




2
Tuve que gruñirle para que apartara las manos de su cara. Pero tenía la cabeza envuelta en un grueso chal y me resultaba imposible verla bien. Me armé de paciencia y me senté, indicándole con la cabeza que saliera del agua de una vez.
Pareció comprender, pero apenas había dado un paso hacia la orilla cuando volvió a hundirse, como si hubiera resbalado en las rocas del fondo. Me incorporé a medias, por si además de salvarla del león también tenía que salvarla de su propia torpeza. No fue necesario. Se acercó renqueando y se las compuso para salir del agua.
Se echó de rodillas ante mí tan pronto trepó a la orilla, doblada sobre sí misma hasta que su cara tocaba la hierba.
—¡Perdón, mi señor! —exclamó con voz temblorosa—. ¡Todo esto es mi culpa!
Bien, al menos lo reconocía. Pero estaba tan embrollada con sus propias ropas, que lo que tenía ante mí no era más que un lío de telas empapadas. Me acerqué a olerla y su esencia me arrancó un gruñido. Porque mezclado con su olor humano, reconocía ese rastro débil, casi imperceptible, como a láudano. ¡Una sierva! La muchachita no sólo era uno de los espías que los parias infiltraban entre los refugiados humanos: ¡obedecía órdenes directas de un blanco!
Me obligué a controlarme y le aparté el lío que le cubría la cabeza tratando de no lastimarla. Retrocedí incrédulo al ver su cabellera. ¿Qué demonios? ¿Qué clase de abominación tenía ante mis ojos? ¿Cómo podía oler a humano y verse como blanco?
Apestaba a miedo, y bien que hacía. Cuando me disponía a saltarle al cuello, irguió el torso para sentarse en sus talones, las lágrimas rodando por su piel antinaturalmente pálida, y alzó sus manos temblorosas para abrir el cuello de su vestido. Vi perplejo que cerraba sus ojos de sangre y echaba la cabeza hacia atrás, ofreciéndome su garganta. ¿Qué diablos hacía? ¿Ocultaba un arma entre sus ropas e intentaría atacarme si me acercaba para matarla?
La observé tratando de decidir qué hacer. La blanca había cruzado las manos sobre su falda y permanecía completamente inmóvil ante mí, la garganta expuesta, los ojos cerrados, destilando miedo por cada uno de sus poros, el corazón batiendo en su pecho como si estuviera a punto de estallar.
Necesitaba respuestas, y no sería así que las obtendría. Retrocedí varios pasos más, alejándome de ella, y me lancé hacia la espesura. Me alejé hasta que casi no la escuchaba. Entonces, tal como hiciera antes, retrocedí con sigilo.
La blanca se cerraba el vestido temblando como una hoja y llorando con todas sus fuerzas. Al parecer le alcanzaban las luces para comprender que sus horas estaban contadas. La observé incorporarse con dificultad y alejarse hacia la aldea a paso lento, renqueando y llorando.
Le permití adelantarse. Ya tenía su esencia, maldita fuera. No precisaba tenerla a la vista para seguirla.
Tardó una eternidad en salir del bosque, ahogando gemidos de dolor a cada paso. Y noté que tomaba el camino más directo, demostrando que no estaba perdida ni había llegado a la cascada por azar.
Cuando al fin entró a la aldea, siguió el canal que bordeaba los cultivos hasta un callejón en el otro extremo de la aldea. Troté tras ella tan pronto dejó el sendero junto al canal. Quería ver cuál era su puerta.
Cuál no sería mi sorpresa al verla entrar a la única casa del pueblo que reconocía. ¿La sanadora? Hasta alcancé a oír la voz de la anciana regañándola. Di media vuelta y me alejé de regreso hacia el sur. Tenía un león por cenar antes que algún oso me lo robara. Y en la mañana, la sanadora tendría que explicarse si apreciaba su vida.
Pasé la noche en el Nicho, al tope del barranco, donde quedaran ropas de nuestra última visita. Y temprano en la mañana, me encaminé a pie hacia la aldea. La sanadora me reconoció de inmediato, y se llevó un dedo a los labios atisbando hacia atrás por sobre su hombro.
—Aguarda —susurró.
Dejó la puerta abierta para retroceder hacia la cocina. Di un paso dentro de la casa y me asaltó una verdadera avalancha de olores, no todos agradables. Espié lo que hacía y descubrí la figura dormida en el suelo frente al hogar. La sanadora le destapó la cabeza para vendarle los ojos, dejando a la vista la larga cabellera blanca. Verla me causó un escalofrío de rechazo, y detecté su esencia apocada en medio de aquel caos de aromas.
La anciana notó mi expresión al regresar hacia mí.
—¿En qué puedo ayudarte, mi señor? —preguntó en voz baja, intentando disimular su súbita aprensión.
—Tal vez podrías decirme por qué das refugio a un maldito vampiro —gruñí cruzándome de brazos.
—¿Un…?
Alcé las cejas, señalando con el mentón a la muchachita dormida tras ella. La sanadora frunció el ceño como si no supiera de qué hablaba. Inspiré hondo para no perder la paciencia.
—La hallé en el bosque anoche, a punto de ser devorada por un león.
Advertí que la muchachita, tendida de espaldas a nosotros, palpaba la venda y se envaraba. Había despertado, aunque permaneció completamente inmóvil y silenciosa. La sorpresa de la sanadora parecía genuina, pero no quería que se distrajera con las aventuras de su invitada.
—Responde, mujer —insistí.
Dejé que la sanadora creyera que la muchachita seguía durmiendo, para ver qué decía.
—¿Te refieres a Risa? Es humana, mi señor. Nació aquí mismo, en esa mesa, hace quince años —dijo en un soplo—. Sus padres llegaron como fugitivos y un inmortal mordió a su madre en la pradera. Tu padre la salvó, y viendo que estaba por dar a luz, la hizo traer aquí para que intentáramos salvar a la criatura. Y allí la tienes.