




CAPITULO 4: DOBLE IRRITABILIDAD
Al entrar a la mansión, Sara sintió que el aire era diferente, casi solemne. Se quedó estupefacta al observar las opulentas decoraciones: paredes de mármol que reflejaban las luces de las arañas de cristal, muebles aterciopelados de diseño impecable, y un comedor que parecía sacado de un palacio europeo. La escalera en espiral, con barandales de hierro forjado dorado, dominaba la sala central como si fuese una obra de arte. Todo tenía un aura de lujo y poder.
Dos sirvientas las esperaban al pie de la escalera. Ambas vestían uniformes perfectamente planchados y llevaban un aire de discreción que Sara notó al instante. Caspian, sin siquiera mirarlas, continuó subiendo las escaleras y lanzó una orden:
—Ella duerme en la habitación de huéspedes.
Las criadas intercambiaron miradas breves pero llenas de sorpresa. Para cualquiera que las observara, aquello pasaría desapercibido, pero Sara captó el instante. Notó también cómo las mujeres la miraban de reojo, evaluándola en silencio. Sin embargo, mantuvo su porte tranquilo.
—¿Señora? —preguntó una de las sirvientas, Carmen, con voz educada.
Sara sonrió, inclinando ligeramente la cabeza.
—Ya escucharon a su señor. Iré a la habitación de huéspedes.
Un par de horas después, Sara estaba instalada en la habitación asignada. Aunque el espacio era grande y perfectamente decorado, había algo frío e impersonal en el ambiente. Se acercó a la ventana, corriendo ligeramente las pesadas cortinas de terciopelo, y se encontró con un patio inmenso que parecía no tener fin. La piscina, iluminada por luces tenues, parecía un oasis cristalino en medio de la oscuridad. Por un instante, deseó sumergirse en el agua y relajarse, pero la idea de pedirle permiso a Caspian la desanimó al instante. "No vale la pena," pensó, esbozando una sonrisa irónica, "cuando todo esto termine y mis planes se completen, podré darme todos los lujos que quiera."
Con ese pensamiento, bajó las escaleras. El aroma de la cena, tenue pero apetitoso, le recordó que no había comido nada desde la ceremonia. Caminó hacia la cocina con pasos ligeros, pero al pasar junto a la sala, se detuvo de golpe. Allí estaba Caspian, sentado con una expresión relajada que contrastaba con la rigidez que había mostrado antes. Sin embargo, lo que realmente llamó su atención fue la mujer acurrucada en su pecho: Sabrina.
Sara entrecerró los ojos. Recordó las palabras de Bastián Dark, uno de los inversionistas de la empresa. Durante la ceremonia, le había susurrado al oído, casi con diversión, que Sabrina era "una de las tantas amantes de Hilton". La mujer, con su cabello impecable y una sonrisa que denotaba confianza absoluta, acariciaba el pecho de Caspian como si el mundo entero le perteneciera.
Sin hacer ruido, Sara se apartó del marco de la puerta y continuó hacia la cocina. Aunque intentaba mantenerse indiferente, una ligera tensión se reflejaba en sus manos al apretar con fuerza el borde de la mesa de la cocina. Caspian podía ser un hombre mezquino, pero Sara sabía que estaba allí por una razón mucho más importante que soportar su actitud.
A Sara no le importó mucho la situación. No había sentimiento alguno que la atara a Caspian, ni siquiera un leve interés que justificara su breve matrimonio. Desde el principio, aquel enlace no había sido más que un medio para lograr dos objetivos: evitar que el señor Peter expusiera su identidad y ganar tiempo mientras limpiaba su nombre. Si hubiera tenido más opciones, nunca habría considerado casarse, pero las circunstancias la habían empujado a ello. Al final, todo estaba dentro de sus cálculos. Incluso había planeado comportarse de la forma más odiosa posible con Caspian para que él mismo terminara pidiéndole el divorcio. Sin embargo, las cosas habían tomado un giro inesperado cuando él decidió hacerlo por su cuenta el mismo día de la boda. Eso eliminaba cualquier preocupación o necesidad de confrontación. Para Sara, era un problema menos en su lista.
Con esa indiferencia bien marcada, se dirigió a la cocina en busca de algo para comer. Su día había sido agotador, y la mezcla de emociones, aunque ligeras, le recordaban que aún tenía una larga batalla por delante. Apenas entró en la cocina, Julia, una de las criadas, la vio y no pudo evitar tensarse. A pesar de trabajar allí desde hacía años, no sabía cómo reaccionar ante una mujer que técnicamente ya no era parte de la familia.
Sara percibió el nerviosismo en el rostro de la criada y, con su característica calma, esbozó una sonrisa suave, casi reconfortante, para intentar reducir la incomodidad de la situación. No le interesaba incomodar a nadie en aquella casa; después de todo, no tenía razones para hacerlo.
—¿Podrías prepararme algo de merendar, por favor? —pidió Sara con un tono amable, casi susurrado, como si buscara no alterar la tranquilidad del lugar.
Julia asintió rápidamente, aliviada por el gesto y las palabras de Sara. Se apresuró a buscar los ingredientes necesarios para preparar unos bocadillos, mientras Sara, sin más que hacer, salió de la cocina y se dirigió al comedor.