




Capítulo 4. Conociendo la situación.
Amelia se encerró en la habitación de su madre. Se sentó a su lado para hablarle y acariciarle los cabellos pidiéndole perdón por todos los errores que había cometido.
Se sintió devastada. Rogaba tener una oportunidad para hablarle estando consiente y recibir de nuevo su mirada, aunque, en esa oportunidad, sin el brillo de decepción y rabia que había tenido cuando estuvieron juntas cinco meses atrás.
Se secó las lágrimas y se puso de pie al escuchar que tocaban a la puerta.
—Adelante —autorizó, rogando porque no fuese Samuel. No estaba preparada para verlo de nuevo.
Resultó tratarse de una mujer menuda y delgada, vestida con un traje de enfermera.
—Hola, usted debe ser Amelia Sullivan, la hija de la señora Deborah —expuso la recién llegada caminando hacia la cama. Portaba un maletín cuadrado.
—Así es, y ¿usted? —consultó con cortesía.
—Soy Marian Fletcher, la enfermera contratada por el señor Buckley para atender a la señora. Desde hace unas semanas vengo a diario tres veces al día.
Amelia asintió y se apartó un poco para que la mujer pudiese acercarse a su madre y así comenzar con su chequeo.
Marian sacó una libreta de su maletín para apuntar los valores que se mostraban en los monitores que controlaban los signos vitales.
—¿Cómo la encuentras? —quiso saber Amelia.
—Algo agitada, aunque no mucho. Creo que es por su presencia.
—¿Por mi presencia?
—Es posible que la escuche y sepa que usted está aquí.
Amelia se conmovió por lo que decía, aunque se inquietó al ver que la mujer comenzaba a sacar medicamentos de su maletín.
—¿Qué le suministras?
—Lo indicado por su condición: diuréticos, inotrópicos, antibióticos…
—¿Antibióticos para qué?
—Tuvo hace unos días una pequeña infección urinaria.
Ella observó en silencio todos los cuidados que la enfermera le hacía a su madre y hasta la ayudó a cambiarla de ropa, hidratarle la piel y llevar a cabo unos suaves ejercicios de fisioterapia.
La enfermera notó que cuando Amelia le hacía los masajes, Deborah se estremecía por su toque.
—Usted le hace bien, debería venir más a menudo.
—No me apartaré de su lado hasta que no reaccione —confesó Amelia mientras peinaba los cabellos de su madre.
—Me alegro. Si va a estar con ella le daré algunas indicaciones para que la atienda en las horas en que yo no esté. Aunque hay personal de servicio que realiza ese trabajo, que lo lleve a cabo usted será positivo. Su madre parece sentirla.
—¿Samuel nunca viene a la habitación cuando usted atiende a mi madre ni participa en su cuidado? —quiso saber, incómoda.
Deborah estaba muy vulnerable, quedaba a merced de quien estuviese cerca. Marian la cambiaba de ropa dejándola desnuda por algunos segundos y la aseaba por completo, sobre todo, en sus partes íntimas, para evitar infecciones.
A Amelia le costaba imaginar que la mujer estuviese haciendo eso frente a Samuel. Si bien él aseguraba ser su esposo, ella no conocía el tipo de intimidad que había tenido con su madre.
Él era un extraño, uno demasiado imponente y atractivo para su gusto.
Cuando recordó lo que había sentido en la sala en el instante en que Samuel le miró las tetas sintió vergüenza. No podía olvidar que ese hombre, de ser cierto que estaba casado con su madre, estaba prohibido para ella. Debía controlar sus emociones.
—No, el señor Buckley jamás ha entrado en la habitación cuando yo atiendo a la señora —aseguró Marian—. Él confía en mí. Yo atendí hace un par de años a su padre mientras estuvo muy enfermo, hasta que murió. Conoce mi trabajo y mi respeto por el paciente.
—¿El padre de Samuel murió hace dos años? —consultó curiosa.
—Sí, el señor Jonathan Buckley fue una gran persona, muy justa y solidaria. Dios lo tenga en su gloria.
Amelia no le preguntó nada más sobre Samuel o su familia, aunque la curiosidad estaba a punto de desbordarla.
Quería conocer a ese hombre para saber si era bueno o, como decía su tío abuelo, se trataba de un aprovechado, pero prefirió escuchar con atención las instrucciones de la enfermera sobre los cuidados que debía suministrarle a su madre durante las horas en las que ella no estuviese presente.
Apuntaba en una hoja el resumen de las indicaciones cuando tocaron a la puerta. El corazón de Amelia dio un salto al ver entrar a Samuel luego de dar la autorización.
—¿Cómo se encuentra Deborah? —quiso saber el hombre hablándole a Marian. La enfermera terminaba de guardar lo usado en su maletín para marcharse.
—Muy bien, señor. La noté emocionada por la presencia de su hija.
Samuel y Amelia compartieron una mirada. Ella se sorprendió al verlo esa vez relajado, sin la fiereza con que la había recibido.
—La señorita Amelia me dijo que se quedará con su madre, así que le di las indicaciones para mantener los movimientos y el aseo de la señora durante las horas en que yo no esté.
Él se cruzó de brazos.
—Muy bien, gracias por tus servicios, Marian. Abajo te espera el chofer para llevarte a tu casa.
—Muchas gracias, señor. Es muy amable.
Se despidieron de la enfermera y esta salió de la habitación. Samuel y Amelia quedaron solos, algo tensos. Ninguno parecía sentirse cómodo junto al otro.
—Claude, el mayordomo, ya preparó una habitación para ti. En unos minutos vendrá a buscar tu equipaje. Una vez que te instales te pido que bajes a mi despacho. Necesitamos hablar —dictó él y dio media vuelta para salir de la habitación.
—¿Tu despacho?
Ella no pudo evitar lanzar aquel dardo, le molestaba la actitud de superioridad de él.
Samuel se detuvo antes de cruzar la puerta y se giró para darle la cara.
—Sí, Amelia, te guste o no ese ahora es mi despacho, esta es mi casa y la mujer que está allí acostada es mi esposa. No me hagas repetírtelo a cada momento —soltó con desprecio recuperando una vez más su expresión enfurecida.
Después de observarse ambos con reproche, él salió de la habitación dejándola sola. Ahogada en su furia.