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Tuvimos que bajar al Valle Esmeralda, porque mi tío Artos, Alfa de ese territorio, se ofendería si llegaba a enterarse que habíamos cruzado por sus tierras sin detenernos a saludar. No resultó una visita inútil, porque un grupo de mercaderes se disponía a regresar al sur antes del invierno, y se ofrecieron a mostrarnos el camino más directo a nuestro destino. El único inconveniente era que todavía no estaban listos para partir.
Inconveniente para mí, porque llegamos al valle en vísperas de la Luna de Nieve, y la expresión de mis sobrinos me recordó la conversación con madre, acerca de atender a las necesidades de los míos. De modo que me tragué mis objeciones y pasamos los siguientes tres días como huéspedes de Artos, participando de la última cacería antes del invierno, banquetes y fiestas, para alegría de los muchachos. Ninguno de ellos se imprimó, pero al menos se divirtieron.
Cuando al fin partimos del valle hacia el sur, no tardamos en comprender que si seguíamos al paso de las carretas de los mercaderes, no podríamos regresar antes que la nieve cerrara los pasos. Los dejamos atrás al día siguiente. Tuvimos la suerte de cazar dos leones y un oso, de modo que iniciamos el descenso de las montañas con el estómago lleno y de excelente humor.
Pronto dejamos el camino para internarnos en el bosque, porque encontramos una aldea de pastores de la que no sabíamos nada, encaramada en la ladera como las cabras que pastoreaban.
A pesar de separarnos para cubrir más terreno, y dedicar varios días a explorar hasta los lugares más recónditos, no encontramos señales de que jamás hubiera habido lobos allí.
Salimos del reparo del bosque por la noche para continuar hacia el sur, y atravesamos inadvertidos una aldea de campesinos. El cielo comenzaba a clarear cuando dejamos atrás aquella apacible pradera para internarnos bajo los árboles que la acotaban por el oeste. Éste era el territorio del clan de Egil. Se trataba de un bosque mucho más extenso, y ninguno de nosotros sabía con exactitud dónde tenía sus moradas la manada. No nos quedaba más alternativa que explorarlo a consciencia, aunque era evidente que nos demandaría al menos una semana.
Una tarde, después de tres días sin hallar más que rastros antiguos de la manada, Brenan, que abría la marcha, se detuvo expectante a la vera de un arroyuelo. Lo imitamos de inmediato.
—A la izquierda, tras el roble —indicó.
El ruido de ramillas aplastadas en esa dirección, al otro lado del arroyuelo, reclamó nuestra atención.
—Aguarden aquí —les dije.
Los tres muchachos permanecieron en la orilla mientras yo cruzaba el cauce poco profundo. Me inmovilicé apenas hice pie al otro lado, porque la brisa había cambiado de dirección, trayéndome una esencia inconfundible desde donde oyéramos el ruido.
Como Alfa, podía comunicarme con la mente con cualquier lobo, aun si no pertenecía a mi manada. Era la primera vez que intentaría alcanzar a un lobo desconocido, y sentía curiosidad por ver cómo resultaba.
—Hermano —dije, sentándome.
Aquella única palabra provocó un revuelo tras los arbustos que crecían en torno al roble. Aguardé con paciencia, oyendo que mis sobrinos bebían del arroyuelo y se echaban junto a la orilla. Era evidente que había al menos un lobo tras esos matorrales, y no lograba imaginarme por qué no respondía ni se dejaba ver. Opté por imitar a los muchachos y echarme también.
Oí más ruidos de hojas y ramillas detrás del roble, y una voz aguda que pareció golpearme en la frente.
—¡Aguarda!
Ahora comprendía a qué se había referido madre al decir que escuchar lobos de otras familias a veces resultaba incómodo.
En ese momento asomó una sombra parda tras los arbustos, y vi sorprendido que era un lobezno muy delgado, de dos o tres años. Me observó con una mirada extraña, entre desconfiada y suplicante, las grandes orejas erguidas. Le sonreí y moví la cola para alentarlo a acercarse. El cachorro daba un paso hacia mí cuando otro cachorro le saltó encima, intentando detenerlo.
—¡No! —exclamó con su voz chillona, empujándolo con tanta brusquedad que lo derribó.
—Tranquilos, no les haré daño —dije.
Los dos se volvieron hacia mí con los ojos muy abiertos, las orejas tan rígidas como sus frágiles cuerpitos.
—Somos como ustedes y vinimos a ayudarlos —agregué con cuanta suavidad pude.
El cachorro que se asomara primero ladró y movió la cola, acercándose a los saltos antes que el otro pudiera volver a detenerlo. Hice ademán de levantarme y se detuvo abruptamente, atemorizado, de modo que volví a echarme. Terminó de acercarse con más cautela, haciendo pausas para olerme desde lejos. Era tan menudo que tuve que bajar la cabeza para olerlo cuando al fin llegó frente a mí.
—¿Tienes nombre, pequeño? —le pregunté, moviendo la cola mientras lo dejaba olerme, para terminar de calmar su recelo.
—¿Nombre? —repitió oliendo mis patas, su vocecita como un silbido en mi mente.
—Una palabra que te identifica sólo a ti. Yo soy Mael, ése es mi nombre.
—Hermano —respondió de inmediato.
—¿Y con quién estás?
—Con Hermana.
Alcé la vista hacia la cachorra, que se apresuró a ocultarse tras el roble. Toleré las cosquillas mientras el cachorro me olía el hocico, rozándome con sus bigotes, y le lamí la cara. Retrocedió riendo y ladró, moviendo la cola erguida. Estiré el cuello y volví a lamerlo. Me saltó a la cara con un gruñido juguetón y lo empujé suavemente hacia el costado. Se me hizo un nudo en la garganta cuando se acercó a pegarse contra mi hombro y se estiró para lamerme el hocico. Se apretó contra mí cuando seguí lamiéndolo, y su suspiro entrecortado me estrujó el corazón.
—¿Y tu madre, pequeño? —pregunté, bajando la cabeza para que se frotara.
—¿Qué es madre?
Precisé un momento para dominar mi turbación. ¿Cuánto tiempo habían pasado estos dos lobeznos solos, para no recordar a su madre? Me volví hacia la cachorra, que asomara medio cuerpo y miraba a su hermano con las orejas gachas, como si envidiara las atenciones que él recibía pero no se atreviera a buscarlas para ella.
—Ven, Hermana —llamé con suavidad.