




4
—¿Qué te dijo Tea al respecto?
—¿La sanadora? Que fuera de su apariencia, es una humana común.
—¿Ya es púber?
—¿Crees que le preguntaría algo así?
Madre rió por lo bajo y no pude menos que hacerme eco.
—Tal vez entrar a la pubertad revele más cambios —respondió luego, comiendo con apetito—. No te preocupes, hijo. Si ocurriera algo raro o peligroso, lo sabré de inmediato.
—¿Tus visiones te lo mostrarán?
—Tea vendrá corriendo a consultarme. Bien, es una forma de decir, ninguna de las dos está ya en condiciones de correr a ningún lado.
—Pero sí estás en condiciones de limpiar tu plato antes que yo, según veo.
Madre soltó una de esas risas frescas, espontáneas, que le iluminaban la cara.
—Es la alegría. Hacía semanas que no compartías mi mesa.
Tomé su mano para besarla, aceptando el reproche, y sonreí cuando acarició mi cabeza como cuando era pequeño.
—¿Estuviste hoy en casa de Tea?
—¿De la sanadora? Sí, por la mañana.
—¿Y regresaste a tiempo para cenar? De modo que tu anca finalmente ha sanado. ¿Algún dolor? ¿Alguna molestia?
—Nada. Como si nunca hubiera ocurrido.
—Es la fuerza del Alfa, Mael —dijo sin que precisara preguntarle nada—. Cualquier otro hubiera quedado lisiado de por vida. Ya hemos hablado de que tu nueva posición implica mucho más que liderar la manada.
Asentí inspirando hondo. No era un tema que me gustara tocar, porque cualquier alusión hacía que volviera a sentir en mi mano el puñal de plata que había clavado en el corazón de padre hacía tres años.
La mano de madre cubrió la mía sobre la mesa, estrechándola levemente.
—Tuvo la mejor muerte a la que pudiera aspirar —dijo, como cada vez que percibía la agitación que me causaba la menor alusión a lo ocurrido—. Tú le diste la oportunidad de elegir el momento y la forma. Lo libraste de una agonía cruel, y hasta pudo elegir sucesor. ¿Qué más podía desear?
Retiré la mano con suavidad desviando la vista.
—Y tú pronto comprenderás la carga del poder que implica ser Alfa.
—Si te refieres a lidiar con mis primos —gruñí—. Más parecen mis abuelos.
Madre volvió a reír por lo bajo, divertida, pero no se dejó apartar del tema.
—Porque no es usual que el líder no tenga compañera. La imprimación no sólo te llena el estómago de mariposas, hijo. Te centra, te ancla, te da una nueva perspectiva del mundo y de la vida. Hasta tanto encuentres compañera, serás incapaz de tomar las mejores decisiones para la manada, y los demás no podrán confiar en ti como confiaban en tu padre.
Chasqueé la lengua irritado. Otra vez con lo mismo.
—Ya les demostraré a todos que están equivocados —murmuré—. Aguarda al verano.
—El guerrero invencible nunca resultará tan digno de confianza como el padre. Lo siento, hijo, pero es la verdad. La falta de una familia propia te impide apreciar los peligros con acierto, porque lo único que arriesgas es tu pellejo.
—Creí que confiabas en mí —le reproché con amargura.
—Por supuesto que confío en ti. Con mi vida, como el resto de la manada. La diferencia es que nuestras existencias no giran solamente en torno a la guerra como la tuya, porque tenemos otros por quienes vivir.
—Entonces tal vez otro debería ser Alfa en mi lugar.
—Tu padre te eligió a ti, Mael. Y no lo hizo por capricho, sino porque tú eres el indicado para guiarnos. Así que tendrás que hallar la forma de honrar su voluntad. Tengas o no compañera, eso significa aprender a respetar las prioridades de los demás. Y comprender que el resto de tu familia sueña con otras cosas además de la guerra, que parece haberse convertido en una obsesión para ti.
Aquella plática con madre me dejó un resabio amargo que no logré quitarme en los días siguientes. Sabía que no servía de nada discutir y argumentar. Mi única alternativa era probarle con hechos concretos que no estaba obsesionado con la guerra, sino con la paz. Y de momento no podía hacerlo.
Al fin me harté de estar encerrado en el castillo con mis cavilaciones. Dejé a Milo a cargo de todo y me marché con los hijos de mi hermana hacia el oeste.
Los curas del monasterio eran nuestro principal vínculo con lo que llamábamos los clanes perdidos, manadas sin vínculos de sangre con nosotros, diseminados en las tierras más allá de las montañas, con quienes teníamos escaso contacto directo debido a la distancia que nos separaba de sus territorios.
Cada año, las exploradoras intentaban contactar una de esas manadas, pero no siempre tenían éxito. En ocasiones, los parias y los humanos daban cuenta de ellos, o los obligaban a buscar un nuevo territorio, y las exploradoras pasaban semanas viajando para volver con las manos vacías.
La iglesia seguía siendo nuestra mejor fuente de información. Los curas que viajaban de parroquia en parroquia tenían noticias, que eventualmente llegaban a oídos de los que vivían en el monasterio entre nuestro valle y el Valle Esmeralda.
De modo que se me ocurrió visitarlos antes que la nieve cerrara los pasos de montaña.
Hacía al menos diez años que no teníamos noticias del clan de Egil, en el gran bosque al sudoeste del Valle, y las que nos dio el abad no eran prometedoras.
Dos o tres años atrás, los humanos de las llanuras vecinas al territorio de Egil habían comenzado a hablar de monstruos en sus bosques. No todas las descripciones sugerían lobos, porque así son los humanos. Unos decían haber visto osos gigantes y hasta dragones. Otros juraban que se trataba de demonios, mitad cabra, mitad hombre. Otros les discutían que eran centauros, no hombres cabra. Como fuera, se habían organizado y habían enviado grupos armados a dar buena cuenta de los monstruos. No habían regresado con trofeos, pero los rumores habían cesado.
Lo cual, para nosotros, era preocupante.
Las rodillas del abad pronosticaban al menos un mes más de buen clima antes que empezaran las nevadas, así que decidimos que valía la pena arriesgarnos y visitar esos bosques, para ver qué había sido de ese clan.