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Comienzo con olor a miedo

Dicen que algunos comienzos huelen a café recién hecho y papeles nuevos. El mío olía a miedo. A hambre de demostrar, de no fracasar. A ese sabor amargo que se te queda en la lengua cuando sabes que todo depende de ti, aunque el mundo insista en subestimarte.

Yo era Valeria en ese entonces. Valeria Ríos. Y acababa de conseguir una entrevista en Caballejo Corp. La oficina era de otro mundo: mármol, vidrio, acero, todo brillante, aséptico, intimidante. Como el hombre que mandaba desde la cima.

León Caballejo.

Su nombre ya pesaba como una leyenda entre los círculos financieros. Dicen que no sonreía. Que podía desarmarte con una sola mirada. Que era brillante, cruel y eficaz. Y sin embargo, ahí estaba yo, con un currículum entre las manos y un par de tacones prestados, rezando para que no notaran el temblor en mis dedos.

Me hicieron esperar cuarenta minutos. Y luego, sin aviso, una mujer alta y delgada me abrió la puerta de vidrio esmerilado y dijo:

—El señor Caballejo la recibirá ahora.

Entré.

Él estaba de pie, junto a una pared de ventanales que daban a toda la ciudad. Ni se giró al oírme. Solo dijo:

—Tiene tres minutos para convencerme de que no me hará perder el tiempo.

Tragué saliva. Mi voz fue más fuerte de lo que esperaba.

—Entonces, escúcheme bien. Sé tomar notas a la velocidad de una tormenta. Hablo tres idiomas. No me asusta la presión, y jamás cometo el mismo error dos veces. Si busca perfección, búsquela en otro lado. Pero si quiere lealtad, eficacia y agallas… aquí estoy.

Se giró.

Y por un instante, el mundo se detuvo.

Era más joven de lo que imaginaba. Pero sus ojos… esos ojos tenían siglos de guerra.

—¿Cómo se llama? —preguntó.

—Valeria Ríos.

Él asintió. Ni una sonrisa. Solo silencio.

—Empieza mañana a las seis. Si llega a las seis con uno… está despedida.

Salí de esa oficina con los músculos tensos y el corazón a punto de estallar. No sabía si quería reír o llorar. Pero había conseguido el puesto.

Y no tenía ni idea de que ese día había firmado el inicio de mi propio infierno… y mi perdición.

Trabajar con León era como correr sobre una cuerda floja con los ojos vendados. Sus estándares eran imposibles. Su carácter, volátil. Pero había algo en él que desarmaba todas mis defensas. No era solo su inteligencia. Era la forma en la que lo controlaba todo sin parecer que hacía esfuerzo alguno. La manera en la que me miraba cuando creía que no lo notaba.

Pasaron meses. Meses de madrugar, de memorizar cada uno de sus caprichos, de anticiparme a sus silencios. Y sin darme cuenta, cada vez que pronunciaba mi nombre, se me desordenaba el alma.

Una noche, después de una reunión que se extendió más de lo habitual, lo vi diferente. Más humano. Más… vulnerable. Había dejado su chaqueta colgada en el respaldo de la silla, el primer botón de la camisa abierto, y los ojos perdidos en el horizonte.

—¿Aún está aquí? —le pregunté, desde la puerta.

—No me gusta irme a casa —murmuró, sin mirarme.

Cerré la puerta y me acerqué. Él no dijo nada. Solo me ofreció un whisky con un gesto.

—¿Por qué trabaja tanto? —me atreví a preguntar.

—Porque si dejo de hacerlo, empiezo a sentir.

Supe, en ese momento, que estábamos condenados.

Aquella noche no pasó nada. Ni un roce. Ni una palabra fuera de lugar. Pero en el silencio compartido, supe que estaba en peligro. Que cada vez que lo veía, me perdía un poco más.

Y luego… llegó el beso.

Fue un viernes. Tarde. Otra reunión eterna. Estábamos agotados, irritables. Discutíamos por una proyección de ganancias. Yo sostenía que los datos del departamento financiero eran erróneos, él que no aceptaría más excusas.

—Estás equivocada —espetó él, arrojando una carpeta sobre la mesa—. No es tu lugar cuestionar lo que ya fue aprobado por mi junta.

—¿Y si su junta está equivocada? —repliqué, cruzando los brazos—. ¿Va a seguir tomando decisiones ciegas solo para no admitir que alguien más podría tener razón?

Sus ojos se entrecerraron.

—Cuidado con el tono, Ríos. No olvides que sigues siendo mi asistente.

—No, señor Castillejo. No lo olvido. Pero si quiere una muñeca que diga que sí a todo, contrate a otra.

Se acercó. Sus pasos eran precisos, letales. Cuando estuvo frente a mí, bajó la voz.

—¿Sabes qué es lo que más me enfurece de ti? —murmuró.

—Dígamelo. Estoy muriendo de curiosidad —respondí, sin dar un paso atrás.

—Que me haces desear perder el control. Y eso… no me lo perdono.

Supe que iba a besarme antes de que lo hiciera. Por la tensión en su mandíbula, por la forma en que sus ojos bajaron a mis labios. Pero aun así, me quedé quieta. Retándolo. Desafiándolo.

Y él cayó.

Me besó como si todo el odio que nos habíamos lanzado durante meses se hubiese convertido en fuego. Era un beso de rabia, de necesidad, de advertencia. Yo respondí sin pensarlo. Sin quererlo. Sin poder evitarlo.

Cuando nos separamos, su respiración estaba agitada.

—Valeria… —murmuró, con la frente apoyada en la mía—. No te necesito como secretaria. Te necesito… completa.

Yo tenía miedo. Pero también tenía hambre. De él. De sentirme vista. De sentirme viva.

Y acepté.

Dios… cómo me arrepiento.

Porque lo que comenzó como una historia secreta, ardiente, se transformó en una adicción. Y luego, en una destrucción lenta. Había momentos en que me amaba como si yo fuera el oxígeno. Y otros… donde me alejaba sin explicación, como si algo oscuro lo devorara por dentro.

Nunca me dijo "te amo". Pero sus silencios a veces eran más intensos que cualquier promesa.

Hasta que un día desapareció.

Hasta que todo terminó.

Hasta que tuve que escapar

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