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Capítulo 3. Acusaciones y desafíos.

Cuando Samuel llegó a la sala, halló a Lawrence parado con soberbia junto a un ventanal. El hombre era alto y, a pesar de sus más de sesenta años, se notaba joven y con energía.

—¿Qué demonios haces aquí? —soltó como un saludo.

Lawrence sonrió con ironía.

—Es lo mismo que yo me pregunto, ¿qué demonios sigues haciendo tú aquí?

—¿Acaso esperas que alguien venga y me saque a patadas de esta casa? —consultó y se giró para señalar a Amelia—. ¿Enviaste a tu sobrina para eso?

La mujer amplió sus ojos, observando con impacto a los hombres.

—¿Pudiste ver a tu madre? —preguntó Lawrence hacia ella ignorando a Samuel.

Amelia asintió.

—Ya sabes que Deborah sigue viva, ¿te puedes ir ya de mi casa?

—¿Tú casa? Fanfarrón —habló el hombre con enfado y se aproximó un paso—. Esta es la casa de mi familia, donde vivieron mis padres, mis hermanos y mis sobrinos. Aquí nada es tuyo.

—Hasta donde sé, esta mansión quedó a nombre de Deborah luego de la muerte de su padre y de su hermano menor. Creo que tú fuiste apartado de la familia hace mucho tiempo, ¿no es así? —consultó con tono de burla, logrando que el hombre apretara aún más su semblante—. Al ser su esposo legal tengo completo control sobre sus bienes, lo que quiere decir que esta casa es mía, eres tú quien sobra.

Lawrence se acercó mucho más, con pose desafiante. Amelia arqueó las cejas, sorprendida por el duro debate que mantenían.

—Ese reinado te durará poco, Samuel Buckley. Voy a demostrar que ese matrimonio fue una estafa y te quitaré todo derecho sobre los bienes de mi sobrina Deborah.

Se apartó soberbio, sin quitarle la mirada de encima.

—Amelia está aquí para tomar lo que le pertenece —habló, impactando aún más a la mujer—. Ella es la heredera única y universal de Deborah.

Samuel aumentó la sonrisa.

—Suerte con eso —lo provocó.

Lawrence apretó más el ceño.

—Te metiste con la gente equivocada, Samuel Buckley. No tienes idea de lo que se te viene encima.

Una vez más ignoró a Samuel para dirigirse hacia Amelia.

—Cuida de tu madre, niña, no te apartes de ella. Y no confíes en este patán —indicó, dedicándole una mirada detestable a su rival—. Pronto destaparé su mentira.

—¿La mentira de quién piensas destapar? —agregó Samuel, pero Lawrence no le respondió, lo que hizo fue caminar hacia la puerta.

—Me comunicaré contigo en unos días, Amelia —habló el hombre de nuevo hacia su sobrina—. No se te ocurra salir de esta casa a pesar de lo que diga este demonio.

—Espera… ¡Tío! —lo llamó Amelia al ver que él se marchaba de la casa, sin mirar atrás. La dejaba con las dudas y los miedos atorados en la garganta.

Cuando él cerró la puerta tras de sí, ella apretó los puños para soportar la rabia y encaró de nuevo a Samuel Buckley, que la observaba con indiferencia.

—Me quedaré con mi madre hasta que esté bien —expuso tajante y con el mentón en alto. Así demostraba que eso no era una sugerencia, sino un dictamen.

—Supuse que lo harías. Estás arruinada y sola, y acabas de darte cuenta que ni siquiera tienes apoyo de tu familia. Tu tío abuelo huyó como lo que es, una rata asquerosa.

Amelia se sobresaltó por sus palabras. ¿Cómo podía saber aquel hombre que ella no tenía ni un centavo en los bolsillos?

—Claro que tengo apoyo de mi tío —lo defendió, aunque ni ella misma se creía sus palabras—. No te permitiré que lo ofendas en mi presencia.

Samuel se guardó las manos en los bolsillos del pantalón y se aproximó a la mujer con lentitud, como si buscara acorralarla.

—Si te quedas, será bajo mis reglas y una de ellas es permitir que insulte todo lo que quiera a ese miserable. Tengo cientos de motivos para hacerlo y como ya lo he dicho, esta es mi casa. Si no te gustan mis condiciones, puedes irte cuando quieras.

Amelia quedó un instante inmóvil, esforzándose por mantenerle la mirada sin que él notara lo asustada y confundida que se sentía. Procuró mostrarse igual de inflexible que aquel hombre, aunque estuvo a punto de fallar cuando notó que él fijaba su atención en el escote de su vestido.

Por culpa de su agitación, respiraba de forma pronunciada, haciendo subir y bajar su pecho haciendo destacar mucho más la redondez y prominencia de sus senos, apretados en la tela.

La manera en que él la miró le hizo arder la piel y la erizó por completo. Por un momento ella no pudo evitar desearlo, querer que él tuviese más acceso a su cuerpo y la calcinara con el fuego que emitían sus ojos grises.

Aunque las ganas se le pasaron de forma inmediata cuando él fijo su atención en su cara. Samuel sonrió con expresión de burla y desprecio, tal vez, por haber notado lo que ella había experimentado por culpa de sus provocaciones.

—Bienvenida a mi guarida, querida hijastra —expuso con voz sensual, antes de marcharse.

Amelia se estremeció por sus palabras, tanto por el miedo que le produjeron, ya que sonaron a claras amenazas, como por la excitación que experimentó.

Se odió por sus reacciones.

No debía dejarse intimidar de ninguna manera por ese hombre. No podía perder aquella batalla.

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