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La enfrenté ceñudo. No olía ninguna mentira, pero era la primera vez que escuchaba algo así. La sanadora se encogió de hombros como disculpándose.

—Sus ojos eran negros cuando nació, pero se aclararon hasta adquirir ese color púrpura después de cumplir los seis años —agregó—. Y su cabellera se blanqueó paulatinamente en los últimos años, al igual que su piel. Pero eso es todo, mi señor. Jamás ha exhibido ninguna habilidad ni necesidad fuera de lugar. Te aseguro que lo único que tiene en común con los inmortales es su aspecto, y doy fe con mi vida que no es una espía.

Asentí desviando la vista hacia la muchachita, que fingía seguir durmiendo. Esquivé a la sanadora para acercarme a ella, y me estremecí en el esfuerzo de controlarme al ver su lacia cabellera y su piel, blancas como si jamás se hubiera expuesto a la luz del sol. Me acuclillé un paso tras ella. Contenía el aliento en su esfuerzo por mantenerse inmóvil. Husmeé el aire cerca de su cabeza y no pude contener un gruñido de rechazo.

—Apestas —mascullé entre dientes—. No quiero volver a encontrarte en mis bosques tras la caída del sol.

—Sí, mi señor lobo —musitó con un hilo de voz, sin mover un solo músculo.

Me incorporé con brusquedad. Necesitaba largarme de allí o la estrangularía.

—Enséñale límites además de pociones, mujer —regañé a la sanadora de camino hacia afuera.

—Sí, mi señor —respondió la anciana inclinándose ante mí.

Me marché a paso rápido hacia el sur, y volví a bañarme en la cascada antes de tomar el camino al castillo, por si se me había pegado el olor a paria.

Decidí que era hora de comprobar si mi anca estaba completamente curada y corrí la mayor parte del trayecto. No sentí la menor molestia. ¡Al fin! Tres años para terminar de recuperarme del lanzazo que recibiera la noche que capturaran a padre. La perspectiva de volver a ocupar mi lugar liderando las cargas me entusiasmaba,  distrayéndome del sinnúmero de preguntas que me daban vueltas en la cabeza desde que viera a esa muchachita la noche anterior. Especialmente después de lo que explicara la sanadora.

Madre me respondió poco antes de llegar al castillo. Sin embargo, tan pronto le mencioné a la muchachita, me dijo que lo hablaríamos durante la cena. Milo y Mendel me recibieron burlones al verme llegar sin trofeo.

—Dejé la piel en el Nicho —dije de camino a mis habitaciones—. No quise humillarlos ante toda la manada.

—Seguro —asintió Milo con sorna—. Y cuando pasemos por allí en invierno, descubriremos que algún animal se comió hasta la cola.

—Puedes creer lo que más le convenga a tu pobre desempeño —respondí.

—Eso te da una presa más que yo —intervino Mendel—. Pero ningún oso.

—Aún quedan un par de semanas antes que hibernen. Tal vez tenga suerte y te iguale. Y Milo volverá a quedar último.

Seguí bromeando con ellos de camino a los aposentos de madre, donde me cerré a todos salvo ella. Habían servido la mesa frente al hogar, y la sonrisa con que me recibió indicó que sabía de qué le había hablado.

—De modo que cambió —dijo apenas me senté con ella, sus ojos blancos hallando los míos por intuición, como si pudiera verme.

—¿Sabías que existía?

Me relató una visión que tuviera quince años atrás, sobre una mujer embarazada entre los fugitivos y mi padre con un recién nacido en brazos.

—Creí que no tenías visiones con humanos —tercié, saboreando el espeso caldo de verdura y carne.

—Fue la única vez. —Su sonrisa se hizo triste, como siempre que hablaba de padre—. Tu padre la vio hace unos diez años con Tea, la sanadora, en el bosque, y me comentó que sus ojos se estaban tornando rojizos como los de Mora. Poco después volví a verla, pero ignoraba que fuera ella.

—¿A qué te refieres?

—Vi una muchachita apenas púber, como una versión infantil de una blanca. Tú sabes que no existen blancos tan jóvenes. —Madre meneó la cabeza sin dejar de sonreír—. De modo que era ella.

—¿Cómo es posible? La sanadora dijo que un blanco mordió a su madre, pero eso no es suficiente para convertir a ningún humano.

Contuve mi curiosidad para respetar la pausa que hizo, mirándola pescar los trozos de carne del caldo con esa precisión que nunca dejaría de asombrarme.

—La madre estaba malherida cuando tu padre la halló —dijo al fin, como si compartiera sus cavilaciones—. Y fue él quien mató al blanco. Seguramente la sangre del paria cayó sobre las heridas abiertas de la mujer y penetró en su organismo.

Me retrepé en mi asiento, sorprendido.

—¿Insinúas que le ocurrió lo mismo que a ti?

Madre tocó su copa para que le sirviera más agua mientras respondía.

—Si un poco de la sangre de un blanco basta para cambiar a un lobo nonato, qué no le harían a un bebé humano, que es tanto más débil.

Me recliné en mi asiento mientras nos cambiaban los platos, pensando en lo que madre acababa de decir.

Ella misma nos había explicado el origen de sus peculiares características físicas cuando éramos poco más que cachorros.

Sus padres habían caído en una emboscada mientras buscaban refugio para el invierno con sus lobeznos. Mi abuela, preñada de mi madre y cuatro cachorros más, había sido herida cuando trataba de ponerse a salvo. Mi abuelo había matado al blanco que la hiriera, que cayó sin vida sobre ella, bañándola en su sangre.

Tal vez había sido producto de la herida, tal vez había sido la sangre del blanco, pero mi abuela había parido pocos días después en medio de dolores terribles, a pesar de que el tiempo de gestación no se había cumplido. Toda la camada prematura nació muerta menos mi madre, y ella era completamente blanca. Mi abuela había sobrevivido el invierno a duras penas, y murió sin haberse recuperado completamente de su herida, tan pronto mi madre estuvo en condiciones de prescindir de su leche. Los ojos de la cachorra se tornaron púrpuras cuando comenzó a alimentarse de carne fresca, y en dos piernas siempre se había visto como un blanco de la realeza de los parias. Había quedado ciega poco después de cumplir cien años, en la misma época que comenzara a tener sus visiones.

—¿Tú crees que le habrá producido más cambios? —inquirí con aprensión cuando volvimos a quedarnos solos.

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