




8
Las semanas empezaron a pasar, y se hizo muy normal ver a Jorge a menudo en casa. Ellos salÃan bastante, y a veces, llegaban un poco tarde en la noche.
No le decÃa nada, y mucho menos le reprochaba, al fin que su madre tenÃa derecho a ser feliz, aunque a él no le hiciera mucha gracia; después de todo, era su madre.
Pero una noche ella no regresó.
Se dio cuenta porque le entró sueño y él no se dormÃa hasta que ella llegara. HabÃa estado entretenido haciendo deberes, pero miró el reloj y se dio cuenta de que eran las dos de la mañana ya.
Ella no tenÃa un teléfono móvil, era demasiado costoso, asà que no tenÃa cómo llamarla.
Pero Jorge sÃ, pensó, y estaba seguro de que tenÃan su número en algún lado de la casa.
Iba a tomar el teléfono cuando éste timbró. La voz de Jorge lo sorprendió un poco.
—Ya te iba a llamar –le dijo Daniel, un poco molesto—. ¿Dónde está mi madre?
—Daniel…
—Mira, comprendo que ya son adultos y todo eso, pero mi mamá…
—Sandra se fue, Daniel –le interrumpió Jorge. Daniel separó un poco el auricular de su oreja y lo miró.
—¿Se fue? ¿A dónde se fue? ¿De qué hablas?
—Estaba con ella y… simplemente, se fue. Ella ha muerto, Daniel—. Daniel sintió su corazón latir más lentamente, y su piel empezó a sentir un cosquilleo—. La traje al hospital en cuanto pude –siguió Jorge, y Daniel notó que estaba evitando llorar—, pero ya no habÃa nada que hacer. Lo siento. Lo siento.
—¿Qué le hiciste a mi madre?
—Te juro que…
—¡¡Qué le hiciste!! –gritó.
—¡Nada! –contestó Jorge—. ¡Ella ya estaba enferma! Una afección en el corazón. Los médicos se lo dijeron, le dijeron que no le quedaba mucho tiempo.
—Estás mintiendo –susurró Daniel—. Estás mintiendo, tienes que estar mintiendo.
—Espera un momento en casa, mandaré por ti…
—¿En qué hospital están?
—Espera en casa –insistió Jorge—. Mandaré por ti—. Él cortó la llamada, y Daniel no tuvo más remedio que esperar a que Jorge hiciera lo que habÃa dicho.
Puso el auricular en su soporte y se dio cuenta de que habÃa empezado a temblar. Poco a poco las palabras de Jorge empezaron a filtrarse en su conciencia. Ella estaba enferma ya, no le quedaba mucho tiempo.
SÃ, él habÃa notado que ella tenÃa un aspecto más cansado. Luego de ir a ver a Jorge a su mansión, ella habÃa renunciado a su anterior trabajo, le habÃa dicho que tenÃa dinero ahorrado como para tomarse un descanso, y él vio confirmada su sospecha de que Jorge le estaba pasando dinero, pero ahora sabÃa que no era por eso. Ella ya sabÃa que iba a morir.
Se sintió decepcionado, solo, un poquito abandonado.
Ella no le habÃa dicho nada. No le confió su dificultad más grande. Estaba enferma y él nunca lo supo.
No fue capaz de llorar. Un chofer llamó a su puerta y lo metió en un auto. Fue a ver el cuerpo de su madre. Vio cómo Jorge, con ojos rojos, se encargaba de todo, de la funeraria, de su entierro, y él no fue capaz de hacer nada, de sentir nada.
Le habÃan mentido. Lo habÃan excluido de esta verdad, y se sintió inútil, incapaz; de todo, menos un hombre de verdad.
Diana iba en el asiento de atrás de uno de los autos de la familia bastante triste. El verano se habÃa acabado, y con él, sus vacaciones con sus amigas. Ahora estaba de nuevo sola en esa enorme casa con el idiota de su hermano, y un papá que últimamente se ausentaba mucho.
Le abrieron la puerta y ella bajó sin muchos ánimos de entrar. ¿Para qué? Iba a estar todo solo…
Y entonces vio al chico estatua.
Estaba otra vez frente a la piscina, pero ahora no estaba de pie, sino sentado en el suelo, vestido de negro, abrazando sus rodillas, y mirando las aguas tranquilas.
Se estuvo allà mirándolo por espacio de un minuto, pero él no se movió.
Era un poco raro.
Resignada, entró a la mansión y se encaminó a su habitación. Cuando Maggie le preguntó si le apetecÃa algo de comer, estuvo a punto de preguntarle quién era el chico de la piscina, pero se contuvo. ¿Qué le importaba a ella quién era él?
Entró a su habitación y sacó de uno de los armarios un cuaderno grande de dibujo. Le encantaba dibujar. Además, habÃa descubierto algo que se llamaba memoria fotográfica, y ella la tenÃa, sobre todo, para recordar formas y colores. Rostros, figuras, paisajes. Ella sólo necesitaba un vistazo para luego plasmarlo. Y lo hacÃa bien.
Se detuvo cuando se dio cuenta de que habÃa dibujado la escena que acababa de ver, el chico de negro frente a la piscina.
Miró hacia la ventana y se dio cuenta de que habÃa empezado a llover. El cielo estaba oscuro por los nubarrones, y las gotas, grandes y pesadas, caÃan con violencia contra el techo, los cristales de la ventana y el suelo.
Se levantó y miró hacia la piscina. El chico seguÃa allÃ, bajo la lluvia. ¿No le importaba coger un resfriado? ¿O era ella que estaba alucinando?
Salió de la habitación y bajó buscando a su padre en su despacho, esperando encontrarlo en casa. Jorge estaba sentado en el sofá de su despacho privado, vestido de negro también, con una mirada triste y distante.
—Papá –le preguntó ella acercándose—, ¿quién es el chico que desde hace rato está frente a la piscina? –Jorge elevó la mirada a ella—. Lo he visto aquà ya dos veces, y… ¿Es normal? Quiero decir, está allÃ, bajo esta lluvia, sin importarle si atrapa un resfriado.
Jorge soltó el aire en algo que se parecÃa demasiado a un suspiro.
—Es Daniel –contestó.
—¿De qué lo conoces?
—Es… el hijo de una amiga.
—Ya. ¿Y qué hace aquÃ? ¿Qué hace allÃ, exactamente? Alguien deberÃa ir y decirle que entre. Incluso llegué a pensar que es un poco anormal…
—No. Es normal. Es todo lo normal que un chico de su edad podrÃa ser. Es sólo que… está muy triste.
—¿Por qué? –preguntó Diana sintiendo curiosidad.
—Acaba de perder a su madre –contestó Jorge, y Diana de inmediato empatizó con él.
—Vaya. Pobre.