinación del hambre y el olor.
—De acuerdo —dijo él, aunque su mirada no dejó de monitorearme, una vigilancia silenciosa que era a la vez irritante y extrañamente reconfortante—. Intenta no pensar en ello. Hablaremos de otra cosa.
Justo entonces, la puerta lateral se abrió y una enfermera asomó la cabeza.
—Señor Sterling, señorita Valle. La doctora Mora puede verlos ahora.
Damián se levantó de inmediato y, sin pensarlo, me ofreció una mano para ayudarme a incorporarme. Dudé un segundo, mi instinto de independencia luchando contra la simpleza del gesto. Finalmente, la acepté. El contacto fue breve y firme, pero su mano era cálida y envolvió la mía con una seguridad que me recorrió por completo.
En la consulta, la doctora Mora nos recibió con una sonrisa profesional. No había carpetas de resultados sobre la mesa aún.
—Buenos días a ambos. Por favor, tomen asiento. Valentina, antes de proceder con la extracción, necesito hacerte algunas preguntas para establecer una línea de base precisa para este ciclo.
Asentí, preparándome.
—Necesito saber, ¿cuándo fue el primer día de tu última menstruación? —preguntó la doctora, su tono era clínico y directo.
La pregunta, aunque simple, cayó como una piedra en mi estómago. Sentí un calor repentino subirme por el cuello. Era una pregunta íntima, biológica, y la presencia de Damián a mi lado la convertía en algo público, en un dato más de mi expediente. Él estaba allí sentado, escuchando con la misma atención que prestaba a un informe financiero, y eso me hizo sentir expuesta, como si mi propio cuerpo fuera un activo bajo escrutinio.
—Fue… —carraspeé, mi voz salió en un susurro—. Empezó hace seis días. Terminó anteayer.
—Perfecto —dijo la doctora Mora, anotando en su ficha sin notar mi incomodidad—. Estamos en el momento ideal para empezar a evaluar. Vamos a hacer una ecografía transvaginal para revisar el estado del útero y los ovarios. Es el método más preciso para obtener las imágenes detalladas que necesitamos, ¿de acuerdo?
Solo pude asentir, sintiendo cómo me encogía por dentro. La doctora me guio hacia una camilla detrás de un biombo. Mientras me preparaba, podía escuchar la voz grave de Damián haciendo una pregunta técnica a la doctora. Estaba en todas partes. Al volver, la doctora realizó el procedimiento. En la pantalla, imágenes en blanco y negro que yo no comprendía se movían, mientras la doctora señalaba formas y medía grosores. Damián se había acercado y miraba la pantalla con una concentración absoluta, su rostro indescifrable. Para mí era una invasión, para él, parecía ser la supervisión de la fase inicial de su proyecto más importante.
—Todo se ve excelente —anunció la doctora Mora finalmente, con una expresión de satisfacción—. El endometrio está preparándose muy bien. Los folículos están en la fase correcta. Ahora sí, procederemos con la extracción de sangre para tener un perfil hormonal completo. Luego, podemos hablar de lo que sigue.
Una enfermera entró y, con eficiencia, me extrajo sangre del brazo. Damián no apartó la vista de mí en ningún momento, su mirada una extraña mezcla de preocupación y análisis.
Una vez que la enfermera se fue, la doctora Mora continuó.
—Con estos resultados y la evaluación de hoy, podremos confirmar si los niveles hormonales son los ideales, pero las condiciones uterinas son óptimas para empezar, esto es una excelente noticia. Ahora, debemos empezar con la fase de preparación del ciclo, que implicará algunas inyecciones diarias para estimular la ovulación y asegurar el momento adecuado para la concepción.
Sentí un escalofrío al escuchar la palabra "inyecciones". La idea de las agujas, por pequeña que fuera, me provocaba una aversión instintiva, un miedo irracional que me transportaba a mi niñez.
Damián, al notar mi leve encogimiento y la forma en que mi rostro perdió un ápice de color, interrumpió a la doctora Mora con su habitual autoridad, pero esta vez teñida de una preocupación tangible.
—¿Hay alguna forma de hacer el proceso menos… invasivo, Doctora? Valentina necesita estar lo más cómoda y tranquila posible.
La doctora Mora sonrió, acostumbrada a la naturaleza protectora de sus clientes más adinerados.
—Las inyecciones son estándar, Damián. Son subcutáneas, muy pequeñas. Se pueden autoadministrar. Para comodidad de Valentina, podemos darle instrucciones detalladas y todo el material para que lo haga en casa. O, si le parece mejor, puede venir diariamente y se la aplicará una enfermera.
—Preferiría hacerlo yo —dije de inmediato, intentando sonar convencida, recuperando un fragmento de control sobre mi propio cuerpo. La idea de tener que ir y venir todos los días era peor que enfrentar mi miedo a las agujas.
Damián asintió, su mirada fija en mí, evaluando mi determinación.
—Bien. Asegúrese de que reciba todas las instrucciones y el apoyo necesario. Si tiene la más mínima duda, vendrá aquí. ¿Entendido, Valentina?
Simplemente asentí, agradecida y a la vez irritada por esa necesidad de él de dirigirlo todo. Al salir del consultorio, con una caja refrigerada que contenía las jeringas y los viales, me sentía abrumada. El mundo parecía un poco más lejano, sus sonidos más apagados.
Damián caminaba a mi lado en silencio. No me apuró. Cuando llegamos al auto, Gabriel ya nos tenía la puerta abierta. Una vez dentro, Damián no le dijo al chofer que me llevara a casa. En cambio, le dio la dirección de un pequeño y elegante restaurante que él conocía.
—No vas a ir a tu apartamento a encerrarte con esa caja y tus pensamientos —dijo él, su tono era firme, innegociable, pero sin rastro de autoritarismo. Era una declaración de hechos—. Vamos a almorzar. Necesitas comer algo substancial después del ayuno. Y luego, si aún quieres, te llevaré a casa.
Y yo, por segunda vez en un día, no tuve fuerzas para discutir. Me limité a asentir, mirando por la ventanilla cómo la ciudad se deslizaba a mi lado, sintiéndome como una pieza en un tablero de ajedrez muy complejo, movida por una mano experta cuyo juego apenas comenzaba a comprender.