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Capítulo 2: El Precio de la Decisión

La puerta de mi pequeño apartamento se cerró con un leve suspiro, un sonido apenas audible en el bullicio de la ciudad que se colaba por mi ventana. El contraste entre la pulcra y luminosa torre Orión y mi propio hogar no podía ser más marcado. Aquí, el orden que yo mantenía férreamente en la oficina se disolvía en un caos reconfortante y familiar. Montañas de ropa que esperaban ser dobladas sobre el sillón desvencijado, libros apilados precariamente en la mesita de café, y el persistente aroma a comida para llevar que revelaba mi dependencia de las aplicaciones de delivery. La cocina, apenas utilizada más allá del microondas y la cafetera, era un testimonio de mi aversión a cocinar después de interminables horas frente a una pantalla.

Me quité los zapatos de tacón, sintiendo el alivio de la alfombra gastada bajo mis pies. Solté mi cabello, permitiendo que las ondas castañas cayeran libremente sobre mis hombros. La máscara de la "asistente ejecutiva impecable" se desvanecía en la intimidad de mi refugio, pero esa noche, ni siquiera la familiaridad de mi desordenada sala podía calmar el torbellino en mi mente. Las palabras de Damián Sterling resonaban con una persistencia implacable: “Y he decidido que esa persona… eres tú, Valentina”.

La petición de subrogación era un terremoto en mi vida. Yo vivía sola. Mi madre, Elena, una mujer dulce, pero abrumada por la vida, residía en las afueras con mi hermano menor, Marco, un aspirante a músico que, en lugar de un instrumento, parecía tener un don para el desastre financiero. Las llamadas semanales con mi madre siempre terminaban con peticiones de ayuda, o con la urgencia de pagar alguna factura imprevista de Marco. Yo era la roca de mi familia, la hija responsable que había huido de las estrecheces económicas para forjarse una carrera, pero que nunca olvidaba de dónde venía. Cada año era una lucha silenciosa, una carga que llevaba con una dignidad inquebrantable, sin que nadie en la oficina sospechara la verdadera situación detrás de mi impecable fachada.

La verdad era que, a pesar de mi prestigioso puesto en Sterling Dynamics, yo nadaba en aguas poco profundas. Mi salario era excelente, sí, pero los préstamos estudiantiles que había adquirido para mi educación, las deudas de la tarjeta de crédito que se habían acumulado por emergencias familiares —un gasto médico inesperado para mi abuela, una reparación urgente en la casa de mi madre, el "rescate" ocasional para sacar a Marco de algún apuro— y, más recientemente, el pago inicial de la hipoteca de mi madre que había asumido en secreto para evitar que perdiera la casa familiar, me mantenían al límite.

Cada fin de mes era una calculadora mental frenética, un acto de equilibrismo para asegurarme de que todos los pagos se hicieran a tiempo y que aún me quedara lo suficiente para el alquiler y los gastos básicos de mi propio y modesto estilo de vida. La estabilidad profesional no significaba libertad financiera, no para mí.

Me serví un vaso de agua con la mano temblando. Me acerqué a la ventana, mirando las luces de la ciudad, tan brillantes y ajenas a mis problemas. La propuesta de Damián incluía no solo una “compensación generosa”, también gastos médicos y legales cubiertos. Para mí era más que dinero: era la posibilidad de respirar, de poner en orden mi vida y la de mi familia, de dejar de vivir al límite. Hasta me permití imaginar cocinar alguna vez en lugar de pedir pizza. Era romper el ciclo de estrés que me había seguido desde que era adulta.

La idea de llevar un hijo suyo, sin embargo, era devastadora. Él era mi jefe, un hombre con el que apenas cruzaba lo personal. Representaba poder, riqueza, distancia. ¿Cómo podía aceptar algo tan íntimo en esas condiciones? La frialdad de la palabra “contrato” se me clavaba en el estómago. ¿Podría de verdad separar mi corazón de una vida creciendo dentro de mí?

Pero luego, la imagen de un extracto bancario con un saldo negativo parpadeó en mi mente. El recordatorio de la llamada de mi madre la semana pasada, pidiéndome ayuda para la reparación urgente del coche de Marco, que necesitaba para su trabajo de repartidor, y cómo esa súplica había arañado el último resquicio de mis ahorros. La carga silenciosa que llevaba sobre mis hombros. El peso de las deudas me arrastraba, y la oferta de Damián era una soga dorada que se me tendía desde lo alto, prometiendo un escape que, hasta ahora, parecía inalcanzable.

Me senté en el suelo, apoyando la espalda contra la pared, con el teléfono en la mano. Me negaba a usar la cocina, demasiado desordenada en ese momento para pensar con claridad. Necesitaba un consejo. Las únicas personas a las que consideraba verdaderas confidentes eran mis amigas, Sofía y Laura. Sofía, una abogada de mente aguda que siempre ofrecía consejos prácticos y lógicos, la voz de la razón fría y calculada. Laura, una artista de espíritu libre, mi opuesto polar, que siempre me empujaba a escuchar mi corazón y a considerar las implicaciones emocionales más profundas. Necesitaba hablar con ellas, pero ¿cómo les explicaría una petición tan extraordinaria? ¿Cómo les diría que Damián Sterling, el inalcanzable Damián Sterling, me había pedido que fuera la madre subrogada de su hijo?

La primera llamada fue para Sofía.

—Hola, Val, ¿todo bien? Te escucho rara —la voz de Sofía era tan nítida como sus argumentaciones legales.

Respiré hondo.

—Sofi, tengo que contarte algo, pero necesito que jures que esto no saldrá de aquí. Es… enorme.

Conté la historia, desde el momento en que Damián me llamó a su oficina hasta la propuesta final. Sofía escuchó sin interrumpirme, atenta a cada palabra. Cuando terminé, el silencio al otro lado de la línea fue ensordecedor.

—Val… —dijo finalmente—. ¿Estás segura de que entendiste bien? ¿Damián Sterling te pidió a ti que fueras su subrogada?

—Sí, Sofi, así fue. —Me encogí en el suelo, sintiéndome pequeña.

—Mira, desde un punto de vista legal, es un campo minado. Necesitarías el mejor contrato posible, que proteja tus derechos, que especifique la compensación, los acuerdos sobre la custodia, la no injerencia, todo. Y moralmente… es algo que tienes que meditar muy a fondo, Val. Estamos hablando de llevar una vida. ¿Te has planteado las implicaciones emocionales?

—Lo estoy haciendo, Sofi. Créeme, pero… la oferta es… muy buena. En realidad, todavía no me dijo de cuánto sería la compensación económica, pero creo que podría pagar todo. Mis deudas, la hipoteca de mamá. Marco dejaría de tener que preocuparse por el auto.

Sofía guardó silencio un momento.

—Entiendo el atractivo financiero, Val, pero un bebé no es solo un cheque. ¿Estás preparada para desprenderte de él una vez que nazca? ¿Podrías manejar eso emocionalmente?

La pregunta de Sofía se clavó en mí como un puñal. Yo no tenía una respuesta.

Luego llamé a Laura. La artista escuchó la historia con un asombro más expresivo, característico de ella.

—¡Val, eso es… surrealista! ¡Damián Sterling? ¡El hielo con ojos azules! ¿Y te pidió esto a ti? —Laura casi gritó.

—Sí, Lau. Y estoy pensando en aceptar.

Hubo un jadeo al otro lado.

—¡¿Qué?! Val, ¿estás loca? Es tu jefe. Y un bebé no es un proyecto. No es algo que se subcontrata como un informe anual.

—Lo sé, pero… ¿sabes la situación en casa? Las deudas. Esta es mi oportunidad de salir de esto. De ayudar a mi familia de verdad.

—¿Y tu corazón, Valentina? ¿Qué dice tu corazón? Porque este tipo de cosas te cambian. Un bebé cambia todo. ¿Estás segura de que puedes entregar a ese niño y seguir con tu vida como si nada?

La pregunta de Laura era cruda y dolorosa, pero justa. Me había enfocado tanto en la solución a mis problemas financieros, que había evitado el abismo emocional que se abría ante mí.

La noche se hizo larga. Repasé los pros y los contras, las implicaciones emocionales y financieras, una y otra vez. Las voces de mis amigas resonaban en mi cabeza. Me visualicé entrando en la oficina de Damián al día siguiente. ¿Qué diría? ¿Cómo respondería a la pregunta que colgaba en el aire entre nosotros?

La idea de ser una madre, incluso de forma temporal y contractual, no era ajena a mí. Siempre había soñado con tener una familia, con el calor de un hogar lleno de risas de niños, pero las circunstancias de mi vida, la lucha constante por la estabilidad, habían pospuesto esos sueños indefinidamente, empujándolos a un rincón oscuro de mi mente. Ahora, se me presentaba la oportunidad de experimentar la maternidad, aunque fuera indirectamente, de sentir la vida crecer dentro de mí, y de paso, liberarme de las cadenas financieras que me asfixiaban. Era una paradoja cruel: cumplir un sueño de manera artificial para resolver una pesadilla de la vida real.

El amanecer iluminó la ventana, pero no aclaró nada. Solo confirmó mi encrucijada. Las voces de Sofía y Laura, la imagen de las deudas y la mirada vulnerable de Damián se mezclaban en un torbellino.

Me levanté cansada, con el peso de todo encima. El contrato prometía libertad, pero ¿a qué costo? ¿Podía vender una parte de mí y seguir siendo la misma? La respuesta no estaba en mi departamento caótico. Estaba en el piso treinta de la torre Orión. Y sabía que, eligiera lo que eligiera, algo en mí se rompería para siempre.

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