




3
Pasaron los dÃas, y tal como Jorge temió, Sandra no se estaba mucho tiempo en la misma sala que él si sólo estaban los dos. Por más que volvió a la cocina por las noches, nunca la encontró allà haciendo sus deberes. Se preguntaba a dónde iba ahora.
Decidió no prestarle demasiada atención, aunque por más que lo intentaba, ella volvÃa a meterse en sus pensamientos.
TenÃa otras cosas en qué pensar. Las tiendas que habÃa fundado hacÃa sólo unos ocho años estaban creciendo de una manera vertiginosa, y estaba ganando socios que confiaban plenamente en su capacidad para llevar el negocio al éxito. En Awsome se vendÃa no sólo ropa y calzado, sino que ahora también estaba incursionando en todo tipo de accesorios para mujeres y hombres. La respuesta del cliente no se habÃa hecho esperar. La mesa directiva tenÃa la idea de extenderse e ir más allá, pero para eso necesitaban capital, que lamentablemente ahora no tenÃan.
Iba en su auto luego de una reunión con un posible socio inversionista cuando vio a Sandra. Estaba sentada sola en una cafeterÃa, mirando lejos y con unos apuntes delante. Sonrió y detuvo el auto dejándolo en una zona de parqueo público, y sin dudarlo, se encaminó a ella. Entró a la cafeterÃa y pidió dos tazas de café, del mejor, negro y muy aromático. Esta chica venÃa de la tierra del café, asà que no podÃa traerle cualquier cosa.
Sandra se sintió seducida por el aroma a café y levantó la mirada. Al ver a Jorge sosteniendo un par de tazas y sonriéndole con cierta picardÃa, entrecerró sus ojos.
—Parece que después de todo, sà pude invitarte a una taza de café –dijo él, y le puso la taza delante. Sandra cerró las libretas y miró la negra y humeante bebida bastante tentada a recibirla. Para tener derecho a estar sentada aquÃ, habÃa pedido un simple jugo, y sospechaba que los meseros del lugar no estaban muy contentos con esta cliente en particular—. Vamos, no lo mires asÃ. Te arrepentirás toda la vida.
Eso era verdad, pensó ella, y tomó la taza y le dio un sorbo.
Ah, directo de las montañas de Colombia, se dijo, y pegó la nariz a la taza saboreándola con todos sus sentidos disponibles. Jorge se echó a reÃr.
—¿Echas de menos tu tierra?
—Mucho.
—Pero no piensas volver –ella bajó la mirada.
—Ya no puedo. Prometà hacer cosas grandes aquÃ, asà que volver serÃa una derrota.
—Te entiendo. Me identifico contigo, ¿sabes? –Sandra lo miró un poco incrédula—. Yo también dejé mi tierra siguiendo el sueño americano.
—Pero usted lo consiguió—. Él sonrió un tanto enigmático.
—A costa de unas cuantas cosas—. Ella tuvo curiosidad de preguntarle qué cosas, pero no se atrevió. Él siguió hablando, buscando entablar con ella una conversación, y al fin, Sandra cedió y puso de su parte contestando, haciendo comentarios, y hablando a su vez.
Cuando hubieron terminado el café, ella recogió sus apuntes. Viendo que ella tenÃa intención de irse, él también se puso en pie.
—Sabes, no te invité para nada extraño aquella vez –dijo él, y ella lo miró de reojo sin creerle. Jorge se echó a reÃr—. Bueno, tal vez sÃ, un poco. Pero siempre es sabido que el hombre llega hasta donde la mujer le permite. Quedó claro que yo ni siquiera llegué a invitarte a tomar algo.
—Ya lo hizo.
—¿Dolió?
—Claro que no. Pero no puedo permitir que el señor de la casa me haga este tipo de invitaciones otra vez. SerÃa muy fácil caer si me descuido.
—¿Estás diciendo que no te soy indiferente?
—Señor Alcázar, no me obligue a renunciar.
—¡No! Claro que no. Qué difÃcil eres, mujer –ella sonrió, y él adoró los hoyuelos en sus mejillas.
—¡Ustedes dos! –exclamó una mujer, vestida con una falda larga y llena de estampados de colores vivos. Era de tez oscura, cabello rizado, negro y largo, recogido en una trenza que en la punta llevaba enredada una pluma.
Sandra y Jorge la miraron un poco tomados por sorpresa, y Jorge incluso dio un paso atrás para tomar a Sandra y salir corriendo con ella en volandas en caso de que la mujer se pusiera agresiva, pero ésta sólo cerró sus ojos y arrugó su frente como si estuviera sufriendo mucho.
—Esta sangre –dijo ella con voz queda—, esta sangre me quiere decir algo –Sandra miró a Jorge como pidiéndole salir corriendo de aquÃ, pero la mujer abrió de nuevo sus ojos y miró fijamente a Sandra, que tuvo un poco de temor al ver esta extraña mujer comportándose de un modo más extraño aún—. Harás un largo viaje –le dijo la mujer a Sandra—. Uno muy cansado. Uno casi interminable. Pero no temas; cuando todo lo des por perdido, cuando tus esperanzas se hayan agotado, llegarás por fin a tu dulce destino—. Sandra elevó una ceja, sorprendida por esas palabras. Pero la mujer dejó de prestarle atención a ella y miró a Jorge, y con el mismo tono de voz le dijo—: Nunca olvides estas palabras: El sirviente que se esfuerza llegará a convertirse en el jefe del mal hijo, y hasta se quedará con la herencia que a éste le tocaba—. Y mirando al cielo dijo—: Esta sangre está destinada a unirse.
Jorge y Sandra la miraron pestañeando un par de veces, sorprendidos por este gran show. Sandra incluso quiso aplaudir. DebÃan estar promocionando la visita de algún circo, o algo asÃ. La mujer luego los observó y se aclaró la garganta. Miró en derredor como preguntándose dónde estaba y Jorge guio a Sandra en dirección al auto queriendo reÃr por lo extraño de todo, y ella, olvidando que habÃa prometido guardar las distancias con su jefe, aceptó ser llevada en el auto hasta la mansión.
En el camino fueron hablando y riendo de la extraña mujer y sus locas palabras, y el camino se les hizo muy corto.
Al llegar a la casa, Jorge borró de inmediato su sonrisa al reconocer el automóvil parqueado frente a la mansión. Miró a Sandra y ella vio un poco de preocupación en su rostro.
—¿Está todo bien? –preguntó ella. Él no tuvo tiempo de contestar, pues por la puerta principal salió una despampanante mujer, alta, pelirroja, de ojos marrones y piel muy clara, que al ver a Jorge se ajustó sus lentes de sol y caminó a él. Al advertir a la mujer a su lado, no dudó en echarle una mirada de arriba abajo y menospreciarla enseguida.
—Parece que tenÃa razón en estar preocupada –dijo ella con voz muy educada y una sonrisa estudiada. Sandra se empezó a sentir como una pequeña cucaracha frente a la fineza de esta mujer, sus ropas, su bolso, o tan sólo sus lentes de sol debÃan equivaler a su salario.
—Hola, Laylah –saludó Jorge.
—¿Hola? –reprochó ella—. ¿Asà tan simplemente saludas a tu prometida? –Jorge sintió la mirada de Sandra, y no pudo hacer nada cuando ella se disculpó y se alejó. Tuvo deseos de salir corriendo de allÃ, ir detrás de Sandra, cambiarlo todo.
Pero no podÃa. Laylah era la hija de su nuevo socio inversionista. El hombre habÃa dejado en sus manos casi toda su fortuna a cambio del matrimonio. Si bien él no tenÃa renombre, estaba demostrando ser un brillante hombre de negocios.
HabÃa ganado mucho dinero con esta transacción, pero sospechaba que habÃa perdido algo mucho más valioso y para siempre.
—¿Tengo que preocuparme por la chica del servicio? –preguntó Laylah cruzándose de brazos.
—No. No tienes que preocuparte.
—Mira, no me molesta que tengas tus aventuras, pero no las pasees delante de mÃ, ni las subas en el mismo auto en que me subiré yo. Ten un poco de respeto, por favor.
—¿A qué viniste?
—A esto, precisamente.
—¿Estás molesta?
—No demasiado. ¿Qué? –preguntó ella entrecerrando sus ojos—. ¿TenÃas la esperanza de que cancelara el compromiso? –y dicho esto se echó a reÃr. Jorge la observó mientras se encaminaba a su convertible y subÃa en él para irse.
Buscó a Sandra para hablar con ella, pero a mitad de camino se detuvo. ¿Para qué? ¿Qué ganaba reteniéndola? Si ella decidÃa irse, estaba en todo su derecho, ¿no?
El matrimonio con Laylah era un hecho. Nada en este mundo lo detendrÃa. HabÃa soñado un poco con la chica del servicio, pero no era más que eso, un sueño. La vida real era muy diferente, y él habÃa hecho sus compromisos y sus promesas ya.
Cuando una semana después ella presentó su renuncia, no fue capaz de pedirle que recapacitara, sintió que el corazón le dolÃa un poco, pero él no tenÃa ningún derecho.
—PodrÃa reubicarte –propuso él—. Has mejorado mucho tu inglés. No tienes que ser siempre una chica del servicio. Puedo…
—No tiene que hacerlo. Tal vez aceptando su ayuda llegue más rápido a mi meta, pero no estaré cómoda con eso—. Él la miró y pasó saliva tratando de desatar el nudo en su garganta.
—Entonces intentaré arrancarte una promesa –ella lo miró impertérrita—. Prométeme que cuando necesites ayuda, vendrás a mÃ. No importa qué tan grave sea la situación, o cuán desesperante. Acude a mÃ, por favor.
—¿Prometerle eso le hará sentirse mejor? –él sonrió triste.
—Nada hará que me sienta mejor, Sandra. Pero cuando te conocÃ, ya estaba comprometido con Laylah. Si las cosas fueran diferentes…
—Se lo prometo –cortó Sandra—. Algún dÃa, si necesito algo con mucha desesperación, consideraré acudir a usted. Pero lo haré sólo como último recurso. Espero no tener que cruzarme mucho con usted en el futuro—. Jorge hizo una mueca, pero no tuvo más que aceptar lo que ella decÃa.
La observó salir de la casa desde el ventanal de la biblioteca, y su corazón no dejó de gritarle que se arrepentirÃa de esto por el resto de su vida.