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Capítulo 1. El lobo feroz.

Amelia Sullivan no podía creer que aquello estaba pasando.

«Su madre estaba enferma y al borde de la muerte».

«Su madre estaba siendo estafada por un hombre».

«Su madre se había casado sin haberle avisado».

Por un momento no supo cómo reaccionar. ¿Sería cierto todo lo que su tío abuelo, Lawrence, le había informado?

—Tu madre debe tener sus motivos para haber hecho todo eso —justificó Irina, su compañera de piso.

—¡Soy su hija! —expuso ofendida—. Al menos, debió enviarme un mensaje comunicándome sobre su boda.

—¡No le hablas desde hace cinco meses! —recordó la chica—. Tú tampoco hiciste nada por reparar la relación.

—¡Me repudió! Dijo que yo era una vergüenza para ella, me ordenó que no la buscara ni que volviera a pisar su casa. ¡Que me olvidara hasta de mi herencia!

—Te lo ordenó si seguías con Malcolm. Ella lo único que quiso fue que te alejaras de ese hombre, porque estaba segura que él te haría un gran daño. Y fíjate, eso fue lo que pasó.

Amelia se sentó abatida en el sofá sintiéndose dolida al recordar la dura discusión que había tenido con su madre cinco meses atrás, cuando la mujer había ido hasta California para reclamarle por el amorío que mantenía con un hombre casado.

Deborah Sullivan no podía permitir que Amelia cometiera su mismo error. Por eso había realizado aquel viaje desde Seattle para exigirle que lo abandonara. Orden que decidió no cumplir.

Si lo hubiese hecho, ahora no tendría el corazón tan fracturado.

—Debo ir a Seattle —declaró, represando las lágrimas en sus ojos.

—¿Viajarás sin confirmar lo que te contó tu tío abuelo?

—No tengo a nadie a quien llamar para conocer sobre la situación de mi madre. Luego de las muertes de mi abuelo y de mi tío, tres años atrás, mamá se alejó de todos sus amigos. Hasta me obligó a mantenerme lejos de la mansión porque estaba obsesionada con la idea de que me harían daño.

—Pobre mujer, sufrió infinidad de pérdidas en tan poco tiempo, es lógico que quedara paranoica mientras tú estabas aquí, enredada en un romance con un tipo que nunca valió la pena.

—¡Ella me alejó de la mansión! —reclamó con enfado—. Estaba obsesionada con que esa casa estaba infectada por una maldición. Me prohibió volver a Seattle para que no muriera de forma repentina como le había sucedido a mi abuelo y a mi tío.

Irina se sentó en un sillón frente a Amelia, confusa.

—¿Será esa maldición lo que hizo que tu madre cayera en coma?

Amelia resopló.

—No creo en esas cosas, pero debo ir —dijo decidida—. Necesito averiguar qué le sucede y ayudarla a salir de esa situación. ¡No voy a dejarla morir! —declaró con firmeza—. Además, tengo que saber quién demonios es Samuel Buckley y cómo es posible que se haya casado con mi madre hace un par de meses y que esté al mando de la empresa de la familia y de toda su fortuna.

—Es decir, vas a conocer a tu padrastro —expuso Irina como una especie de broma, pero eso a Amelia no le produjo ningún tipo de gracia.


Al día siguiente de esa conversación, Amelia tomaba un taxi en el aeropuerto de Seattle para dirigirse al lujoso y exclusivo barrio residencial de Laurelhurst, ubicado junto a la bahía.

Enormes mansiones se erguían a lo largo de la playa, separadas entre sí por pequeños tramos de bosque. La de los Sullivan estaba rodeada por altos pinos que ensombrecían la vivienda de dos pisos y fachada de piedra gris, sumergiéndola bajo un halo de misterio.

Al bajar del auto, miró con aprehensión aquel lugar que no había visitado desde hacía tres años. Como el mayordomo no la conocía, porque apenas tenía dos años en el puesto, la hizo pasar a la sala principal mientras le avisaba al señor.

Ella lo vio marcharse sintiendo indignación. Esa era su casa, ella era una Sullivan, no iba a esperar en su propia sala a que un extraño la atendiera, así que dejó su equipaje en ese sitio y subió las escaleras.

Recordaba la distribución de las habitaciones, por tanto, se dirigió a la de su madre. Experimentó alivio al ver que el mayordomo seguía de largo. Eso le aseguraba que el tal Samuel Buckley no dormía con Deborah.

Al entrar en la habitación la halló a oscuras, solo una lámpara de baja iluminación estaba encendida junto a la cama.

Corrió hacia la mujer quedando petrificada al ver a una figura pálida y huesuda hundida entre las mullidas colchas, con una mascarilla de oxígeno cubriéndole la mitad del rostro y máquinas controlando sus signos vitales.

Deborah Sullivan siempre había sido altiva y elegante, y tan coqueta que vivía agregándose tintes en el cabello e inyectándose colágeno para estirar sus arrugas. Ahora se notaba canosa y con la piel como la de una uva seca.

—¿Mamá? —habló con lágrimas en los ojos y se sentó a su lado.

Al tocarle la mejilla sintió su piel algo helada, pero no era un frío mortuorio, sino el resultado de tener la ventana abierta para que la brisa fresca del otoño invadiera la habitación.

Enseguida se puso de pie para cerrarla.

—Qué descuido. ¿Dónde estará su mucama personal? —se preguntó, recordando que su madre solía tener a una mujer de confianza asistiéndola en todas sus necesidades.

En ese momento se percató que no había visto a ningún empleado en la mansión, solo al mayordomo. La casa parecía vacía.

Al escuchar unos pasos acercarse se asustó. Por instinto, se escondió tras un biombo de madera.

La puerta se abrió y ella se asomó por las ranuras que dejaban los pliegues para divisar la imagen de un sujeto alto y de cuerpo ejercitado parado bajo el marco. No pudo reparar en la forma de su rostro por estar entre penumbras.

Él estuvo inmóvil unos segundos, luego avanzó hacia la cama con paso lento, como si fuese un depredador que vigilaba a una incauta presa.

Amelia sintió miedo. La forma de moverse de ese sujeto le resultaba intimidante.

Él tenía los puños cerrados, como si estuviese preparado para iniciar una pelea. Al llegar al borde de la cama, la débil luz de la lámpara iluminó su semblante.

Sus facciones estaban endurecidas. No era joven, debía rondar los cuarenta años. Tenía una mandíbula cuadrada poblada por una barba de pocos días y los cabellos oscuros se le enrulaba un poco en las puntas dándole un aire desaliñado.

Estaba vestido de forma elegante. Con pantalón plisado y camisa manga larga abierta hasta el tercer botón, que parecía dibujada sobre su torso musculoso. Amelia debía reconocer que el hombre era muy atractivo, demasiado para su gusto. Sus pezones se endurecieron mientras lo detallaba, pero al mirar su cara se asustó.

Los ojos de Samuel emitían un brillo diabólico. Eran como dos diamantes que le concedían una imagen fría y despiadada, y estaban fijos en ella.

—Esconderse es de cobardes, Amelia Sullivan —expuso él con una voz ronca y vibrante que a ella la hizo estremecer—. ¿Acaso tienes algo que ocultar?

Samuel sabía dónde se encontraba la mujer, siempre lo supo. El lobo feroz tenía ubicada a la débil caperucita.

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