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Capítulo 5. Un duro enfrentamiento.

Ubicaron a Amelia en una habitación junto a la de su madre. Luego de guardar sus cosas bajó al despacho. Quería hablar con Samuel, aclarar todas sus dudas y hacerle llegar sus exigencias.

Cuando entró y lo vio sentado tras el escritorio donde muchas veces había visto a su abuelo, sintió indignación. Él era como un usurpador. Un extraño dispuesto a llevarse todo lo que tenía.

Aunque no podía negar que su presencia le daba un aire imponente al lugar, como si hubiese estado hecho para él.

Su abuelo había sido delgado y encorvado, desaparecía tras aquella mesa grande de roble macizo. Samuel en cambio, era alto y de cuerpo regio, de hombros anchos y brazos definidos. Resaltaba por encima de los documentos posados sobre la madera.

—¿Satisfecha con la habitación? No es la que usaste durante tu infancia, pero esa está más cerca de Deborah. Supongo que viniste a estar con ella. ¿No es así?

—Vine a recuperar lo que me pertenece —aseguró, sentándose en la silla frente a él, cruzando sus piernas de manera provocativa—. Eso incluye a mi madre.

—Si hubieses tenido ese mismo sentimiento de pertenencia unos tres o cuatro meses atrás, quizás, nada de esto hubiese sucedido.

—Cuando te refieres a nada de esto hubiese sucedido, ¿hablas de tu matrimonio con mi madre?

—Hablo de su estado de salud. Si Deborah no hubiese estado sola, no se habría deprimido ni se habría aferrado a las drogas.

—Y dime algo, ¿tú apareciste antes o después de la depresión y las drogas? —preguntó con ironía.

Él le dedicó una mirada fría.

—Antes.

—Entonces, pudiste haber evitado que ella cayera en todo eso. ¿O es que el «amor» que sentía por ti no fue suficiente?

La palabra «amor» la enfatizó con un ligero tono de burla.

—¿Estás poniendo en duda la decisión de tu madre?

—No sé quién eres, Samuel Buckley. Nunca escuché de ti. No entiendo como de pronto mi madre te conoce, se casa contigo, te deja todas sus pertenencias y cae en coma por abuso de drogas, cuando ella jamás había sido adicta a nada.

—Tal vez no me recuerdas, Amelia, pero yo conocí a tu madre en la universidad, fui su tutor de carrera. Cuando ella inició, yo estaba en mi último año y asesoraba a los nuevos ingresos. Como Deborah y yo teníamos la misma edad, congeniamos con facilidad y nos hicimos amigos. Te conocí cuando tenías cuatro años y saltabas y cantabas a nuestro alrededor mientras estudiábamos.

Ella se sorprendió. Su madre la había tenido a los diecisiete años, por eso inició la universidad tarde. Muchas veces la llevaba a ella a clases cuando no tenía con quien dejarla.

—¿Y reapareciste de pronto? ¿Luego de veinte años de ausencia?

—No, fue antes de la muerte de tu abuelo, pero por más que te explique cómo mantuvimos nuestra relación jamás me creerás. Si tu madre no tuvo confianza en ti para hablarte de mí, no es mi culpa.

Aquello la irritó. Se puso de pie con el rostro enrojecido por la furia.

—Mi madre tuvo mucha confianza en mí a pesar de los problemas que luego se nos presentaron.

—¿Por eso piensas que terminaron distanciadas por culpa de una paranoia de Deborah al creer que esta casa estaba maldita?

Amelia se impactó por lo que decía. ¿Qué tanto sabía Samuel Buckley de lo que había sucedido en su familia?

—No me cuentas cómo mantuviste la relación con mi madre porque es falso que hayas estado en contacto con ella desde hace tanto tiempo, yo lo habría sabido. Apareciste después, cuando estuvo enferma y deprimida, te aprovechaste de su vulnerabilidad para quitarle todo.

Él también se puso de pie, traspasándola con una mirada desafiante.

—Piensa lo que te dé la gana, ese no es mi problema. Ahora tengo asuntos más importantes qué resolver y te llamé aquí para dejarte en claro que si no colaboras conmigo y respetas mis reglas te enviaré de nuevo a California sin pasaje de regreso.

Ella lo observó con indignación.

—¿Quién te crees que eres?

—El esposo de Deborah, cuando quieras puedo mostrarte el acta de matrimonio para que te des cuenta que es legal. Tu madre estuvo sola, triste y desesperada, no tuvo a nadie en quien apoyarse para superar sus pérdidas y sus problemas, por eso me buscó.

Los ojos de Amelia se llenaron de lágrimas de frustración.

—Yo me marché de esta mansión porque mi madre me obligó, según ella, para «protegerme». No me hagas quedar como una bruja malvada que abandonó a su madre a su suerte porque no es así. Fui yo quien estuvo por mucho tiempo sola en California, sin nadie con quien hablar de mis penas ni a quién recurrir. Así que no me trates de esa manera, Samuel Buckley, porque tú no sabes lo que es estar solo y vivir con rabia, desconociendo lo que sucede a tu alrededor.

Samuel se irguió, prepotente, aunque sus ojos se suavizaron un poco. Parecían reconocer en los de ella el mismo dolor y sufrimiento que a él lo había acompañado por más de veinte años, hasta volverlo el tipo duro y desalmado que era ahora.

—Permitiré que te quedes en la casa todo el tiempo que quieras mientras no intentes nada en mí contra o en contra de Deborah.

Ella lo observó con el ceño fruncido, sin comprender sus palabras.

—Deborah no podrá ser trasladada a ningún otro lugar sin mi autorización, ni siquiera, dentro de la casa. Sus medicinas solo serán suministradas por su enfermera. Tienes estrictamente prohibido darle de tomar algo a tu madre a menos que esté presente para supervisarte. —Eso la indignó—. Y nadie más entrará en esta casa si yo no lo permito. Aquí no podrás traer a tus amigos ni conocidos, mucho menos, a amantes casados.

Eso último hizo estallar la ira en el pecho de Amelia, siendo la gota que rebasó el vaso. ¿Su madre le había hablado a ese desconocido sobre Malcolm y el romance prohibido que había mantenido con él?

Se sintió tan traicionada que sus lágrimas rodaron una vez más por sus mejillas. Corrió hacia él para golpearlo, estaba tan frustrada que le urgía descargar sus emociones tóxicas de alguna manera, pero Samuel la retuvo a tiempo tomándola con firmeza de los brazos.

La acercó tanto a él que terminó pegada a su cuerpo duro y cálido, eso la perturbó aún más. Amelia de pronto se vio envuelta en la energía que él trasmitía, respirando solo su aroma.

—No vuelvas a intentar atacarme de nuevo, porque olvidaré mis promesas y te daré la lección que mereces —amenazó, con su cara tan cerca de su rostro que le bañaba la piel con su aliento.

Amelia quedó paralizada, aterrada por las poderosas sensaciones que la cercanía de ese hombre le producía. Él también parecía afectado, de pronto fijó su atención en los labios semiabiertos de la mujer, observándolos con hambre.

Inclinó la cabeza un poco estando a punto de tocarlos con los suyos, pero pronto reaccionó soltándola como si ella quemara y apartándose varios pasos.

—Fuera de mi vista, Amelia Sullivan, ¡y no vuelvas a molestarme a menos que te lo indique! —soltó con rabia.

A ella le temblaron las piernas, pero casi enseguida logró coordinar sus movimientos y salir de aquel lugar con rapidez, sumida en una profunda confusión.

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