




6
Daniel llevaba por lo menos una hora de pie bajo el sol y frente al resplandor de la piscina.
No pasaba nada, estaba acostumbrado a esto.
SabÃa que no podrÃa entrar a la mansión hasta que se le diera orden. Con los ricos, las cosas eran siempre muy previsibles.
Sandra, su madre, le habÃa pedido que esperara aquà hasta que lo hicieran llamar. El comportamiento de ella habÃa sido muy extraño, pues, por más preguntas que le hiciera, ella no explicaba claramente qué era lo que venÃan a buscar aquÃ. HacÃa años que habÃa dejado de ser una sirvienta y ahora trabajaba como dama de compañÃa de una anciana rica y excéntrica. En este trabajo no tenÃa ya que lavar platos o baños, sólo estar pendiente de esta mujer malhumorada, enferma y sola, darle su medicina y de vez en cuando, leerle, conversar con ella, ser su aya.
Él no querÃa esto. Él querÃa algo más, pero aún era considerado un niño, y muy pocos lo tenÃan en cuenta. Desde los trece años trabajaba y estudiaba al tiempo, ayudaba a su madre en los quehaceres, sacaba las mejores notas en la escuela y ya se estaba preparando para concursar por una beca en alguna universidad y estudiar una carrera. Pero esto eran sólo planes, pues por muy becado que estuviera, su madre estarÃa sola, y ella estaba un poco delicada de salud; últimamente no se estaba sintiendo bien, asà que se preocupaba al no tener a alguien que cuidara de ella en caso de que enfermara.
¿Qué podrÃa hacer?
No comprendÃa del todo lo que venÃan a hacer aquÃ, pero esperaba que fuera algo que ayudara a Sandra a estar mejor, a trabajar menos, a sentirse bien.
En los ojos de su madre hubo siempre una tristeza que él nunca pudo borrar, a pesar de que se consideraba un buen hijo. Por más que se habÃa esforzado, y aunque en muchas ocasiones la hizo sonreÃr con sus logros, sus chistes y payasadas, muy en el fondo habÃa algo que la entristecÃa o la preocupaba, y más últimamente.
—¿Eres el hijo de Sandra Santos? –preguntó la mujer que les habÃa abierto la puerta cuando llegaron aquÃ. Daniel asintió en silencio—. SÃgueme –pidió ella, y él hizo caso.
El interior de la mansión estaba increÃblemente fresco. No parecÃa verano aquà dentro. Los muebles, como en toda casa de ricos, era de una exquisita fineza y buen gusto. Las paredes eran algunas cubiertas en madera, otras forradas de papel tapiz color marfil. Los marcos de las puertas y las ventanas eran también en madera, y habÃa cuadros de reconocidos pintores colgados en las paredes. El piso de parquet brillaba, quizá por el trabajo de cera y pulido que se hacÃa constantemente sobre él.
Sonrió cuando se dio cuenta de que era incapaz de admirar una casa sin asociarlo al trabajo de la servidumbre.
La mujer lo condujo hasta una sala en la que estaba de pie su madre, y un hombre alto y canoso que debÃa ser el señor de la casa. Él se detuvo y la miró a ella fijamente, pues tenÃa los ojos humedecidos como si hubiese estado llorando.
Si a ella le habÃa tocado suplicar por un trabajo aquÃ, lo mejor serÃa irse y no regresar, se dijo.
—Asà que tú eres Daniel –dijo el hombre, y Daniel asintió con un movimiento de cabeza—. Me han hablado muy bien de ti.
—En cambio –dijo Daniel, con cautela—, de usted yo no sé nada—. El hombre sonrió, y Sandra le abrió los ojos a su hijo para que se comportara.
—Mi nombre es Jorge Alcázar.
—Jorge es un buen amigo –explicó Sandra, mirándolo significativamente para que no hiciera preguntas impertinentes y fuera amable. Daniel arrugó un poco su frente.
—Un amigo, ¿eh? Entiendo.
—¿Qué entiendes? –preguntó ella, desconfiada.
—Tu madre trabajó para mà hace veinte años –explicó Jorge, sonriente—. No nos habÃamos vuelto a ver, pero le debo unos cuantos favores.
Entonces no eres mi padre, quiso decir Daniel, pero se mordió la lengua; hacÃa mucho tiempo que habÃa hecho las cuentas y que sabÃa que su madre le habÃa mentido con respecto a su padre. No podÃa haber sido un novio que huyó cuando la supo embarazada, de ser asÃ, ¿por qué su reticencia en revelar su nombre? Se lo habÃa preguntado miles de veces cuando era niño, deseoso de poder tener por lo menos en su mente la imagen creada por él mismo de su padre, pero eso habÃa sido hasta que ella le habÃa pedido que, si en verdad la amaba, no le volviese a preguntar eso.
Se habÃa hecho adolescente, y si bien no le volvió a preguntar, no dejó de indagar, hacer conjeturas.
Todo lo que sabÃa hasta ahora era que debÃa ser un señor, rico, y probablemente de esos que abusaban de sus criadas. Se habÃa imaginado la historia. Su madre era joven y guapa, él la engatusó tal vez, o en el peor de los casos, la abusó, la embarazó, y entonces ella huyó. O quizá él la despidió, quién sabe.
Él se parecÃa a su padre, de eso no le quedaba duda. HabÃa visto unas cuantas fotografÃas de sus abuelos y bisabuelos y ninguno era rubio ni de ojos claros, asà que debió heredar los suyos por la lÃnea paterna.
Y hasta allà llegaban sus conclusiones.
Este hombre aquà era un amigo, uno de la época en que él no habÃa nacido, asà que tampoco podÃa saber la verdad de su origen. ¿Y qué tipo de favores podÃa deberle una mujer humilde como su madre a un hombre tan imponente como este?
HabÃa tenido que admirar su sagacidad. Con una sola frase, él habÃa aclarado el tipo de relación que los habÃa unido en el pasado y despejado toda duda con respecto al tema.
Jorge admiró al muchacho frente a él, era alto, un poco delgado para su gusto, el cabello castaño rubio le caÃa liso sobre la frente, aclarado por el sol, y tenÃa unos ojos impresionantemente verdes. No verde—avellana, ni verde—azulados. No, sólo verdes, como los de la hoja de un árbol en verano.
¿A quién se los habÃa heredado? Y ese cabello rubio, ¿serÃa igual que el de su padre, quizá? ¿Quién era el padre de este chico, que, tenÃa que reconocer, era guapo, y tenÃa una apostura bastante imponente a pesar de ser sólo un niño de diecisiete años?
Lo habÃa mirado a él como un ave rapaz por encontrar a su madre con los ojos humedecidos, como culpándolo de la desdicha de ésta. Y tal vez tenÃa razón.
—Tu madre sólo habla maravillas de ti –siguió diciendo Jorge—. ¿Estás a la altura de sus elogios? –Daniel no sonrió.
—No puedo evitar que mi madre me cubra de honores que quizá no tengo. Pero yo sà que puedo decir que ella es la mejor madre del mundo.
—Quizá, ¿eh? Quizá no tienes esos honores, pero quizá sÃ.
—Si soy buena o mala persona no me queda a mà decirlo. Eso tendrÃa que descubrirlo por usted mismo.
—¡Daniel! –lo reprendió Sandra, y se detuvo cuando escuchó la risa de Jorge.
—Me gustas –dijo Jorge mirándolo con ojos brillantes, luego se dirigió a Sandra—. Definitivamente, tiene tu ingenio para contestar.
—Un error en su carácter que no he podido corregir.
—Déjalo. Siempre hay alguien que sabe apreciar este tipo de cosas—. Volvió a mirar a Daniel, que parecÃa incómodo por oÃrlos hablar asÃ, como si él no estuviese presente—. Bien, puedes retirarte. ¿Maggie? –ella apareció en el umbral de la puerta—. Lleva a Daniel a la cocina y dale algo de beber. Debe tener mucha sed; estuvo esperando afuera.
—Claro, señor—. Daniel quiso quedarse allà y conversar con aquel hombre por un poco más de tiempo. ¿Qué seguÃa ahora? Se preguntó. ¿SerÃa su jefe? ¿Qué tipo de relación era esta, y qué favores le debÃa él a su madre?