




Capítulo 3: El Contrato y las Sombras
El café de Damián Sterling esa mañana, un americano doble sin azúcar, lo serví con una precisión casi robótica. Lo coloqué sobre su escritorio, y el vapor ascendió en espirales silenciosas. Mi mano no temblaba. Mi rostro era una máscara de la profesionalidad que tanto valoraba mi jefe, pero por dentro, una tempestad rugía. Había repasado cada palabra, cada escenario posible, durante horas bajo la manta de un insomnio opresivo.
—Señor Sterling —mi voz, aunque controlada, sonó un poco más tensa de lo habitual, con una ligera aspereza que solo yo notaría—. He considerado su propuesta.
Damián, que estaba revisando unos gráficos en su pantalla, levantó la vista. Sus ojos azules, tan intensos, se fijaron en los míos con una expectación que rara vez mostraba. No había presión en su mirada, solo una profunda anticipación.
—¿Y bien, Valentina? —cuestionó, casi en un susurro. La oficina, por primera vez, parecía contener la respiración conmigo.
—Acepto —solté, las palabras salieron tan rápidas de mi boca que me sorprendieron. Una vez dichas, un peso se me quitó de los hombros, solo para ser reemplazado por otro, más intangible y pesado.
Una leve, casi imperceptible, exhalación escapó de los labios de Damián. La tensión en sus hombros se relajó. Por un momento fugaz, una expresión de alivio puro, casi alegría, cruzó su rostro normalmente impasible. Era una visión rara, un atisbo de la humanidad detrás del magnate.
—Gracias, Valentina —dijo Damián, profundizando la voz, resonando con una gratitud que yo no había esperado. Se levantó de su silla, acercándose a mí. Mi corazón se aceleró. Él no extendió una mano para estrecharla, ni intentó una palmadita en el hombro. Simplemente me miró, con los ojos llenos de una intensidad que me dejó sin aliento—. No te arrepentirás de esto.
Asentí, incapaz de articular una respuesta. No sabía si me arrepentiría o no, solo sabía que había tomado una decisión, una que prometía alterar el rumbo de mi vida de forma irreversible.
—Mis abogados se pondrán en contacto contigo hoy mismo —continuó Damián, volviendo a su papel de jefe, aunque con un tono inusualmente considerado—. Te enviarán una propuesta de contrato. Por favor, revísala con tu propio abogado. Y, a partir de mañana, quiero que te tomes dos semanas libres para someterte a los exámenes médicos iniciales y familiarizarte con el proceso. Todos los gastos, por supuesto, correrán por mi cuenta.
El pragmatismo de Damián era, en cierto modo, un alivio. Me ofrecía un marco, un camino a seguir, en medio de la vorágine emocional. Sin embargo, la mención de "tu propio abogado" me golpeó. Yo no tenía un "propio abogado". Siempre había confiado en Sofía, pero ella era mi amiga, no mi abogada personal para un asunto de esta magnitud y delicadeza. Además, Damián había enfatizado la confidencialidad. ¿Cómo podría explicarle a un abogado desconocido los detalles de este acuerdo sin revelar la identidad del "padre intencional"?
Por la tarde, un voluminoso paquete llegó a mi escritorio. Era de los abogados de Sterling Dynamics: Sterling & Hayes. El contrato de subrogación era un tomo legal, denso y lleno de cláusulas. La compensación era, de hecho, más que generosa; era una cantidad que cambiaría mi vida por completo. Cubriría todas mis deudas, la hipoteca de mi madre, y me dejaría un colchón financiero con el que nunca había soñado, pero las cláusulas sobre la "entrega de la custodia", la "no injerencia" y las "expectativas post-parto" eran frías y clínicas, desprovistas de cualquier calidez humana, como si estuvieran hablando de una transacción de bienes, no de una vida.
Llevé el contrato a mi apartamento esa noche, el peso del documento se sentía pesado en mis manos, casi como el peso de la responsabilidad que estaba a punto de asumir. Me senté en mi sillón desvencijado, con la pila de ropa doblada a un lado, y traté de concentrarme. Las palabras legales bailaban ante mis ojos, pero lo que realmente veía eran las cifras que prometían libertad.
Decidí llamar a Sofía, a pesar de mis reservas. No podía pedirle a mi amiga que actuara como mi abogada, pero sí podía pedirle consejo sobre cómo encontrar un abogado especializado en derecho reproductivo, alguien que entendiera las complejidades emocionales y legales de la subrogación.
—¿Has tomado una decisión? —Sofía preguntó apenas respondí la llamada.
—Sí —dije, mi voz apenas un susurro—. Voy a hacerlo.
Hubo un suspiro al otro lado de la línea.
—Val, ¿estás segura? Esto es enorme.
—Necesito hacerlo, Sofía. Sabes mi situación. Es la única forma de salir de esto. Y él… parece que realmente lo necesita.
—Entiendo lo del dinero, Val. De verdad, pero te lo advierto, esto será un camino largo y no solo físicamente. Emocionalmente, esto te va a exigir más de lo que puedes imaginar. ¿Y la confidencialidad? ¿Cómo vas a manejar eso?
—Ese es mi principal problema —confesé—. Necesito un abogado de verdad, no a ti metida en esto como amiga. Y tiene que ser alguien que entienda el pacto de confidencialidad.
Sofía guardó silencio por un momento.
—Tengo un contacto. Un abogado excelente, especializado en derecho familiar y reproductivo. Muy discreto, de verdad. Se llama Elías Benítez. Es el mejor de la ciudad para estos casos. Te enviaré sus datos. Dile que vas de mi parte.
Al día siguiente, con los datos del doctor Benítez en mano y ya en mi primer día de licencia, me dirigí a la oficina del abogado.
El despacho del doctor Benítez era sobrio y elegante, a años luz del desorden de mi apartamento. Elías Benítez, un hombre de mediana edad con un aire paternal y una expresión seria, me recibió. Le entregué el contrato, mis manos ligeramente sudorosas delataban mi nerviosismo.
El abogado leyó el documento con una concentración palpable. Su ceño se fruncía ocasionalmente, y tomaba notas meticulosas. Yo me sentía vulnerable, expuesta, mientras un extraño examinaba los términos de un acuerdo que prometía redefinir mi vida.
—Es un contrato sólido, señorita Valle —dijo el doctor Benítez finalmente, apoyando el papel sobre el escritorio—. Muy bien redactado por la parte de Sterling. La compensación es, como usted mencionó, excepcional. Todas las cláusulas de salud, seguro y apoyo psicológico están bien cubiertas. Sin embargo, hay algunos puntos que me gustaría discutir para asegurar que sus intereses estén completamente protegidos.
Durante la siguiente hora, el doctor Benítez explicó las implicaciones legales, las salvaguardias necesarias, y los posibles escollos emocionales. Habló de la importancia de la terapia psicológica durante y después del embarazo, del riesgo de desarrollar un vínculo con el bebé, de la irrevocabilidad del contrato una vez que se firma. Yo escuché, asintiendo, pero la avalancha de información era abrumadora. Era la parte teórica y legal del proceso, despojada de cualquier emoción. Era el paso necesario, el puente entre mi deseo de libertad financiera y la realidad de llevar una vida.
—¿Tiene alguna duda concreta? —preguntó Benítez, cruzando los brazos sobre el escritorio.
Dudé. Había muchas, pero todas eran abstractas. Ninguna podía resolverse con una respuesta concreta. Finalmente negué con la cabeza.
—No. Al menos no legales —contesté.
El abogado asintió. Me pasó una carpeta ordenada con las copias del contrato, marcadas con anotaciones y señaladores de colores.
Él me acompañó hasta la puerta con cordialidad. Una vez afuera, respiré hondo. El aire de la calle me pareció más frío, más denso. Caminé sin rumbo fijo por unos minutos, mis dedos aún cerrados con fuerza sobre la carpeta. No tenía dudas de que el contrato estaba bien escrito, ni de que la oferta era inmejorable. Lo difícil no estaba en el papel.
Lo difícil era todo lo demás.
Y Damián Sterling no era un hombre fácil de olvidar.