




El pasado
Siete años atrás.
A veces me pregunto si nacer duele más que vivir. Yo no recuerdo a mi madre biológica. No sé si me abandonó por necesidad o por cobardía. Tal vez ambas.
No fue fácil escapar. Tenía apenas doce años, el cuerpo flaco, los labios partidos por el frío y las manos llenas de cicatrices. El orfanato era un infierno disfrazado de caridad. Las monjas parecían ángeles a los ojos de quienes donaban dinero, pero detrás de las puertas cerradas, todo era gritos, castigos injustos, ayunos como penitencia y noches interminables de llanto bajo las sábanas ásperas. Nadie sabía lo que pasaba ahí dentro. Y los que lo sabían… preferían mirar a otro lado.
Yo no. Yo no nací para callarme. Nunca lo hice. Nunca me rendí.
Una noche, después de que una de las internas fuera arrastrada por los pasillos por robar un trozo de pan, decidí que no podía esperar a cumplir dieciocho años para ser libre. La libertad se toma, no se espera. Así que tomé mi decisión. Me escabullí cuando la oscuridad cubrió todo, cuando las luces del pasillo se apagaron, cuando los pasos de la hermana Clara ya no retumbaban sobre el cemento.
No sabía a dónde ir. Solo corría. Corría y lloraba. Me sangraban los pies, las piernas me temblaban, pero no paré. Corrí hasta que ya no vi las rejas. Hasta que el cielo se sintió menos gris. Vagaba. Robaba sobras, me metía en trenes sin destino, cruzaba pueblos, evitaba a los policías y dormía en plazas públicas. A veces me golpeaban por acercarme demasiado a un puesto de comida. Otras veces simplemente me ignoraban. Era invisible, como una sombra sucia e inofensiva.
Hasta que una noche, con la barriga vacía y las lágrimas endurecidas en mis mejillas, vi un contenedor de basura detrás de un pequeño restaurante en un pueblo que no sabía cómo se llamaba. Me acerqué, temblando, y rebusqué con desesperación entre bolsas. No tenía dignidad, ni vergüenza. Solo hambre.
—No necesitas escarbar, niña —dijo una voz detrás de mí.
Me giré sobresaltada. Era una mujer de rostro redondo, cabello recogido, con un delantal manchado de harina y unos ojos oscuros que no juzgaban. Solo miraban con... ¿compasión? ¿Curiosidad?
—¿Tienes hambre?
Tragué saliva. Mi garganta ardía. Asentí con la cabeza.
—Ven. Te daré un plato caliente, pero tienes que lavarte las manos primero, ¿sí?
Me temblaban las piernas, pero la seguí. En la cocina del restaurante, me sirvió un plato de arroz con lentejas. Nunca volví a probar un sabor como ese.
—¿Cómo te llamas? —preguntó mientras yo devoraba la comida.
—Valeria.
—¿Y apellido?
Bajé la mirada. No quería responder. No tenía respuesta.
—Está bien, no importa. Puedes llamarme Carmen. Y si te portas bien, puedes venir cada día a ayudarme con los platos. ¿Te parece?
Ese fue el comienzo de todo.
Carmen me abrió las puertas de su mundo. No era rico. No tenía lujos. Pero era cálido. Seguro. Me dio ropa limpia, una cama. Me enseñó a lavar platos, a barrer, a picar cebollas sin llorar. Y, sobre todo, me enseñó a confiar. Me adoptó como una madre adopta con el alma. Sin papeles. Sin trámites. Solo con amor.
—Eres mi hija. No necesito firmar nada para saberlo —me decía siempre, acariciándome el cabello.
A los catorce ya la llamaba “mamá” sin pensarlo. Me gustaba cómo sonaba. Me hacía sentir parte de algo.
Durante años, vivimos juntas sobre el restaurante. Yo ayudaba por las tardes después de la escuela. Ella cocinaba con una pasión que contagiaba. Teníamos discusiones absurdas por lo picante de la salsa o por la forma en que yo limpiaba las mesas, pero todo terminaba en risas.
—Algún día serás alguien importante —me decía—. Pero nunca olvides de dónde vienes, Isa. Nunca.
—No pienso olvidarlo. Solo quiero poder darle a usted lo que se merece.
—¿Y qué es eso, hija?
—Una vida sin deudas, sin trabajar hasta la madrugada, sin preocuparse por si hay para pagar la luz o no.
Ella reía, negando con la cabeza.
—Tu amor me basta.
Pero no bastó para que la enfermedad no la alcanzara. Años después, cuando estaba a punto de terminar el último semestre de la universidad, comenzaron los olvidos. Al principio era leve. Perdía las llaves, confundía los ingredientes. Luego, las cosas empeoraron. Me llamaba “Luz” a veces. Decía que su madre había venido a visitarla… pero su madre había muerto hace más de diez años.
—Mamá, soy Val. ¿No me reconoces?
—Claro que sí, Luz… ¿Me haces un café?
Cuando cumplí dieciocho, entré a la universidad con una beca. Quería estudiar administración, quería construir algo. Ser alguien. Mamá ya comenzaba a enfermarse por entonces. Se le olvidaban las cosas. Confundía rostros.
La enfermedad degenerativa se la fue llevando poco a poco. Perdimos el restaurante porque no pudimos seguir pagándolo. Los clientes dejaron de venir. Carmen ya no cocinaba igual, se le quemaban las comidas, se olvidaba de los pedidos. Y yo… yo no podía con todo. El negocio cayó y tuvimos que entregar el local por la hipoteca. Terminamos en un cuarto húmedo, con apenas dos camas y un baño compartido. Yo estudiaba en las mañanas, trabajaba en una cafetería en las tardes, y cuidaba de mamá en las noches.
Hasta que fue imposible tenerla en casa. Me dolió tanto… pero ya no podía dejarla sola. Una vez casi se incendia el cuarto porque encendió una vela y se le olvidó apagarla.
La interné en una residencia médica. Lloré como nunca. Me culpé. Me odié. Pero lo hice por ella. Porque era lo correcto.
Y fue por ella que busqué un nuevo empleo después de graduarme. Necesitaba pagar la universidad, el alquiler, la residencia. Todo. Mandé más de cien currículos. Más de cien puertas cerradas. Hasta que un día, una llamada me cambió la vida:
—¿Señorita… Rios? —dijo una voz masculina, elegante, por teléfono—. Aquí en el Grupo Castillejo nos interesa su perfil para una vacante. Si puede venir mañana temprano, el señor León desea entrevistarla personalmente.
Yo no sabía quién era él. Apenas tenía tiempo de mirar noticieros o redes. Solo fui. Con mi carpeta en la mano, los zapatos limpios, el cabello recogido y el corazón temblando.
Recuerdo cada segundo de ese día. Recuerdo cómo entré al edificio y sentí que todos me miraban como si no perteneciera ahí. Recuerdo cómo una recepcionista rubia me escaneó con la mirada y murmuró algo a otra empleada. Pero no me importó.
Yo estaba ahí para conseguir ese trabajo.
Cuando me llamaron a su oficina, no sabía que estaba a punto de ver al hombre que desordenaría cada parte de mi vida. León Dueño de un emporio. Millonario. Dominante. Magnético. Y jodidamente peligroso.
Él estaba de pie, mirando por el ventanal. El sol le dibujaba sombras doradas sobre el cabello negro. Cuando se giró, lo primero que noté fueron sus ojos: fríos, calculadores, intensos. Me sostuvo la mirada por unos segundos. Ni un pestañeo. Ni una sonrisa.
—¿Tiene miedo? —fue lo primero que dijo.
—¿De qué debería tenerlo? —respondí con firmeza, aunque por dentro se me doblaban las piernas.
Sus labios se curvaron apenas. No una sonrisa amable. Era una sonrisa de reconocimiento. Como si hubiera encontrado algo... interesante.
—Siéntese. No me gustan las personas débiles. Y usted… parece ser una sobreviviente.
No supe si era un halago o una amenaza. Pero me senté. Y así comenzó todo.