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Capítulo 2. Debate silencioso.

Amelia quedó paralizada un instante. Reaccionó cuando lo vio acercarse al biombo. Rápido salió para enfrentarlo.

Se irguió ante él procurando mantenerse serena, pero lo cierto era que su cuerpo temblaba de forma casi imperceptible.

—¿Tú eres Samuel Buckley?

El hombre avanzó un paso, intimidándola aún más.

—¿A qué has venido?

—Esta es mi casa.

—Muy tarde lo recordaste —mascó furioso, sin apartar su mirada diamantina de los ojos temerosos de la mujer.

—¿Qué le sucede a mi madre? ¿Dime qué le has hecho? —preguntó, procurando mostrarse soberbia para no demostrar lo mucho que él la afectaba.

El hombre alzó la comisura de uno de sus labios en una sonrisa despiadada.

—Tú y tu familia son demasiado predecibles. Ya entiendo cómo pudieron terminar de esta manera —expuso entre dientes y como para sí mismo, aunque Amelia fue capaz de entenderlo.

Sin decir nada más, el hombre se retiró. La dejó en ese lugar, ahogada en la indignación.

Amelia observó la partida de Samuel Buckley con la boca abierta, sorprendida por su desplante, luego desvió su atención hacia su madre. El corazón se le hizo un puño en el pecho al volver a detallar su estado deplorable.

—Te sacaré de aquí —le prometió en susurros, antes de ir tras Samuel.

Él ya había llegado a las escaleras y comenzaba a bajar cuando ella lo llamó.

—¡Samuel Buckley, detente! —exigió, parada en la parte superior.

El hombre detuvo sus pasos y se giró para observarla con el cuerpo rígido.

—¿Qué le sucede a mi madre? ¿Por qué no está internada en un hospital?

—Porque ellos ya no pueden hacer nada por ella.

—¿Cómo que no pueden hacer nada por ella? —preguntó con angustia. Sus ojos se llenaron de lágrimas de miedo.

—Está en coma por culpa de una insuficiencia cardiaca severa, producto del abuso de sustancias.

—¿Sustancias? ¿A qué te refieres?

Él alzó los hombros con indiferencia.

—Drogas.

Amelia se llevó una mano al pecho, ofendida.

—¡Mi madre no consumía drogas!

—Consumía de seis a ocho pastillas diarias de antidepresivos, diazepam, pastillas para dormir y quién sabe qué otras cosas más.

La mujer negó con la cabeza.

—Ella no tomaba esas cosas. ¡Tú debiste suministrárselas! —lo acusó con el dolor marcado en el semblante.

Samuel volvió a sonreír de medio lado.

—Claro, vamos a echarle la culpa a otro, un gesto muy propio de los Sullivan. ¿Qué tal y señalamos al único que se ha quedado junto a Deborah este tiempo, que la cuida y acompaña en sus últimos días de vida? —soltó con desprecio y dedicándole una mirada cargada de reproches.

Aquello fue como una lanza envenenada que traspasó el corazón de Amelia. Le resultó tan dolorosa que la hizo retroceder un paso.

—Mi madre no va a morir de esta manera —expuso y dejó correr lágrimas por sus mejillas—. Así no —aseguró y le dio la espalda para dirigirse una vez más a la habitación donde se hallaba la mujer.

Encendió la luz y se aproximó a la cama. Sintió a su corazón romperse en miles de pedazos mientras veía su débil respirar.

—¿Cómo pudiste terminar de esta manera en tan solo cinco meses? —se preguntó con pesar, sorprendida por lo mucho que se había descompuesto.

Repasó con ansiedad la habitación y corrió a la cómoda para abrir los cajones. Solo hallaba ropa.

—¿Qué haces?

La voz de Samuel resonó en la habitación, sobresaltándola. Al girarse hacia él, lo encontró a tan solo unos pasos de distancia.

Al tenerlo cerca pudo observarlo mejor. Él tenía la piel tostada por el sol, los labios carnosos y los ojos de un gris que helaba. En sus cabellos oscuros se divisaba la presencia de algunas canas, pero eso lo hacía mucho más interesante.

—¿Dónde están los informes médicos?

—¿Para qué los buscas?

—Soy su hija. Tengo derecho a conocer con detalle el estado de salud de mi madre —exigió con firmeza, con las mejillas aún húmedas por sus lágrimas.

Samuel la tomó con rudeza por un brazo para acercarla más a sí.

—La abandonaste durante años a pesar de saber que había quedado sola luego de la muerte de su hermano y de su padre, deprimida y asustada. ¿Ahora te preocupas?

—No se te ocurra juzgarme, Samuel Buckley —advirtió y se soltó de su agarre con rudeza, para luego señalarlo con un dedo—. No sabes lo que sucedió entre ella y yo para que tuviésemos ese tipo de relación.

—Sé todo lo que se necesita saber, Amelia Sullivan —expuso, y se aproximó aún más—. Ahora yo soy su esposo, el único que tiene derechos sobre ella. Revisarás los informes médicos solo si yo lo autorizo, pero ¿sabes qué? Hoy no quiero hacerlo.

Ella se mostró indignada. Iba a rebatir sus palabras, aunque él se le adelantó.

—Invadiste mi casa y te metiste sin permiso en la habitación de mi esposa escondiéndote como una rata cobarde. Ahora registras sus pertenencias aprovechando la soledad del dormitorio pudiendo robarte algo. Si me provoca, puedo llevarte ya mismo a la policía para que pases la noche en una celda fría, o quizás, toda la semana.

Ella por un momento se mostró desconcertada. Con el brillo del temor titilando en sus pupilas, pero pronto recuperó la altivez y se irguió soberbia.

—No lo harás, porque yo no estoy cometiendo ningún delito. Eres tú quien se metió en mi casa para aprovecharse de la mujer sola, asustada y enferma. La sedujiste con mentiras, te casaste con ella quitándole todo su dinero y su empresa, la empujaste a consumir drogas hasta hacerla caer en coma. Eres tú la rata cobarde —soltó con desprecio.

Por un momento se debatieron en silencio, manteniendo con furor sus miradas. La de ella empañada por el dolor y la rabia, y la de él, tan transparente que costaba traducir sus verdaderas intenciones.

Samuel estaba casi sobre ella, buscando aplastarla con la severidad de su postura, comportándose como un demonio despiadado.

La tenía nerviosa, acorralada y confundida. Sin embargo, ambos detuvieron su debate silencioso porque se produjo un toqueteo en la puerta.

—¿Qué pasa? —preguntó él con molestia y sin apartar su atención de Amelia.

—Señor, disculpe. El señor Lawrence Sullivan está abajo, pide verlo —comunicó el mayordomo.

Él sonrió de medio lado, con perversidad.

—Lawrence Sullivan —repitió como para sí mismo—. Que oportuna visita. ¿No es así, querida Amelia? Tu tío abuelo llegó a casa, el show acaba de comenzar —expuso, y la calcinó con sus ojos diamantinos antes de dar media vuelta y bajar para recibirlo.

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