Read with BonusRead with Bonus

La primera vez

Nunca planeé que llegáramos a ese punto. Nunca pensé que él… que Leon... se convertiría en mi todo en tan poco tiempo. Y sin embargo, allí estábamos, cruzando una línea que no debía cruzarse, pero que ambos deseábamos.

Todo comenzó con besos robados. Pequeños incendios encendidos por la frustración de una llamada, una negociación fallida o una junta que lo sacaba de quicio. Cuando él se estresaba, su furia lo consumía. Y yo era su único escape.

—Valeria —decía, con la voz áspera, mirándome como si el mundo no existiera más allá de mis labios—. Ven aquí.

Y yo iba. Temblando por dentro. Fingiendo frialdad. Pero cada vez que su boca tomaba la mía, sentía que el corazón se me partía en dos. Porque por mucho que su cuerpo me reclamara, yo sabía que él no me pertenecía.

Comenzó con un beso en el ascensor, uno que duró demasiado. Luego en su oficina, cuando cerraba la puerta con seguro y me acorralaba contra el escritorio.

—No estás aquí para tentarme —susurró un día, con la voz quebrada—. Pero lo haces. Y lo odio.

—Entonces no me mires así —contesté, sintiéndome valiente aunque por dentro temblaba como una niña.

Él se rió, ronco, con una mezcla de rabia y deseo.

—¿Tú crees que puedes decirme qué hacer?

—No —dije, bajando la vista—. Pero tampoco puedes tratarme como si yo no sintiera nada.

Me tomó del mentón con fuerza. Alzó mi rostro para que lo mirara.

—¿Y qué sientes?

—Miedo —confesé.

Él se quedó en silencio. El aire entre nosotros ardía.

—Yo también —dijo por fin. Pero en vez de alejarse, me besó con hambre.

Esa tarde, la oficina estaba casi vacía. El resto del personal se había ido y solo quedábamos él y yo. Yo acomodaba unos papeles, fingiendo no notar su mirada fija en mí.

—¿Por qué tiemblas? —preguntó.

—No tiemblo.

—Valeria —se acercó—. Mírame.

Cuando levanté la vista, ya estaba a un paso. Su corbata desajustada, su camisa blanca remangada. Leon nunca se veía fuera de control. Pero esa tarde sí. Algo en él se rompía.

—No puedo seguir fingiendo que esto no me importa —dijo—. No puedo seguir tratando de mantenerte lejos.

—Entonces no lo hagas —le respondí. Fue un susurro. Una rendición.

Me atrajo hacia él con fuerza, sus labios buscando los míos con urgencia. Era más que un beso. Era una declaración muda de todo lo que había callado.

—No sabes lo que me haces —murmuró contra mi cuello—. Lo que despiertas en mí.

—Entonces muéstramelo —le pedí, sin pensar.

Sus ojos se oscurecieron. Sin decir una palabra más, me levantó en brazos y me sentó sobre su escritorio. Su boca recorría mi cuello, mi clavícula, mientras sus manos recorrían mis costados, con reverencia y hambre.

—Es tu primera vez —susurró con la voz ronca.

Yo asentí, sin poder hablar. No había nadie antes. Nunca hubo espacio para otro.

—Dime que te detenga.

—No lo hagas —supliqué—. No esta vez.

Entonces fue gentil… al principio. Me quitó la blusa despacio, como si cada botón que desabrochaba fuera una promesa de algo más. Se detuvo para mirarme, como si intentara memorizar cada parte de mí.

—Eres hermosa, Valeria —dijo con la voz quebrada.

Sus manos bajaron por mi cintura, acariciando mis muslos con una mezcla de ternura y deseo. Yo temblaba, pero no de miedo. Era pura anticipación. Sus dedos encontraron la cremallera de mi falda, y cuando la deslizó, mis piernas se abrieron sin resistencia.

Su boca descendió, dejando un rastro ardiente sobre mi piel. Cada beso era una confesión muda. Cada suspiro, una caricia.

—Voy a hacer que te olvides de todo lo malo —me prometió—. Solo si me lo permites.

—Hazlo —dije, y mis manos se aferraron a su cuello.

Y lo hizo.

Fue lento al principio, como si temiera lastimarme. Me guió con paciencia, me calmó cuando el cuerpo me traicionó con el miedo. Me habló al oído, me besó la frente, y cuando por fin me tomó, supe que no habría marcha atrás.

Sus labios rozaban mi cuello, sus manos me exploraban como si quisieran grabarse en mi piel para siempre. El calor entre nosotros era insoportable. Me temblaban las piernas, el corazón me latía con fuerza.

Y entonces, él se inclinó y me habló al oído.

—Valeria… —susurró con voz grave, ronca, cargada de emoción—. No sabes lo que me haces sentir. Me desarmas. Me haces olvidar quién soy.

Su aliento cálido me erizó la piel. Sus palabras me atravesaron el pecho, me hicieron contener la respiración.

—Desde que llegaste a mi oficina con esa mirada desafiante… no he podido dejar de imaginar cómo sería tenerte así, solo para mí.

Sus dedos se apretaron en mi cintura, como si temiera que me desvaneciera.

—¿Sabes cuántas veces soñé con esto? —me rozó con los labios el lóbulo de la oreja, haciéndome gemir bajito—. Pero me detuve. Porque sabía que eras diferente… que tú sí podrías romperme.

Me aferré a él con fuerza, incapaz de responder. No hacía falta. Su voz lo decía todo.

—Voy a tocarte lento, como si fueras mi primer pecado… y el único que estoy dispuesto a cometer una y otra vez.

Su lengua rozó mi cuello y luego volvió a mi oído.

—Dímelo, Valeria. Dime que soy el primero. Dímelo y juro que nunca te olvidaré.

—Eres el primero —susurré, apenas audible—. Y ya me marcaste para siempre.

—Entonces, no te suelto. No esta noche.

Él se movía como si me conociera desde siempre. Como si todo su cuerpo supiera exactamente cómo tocarme. Y yo, que jamás había estado con otro, me entregué completa, sintiéndome viva por primera vez.

—Mírame —ordenó cuando entró por completo en mí—. No me apartes la mirada.

Y lo hice. Vi cómo su gesto de placer se mezclaba con algo más. ¿Dolor? ¿Culpa?

Yo no lo sabía. Solo sabía que ese momento nos ataba, nos unía en algo que iba más allá de lo físico.

Cuando todo acabó, él se quedó recostado sobre mí, respirando agitado. Mi cuerpo dolía, pero era un dolor dulce, nuevo.

—¿Estás bien? —preguntó, bajando una mano a mi rostro.

—Sí —dije. Pero mis ojos se llenaron de lágrimas.

—¿Valeria?

—No llores —me pidió—. No lo arruines con culpa. No te sientas mal por esto.

—No lo estoy —dije, pero algo en su mirada decía lo contrario.

Me levanté con cuidado, volví a ponerme la ropa. Él se quedó sentado, observándome en silencio.

—¿Esto cambia las cosas? —le pregunté.

—Todo cambió desde que entraste por esa puerta por primera vez.

Salí de la oficina sin mirar atrás. Y supe, en el fondo, que ya no había vuelta atrás

Previous ChapterNext Chapter