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Capítulo 4: Primera cita médica

La segunda mañana de mi licencia, me desperté en mi pequeño apartamento con una inusual y punzante sensación de vacío. La ausencia del ajetreo habitual del trabajo —el aroma del café recién hecho para Damián, la revisión minuciosa de la agenda, las llamadas urgentes que ordenaban mi día— me desorientaba por completo. Mi identidad de la eficiencia y la indispensabilidad, parecía haberse disuelto. Ahora, ¿quién era yo? El silencio de mi hogar, que antes solía ser un refugio bienvenido contra el caos del mundo exterior, ahora era un lienzo en blanco que magnificaba mi ansiedad, un eco que me devolvía mis propios miedos. Intenté concentrarme en la pila de documentos legales del acuerdo, marcados con notas adhesivas de colores, pero las cláusulas se desdibujaban ante mis ojos. Mi mente vagaba, atrapada en el recuerdo de las palabras de Damián y en las abrumadoras implicaciones de mi compromiso.

A las ocho en punto, mi celular vibró sobre la mesa de centro con un zumbido que me sobresaltó. Era un mensaje de un número desconocido, aunque no tuve dudas de quién era el remitente.

“Buenos días, Valentina. Este es mi número particular. Espero que tu mañana libre sea reparadora. La doctora Mora me ha informado de tu cita para informarte sobre los procesos, a las 11:30 hs. Estaré allí. D.S.”

Fruncí el ceño, releyendo el mensaje. La familiar mezcla de desconcierto y una leve irritación volvió a recorrerla. La eficiencia de las iniciales, contrastando con la casi personal frase “espero que tu mañana sea reparadora”. Y luego, la afirmación: “Estaré allí”. No era una pregunta, era una declaración. ¿Por qué tenía que estar presente? Yo era una mujer adulta, perfectamente capaz de ir sola a una consulta médica. Incluso sin saberlo, Damián parecía ejercer un control sutil y persistente en cada rincón de mi vida, incluso en aquellos donde él, teóricamente, no tenía por qué estar. ¿O acaso el contrato estipulaba que él era ahora el supervisor de cada uno de mis movimientos?

Desayuné sola, de pie en la cocina, con una taza de té que se enfriaba demasiado rápido y una tostada con queso untable que apenas probé. El nudo en mi estómago no dejaba espacio para más. Luego me tomé mi tiempo para arreglarme, un ritual mecánico para anclarme a la realidad. Elegí una blusa suelta de algodón color naranja y unos jeans oscuros. Nada formal. Nada que recordara al pulcro y estructurado uniforme de mi vida diaria. Quería sentirme como yo misma, aunque no estuviera muy segura de quién era esa persona en ese momento.

Bajé las escaleras de mi edificio y caminé hasta la parada de autobús. El aire de la mañana era húmedo y denso, cargado con el olor del asfalto recalentado. El trayecto fue una prueba de resistencia: frenadas bruscas que me hacían aferrarme al pasamanos, un conductor impaciente que tocaba la bocina sin cesar, una adolescente a mi lado masticando chicle con un ruido ensordecedor y una anciana que no dejaba de quejarse en voz alta por el calor. Cada pequeño detalle parecía diseñado para crispar mis nervios. Cuando finalmente bajé del colectivo frente a la imponente fachada de la clínica, yo ya estaba ligeramente mareada y con un incipiente dolor de cabeza.

Al empujar las pesadas puertas de cristal, lo vi enseguida.

Damián ya me esperaba, sentado en uno de los sillones de cuero de la sala de espera. Era una isla de calma y orden en medio del discreto ajetreo del lugar. Llevaba un traje gris oscuro, elegante e impecable, y sostenía un iPad sobre sus piernas. Su postura era perfecta, erguida, pero relajada. El sutil aroma a sándalo y algo cítrico, su loción personal, flotaba a su alrededor, creando una burbuja invisible. Levantó la vista en cuanto entré, como si un radar interno le hubiera alertado de mi presencia, y me dedicó una sonrisa leve. No era la sonrisa corporativa, calculada, que yo conocía. Esta era casi personal.

—Valentina —saludó, su voz grave y suave llenó el espacio entre nosotros—. ¿Dormiste bien? ¿Te resultó extraño no tener que madrugar para preparar mi café?

Me detuve frente a él, bajando el bolso del hombro con un suspiro apenas audible que esperaba que él no notara.

—Sí, señor Sterling, dormí… dormí bien, gracias. Y no, no fue tan extraño. Siempre se agradece una mañana sin prisas. Aunque confieso que el café de la oficina no es lo mismo que el mío.

—No lo dudo —respondió él, y la comisura de sus labios se curvó en un gesto casi divertido—. Nada lo es.

Miré mi reloj y fruncí los labios, la puntualidad era un hábito arraigado.

—Perdón por llegar cinco minutos tarde. Había mucho tráfico y el autobús no podía pasar.

Él arqueó una ceja, una genuina sorpresa cruzando su rostro.

—¿Viniste en transporte público?

—No todos tenemos autos con chofer y asientos calefaccionados, señor Sterling —respondí con una sonrisa forzada—. Pero sobreviví. Gracias por preguntar.

La reacción de Damián fue inmediata y drástica. Su expresión se volvió seria, la diversión desapareció como si nunca hubiera existido, y la reemplazó una máscara de intensa concentración, como si acabara de escuchar que yo había atravesado un campo minado.

—A partir de mañana tendrás un chofer asignado para los traslados clínicos y cualquier asunto relacionado al tratamiento. No quiero que llegues estresada o incómoda a estas citas. Esto es importante, Valentina.

Lo observé con cautela. El tono no era autoritario en el sentido tradicional, sino protector de una manera fría y pragmática. Era una orden disfrazada de sugerencia, una solución a un problema logístico que él no estaba dispuesto a tolerar.

—¿También me asignará guardaespaldas? —repliqué en voz baja, usando la ironía como escudo.

Él me miró sin inmutarse, tomándose la pregunta con una seriedad literal que me desarmó.

—Si eso fuera necesario para garantizar tu bienestar y el éxito del proceso, sí, lo haría, pero de momento, solo el chofer será suficiente.

—Por supuesto —asentí, más por cansancio que por convencimiento—. Todo es cuestión de eficiencia, ¿verdad? Incluso para los análisis de sangre.

Damián ladeó levemente la cabeza, sus ojos fijos en mí. Algo en su expresión se suavizó, perdiendo su rigidez.

—No solo por eficiencia —dijo, su voz más baja, más íntima—. Por cuidado. Quiero que todo salga bien.

Mientras esperábamos nuestro turno, él guardó el iPad en su maletín de cuero. Se inclinó hacia mí con los codos sobre las rodillas, sin romper la distancia prudente, pero con un interés claro en su rostro. La dinámica había cambiado. Ya no era mi jefe esperando a una empleada; era algo distinto, algo que no tenía nombre.

—¿Tienes planes para el resto del día? —me preguntó, como si hablarme de esa manera fuera lo más normal del mundo.

Lo miré, de nuevo sorprendida. Era la primera vez que me hacía una pregunta tan personal sin un contexto laboral.

—Volver a casa, quizás aproveche para descansar y ordenar un poco. Terminar de entender esto —dije, señalando los papeles del acuerdo que asomaban de mi bolso.

—¿Has comido algo? ¿Estás bien? Te noto pálida.

—Estoy bien. Solo... un poco mareada por el viaje —confesé, sintiéndome extrañamente vulnerable bajo su escrutinio.

—Lo he notado —murmuró él como para sí, y justo en ese momento, la puerta del consultorio se abrió.

La doctora Mora apareció, vestida con su habitual ambo color lavanda, que contrastaba con su expresión seria.

—Señor Sterling, señorita Valle —los llamó con tono profesional, aunque cálido—. Pasen, por favor.

Dentro del consultorio, el aire olía a desinfectante y a té de manzanilla. La doctora hojeó su carpeta con calma y dirigió su primera mirada a Damián, como si ya estuviera acostumbrada a su presencia en lo que debería haber sido una consulta privada para mí.

—Es crucial que Valentina esté en óptimas condiciones para esto, Damián —dijo con naturalidad, reforzando la idea de que él era el director del proyecto—. Cada paso se hará con la máxima cautela y supervisión. La fase de evaluación es fundamental para asegurar la viabilidad y salud de la concepción.

Él asintió con gravedad.

—Confío plenamente en su criterio, doctora.

La doctora Mora sonrió, luego se dirigió a mí con un tono más amable, como el que se usaría con una niña a la que se le explican las reglas de un juego complicado.

—Lee esto, Valentina. Te aclarará muchas dudas —me entregó un libro grueso, de tapa dura, con un título intimidante: “Guía del Proceso Gestacional y Protocolos Preliminares”. Estaba lleno de gráficas, tablas y explicaciones médicas complejas.

Lo sostuve en mi regazo. Se sentía pesado, como si cargara un bloque de concreto. El peso del manual era físico y metafórico.

—Gracias... creo.

La cita duró apenas veinte minutos más, durante los cuales la doctora explicó una serie de procedimientos y análisis futuros con una jerga médica que apenas lograba seguir. Al salir, me sentía abrumada. La cabeza me daba vueltas. El peso del manual y el peso invisible del compromiso me hacían caminar más lento, como si me moviera bajo el agua.

—¿Todo bien, Valentina? —me preguntó Damián al notarme algo perdida.

Asentí sin fuerza, incapaz de mirarlo a los ojos.

—Sí, señor Sterling. Todo en orden. Solo... es mucha información.

Damián me observó en silencio por un momento. Algo en su mirada era menos calculador. Más humano. Se acercó un paso. —Déjame llevarte a casa —se ofreció.

—No hace falta. Puedo tomar...

—No —me interrumpió, sin brusquedad, pero con una firmeza innegociable—. Por hoy, déjame llevarte. No voy a discutir esto.

Dudé unos segundos, una última chispa de independencia luchando contra un agotamiento abrumador. Finalmente, bajé la mirada hacia el pesado libro en mis manos y cedí.

—Está bien.

Caminamos en silencio hasta el auto negro que lo esperaba en la puerta. Él me abrió la puerta del pasajero con una cortesía casi incómoda, un gesto que parecía fuera de lugar, como si intentara no cruzar líneas, pero no supiera ya dónde estaban trazadas.

Me acomodé en el asiento de cuero, hundiéndome en él. Era un mundo de diferencia con el asiento de plástico del autobús. Cerré los ojos un momento, aspirando el aroma a nuevo y a la sutil loción de Damián.

El motor encendió con un ronroneo casi imperceptible. Afuera, el cielo estaba encapotado, amenazando con lluvia. Adentro, en ese capullo de cuero y silencio, el aire era tibio y la ciudad se movía tras el cristal sin poder tocarla.

Sentía que la línea entre lo profesional y lo personal se había desdibujado por completo, y yo no estaba segura de poder encontrar mi camino de regreso. La soledad, la profunda y silenciosa soledad de llevar un secreto de esta magnitud, comenzaba a asentarse sobre mí como un velo. Y sabía que este era solo el principio.

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