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CAPÍTULO 4
—Jamás me casare con Max —dije sin pensarlo, sintiendo un nudo en la garganta.
No lo soportaba. Nunca lo había hecho. Después de la muerte de Daniel, lo poco que quedaba entre Max y yo se había roto por completo. Nunca nos llevamos bien, y tolerabamos la presencia del otro, pero ahora no había excusa para fingir.
—¡Eso no va a pasar! —la voz de mi padre retumbó en la sala—. El nombre de mi hija sería un escándalo si se casa con Max después de lo de Daniel. No está bien visto que se case con el hermano de su novio muerto.
Como siempre, su mayor preocupación era el qué dirán. Había crecido pensando en apariencias, en reputaciones. No en personas.
—¿Y entonces qué propones? —Boris alzó la voz, visiblemente alterado.
Mi padre me miró como si su decisión fuera la única posible, como si mi vida no me perteneciera.
—Lo que deben hacer las señoritas decentes en estas situaciones.
Sentí un escalofrío. Mi mano se posó instintivamente sobre mi vientre. ¿Abortar? Solo pensarlo me rompía en mil pedazos. Ese bebé… era lo único que me quedaba de Daniel. Una parte suya que seguía latiendo dentro de mí. No importaba el caos, yo quería ser mamá. Quería cuidarlo, protegerlo.
—¡No lo permitiré! —gritó Boris, furioso. De un manotazo tiró el ramo de flores que alguien había dejado en mi habitación.
Yo ya no podía ni hablar. Todo me superaba. Me sentía pequeña, ahogada entre sus voces, entre sus juicios. ¿Por qué nadie me preguntaba cómo me sentía? ¿Por qué todos hablaban de mí como si no estuviera ahí?
—¡Basta! —la voz de Max cortó el aire como un cuchillo—. La última palabra la tiene Bianca. No pueden obligarla a hacer algo que no quiere.
Papá y Boris se miraron. Había tensión, pero también una especie de acuerdo silencioso.
—Hablaremos de esto en unos días —dijo papá finalmente, como si decidiera el destino de todos.
Volví a casa con el alma hecha trizas. Mi padre no dijo ni una palabra en el camino. Ni una mirada. Solo ese silencio frío, duro, que pesaba más que cualquier grito. Me ignoró por completo. Como si ya no fuera su hija. Como si yo hubiera hecho algo imperdonable.
Y dolía.
Siempre había sido “la niña de papá”. Laura era la rebelde, la que nunca encajaba, la que lo desafiaba en cada conversación. Pero yo… yo era la hija perfecta. La que cumpliría sus sueños, la que seguiría su legado. La que tendría un futuro brillante en finanzas y se casaría con un hombre “a la altura”.
Pero ahora…
Ahora era un problema más que había que ocultar.
Laura irrumpió en mi habitación sin tocar, furiosa, cerrando la puerta con un golpe seco.
—Necesito descansar. Déjame sola —le dije sin fuerzas, señalando la puerta.
—¡No voy a dejar que me quites a Max! —escupió—. Ya sé lo que te propuso. ¡No voy a permitir que lo amarres con un bastardo!
Su voz me atravesó. Me puse de pie sin pensarlo y le di una bofetada que llevaba tiempo conteniéndome.
—¡No vuelvas a llamar así a mi bebé!
Ella me miró, dolida… pero no se detuvo.
—Es lo que es. Y tú solo quieres a Max para tapar las apariencias.
—No me interesa —le respondí con firmeza—. No me voy a casar con él. Pero tampoco creas que va a elegirte a ti. Solo eres una más para Max, y lo sabes.
Laura se quedó en silencio. Sus ojos se llenaron de rabia, pero esta vez no dijo nada. Salió de la habitación y cerró la puerta con fuerza.
Yo me dejé caer en la cama, buscando un poco de aire entre todo ese caos. Esto era justo lo que quería evitar. Max no era solución de nada… era un problema más. Uno del que no sabía cómo escapar.
Después de dos días encerrada en mi habitación, sintiéndome invisible en mi propia casa, Nana tocó la puerta con una sonrisa tímida.
—Tu papá quiere verte en el estudio.
El corazón me dio un vuelco. Era la primera vez que él pedía verme desde que salimos del hospital. Pensé que, por fin, estaba dispuesto a hablar conmigo. Que tal vez había tenido tiempo de asimilarlo todo y se estaba abriendo a una buena decisión. A algo justo.
Me arreglé rápido, intentando no ilusionarme demasiado, pero no pude evitar que una parte de mí esperara un gesto, una palabra amable... algo.
Cuando crucé la puerta del estudio, ahí estaba él. Sentado tras su escritorio, con ese gesto serio que se le marcaba más desde aquella noche. A su lado, Boris. Y entonces lo supe. Nada bueno podía salir de esa combinación.
—¿Qué pasa, papá? Tengo clases virtuales que terminar —crucé los brazos, tratando de sonar firme, aunque por dentro ya sentía el cuerpo tenso.
—La universidad tendrá que esperar —respondió, seco, sin mirarme a los ojos.
—¡No puedes hacerme esto! ¡Sabes cuánto significa para mí terminar la carrera! —La rabia me subió de golpe. No me lo esperaba, no así.
Boris levantó las manos como intentando calmar las aguas, y se acercó para tomarme de la mano. Su toque fue suave, pero me puso la piel de gallina. Me solté de inmediato, incómoda.
—Hemos hablado con tu padre —dijo, con ese tono que siempre usaba cuando se creía dueño de la situación—. Y tomamos la mejor decisión para todos.
La mejor decisión. Para todos, menos para mí. Iba a replicar, a gritarles que no tenían derecho a decidir por mí, cuando la puerta volvió a abrirse.
Max.
Y esta vez no era el mismo de siempre. No llevaba su ropa desordenada, ni esa actitud de no me importa nada. Llevaba un traje. Uno que le quedaba demasiado bien. Y eso me asustó más que todo lo anterior.
—Te casarás con Max —dijo mi padre, como si estuviera hablando de una transacción cualquiera—. En secreto. Te irás a vivir con los Linares hasta que nazca el bebé.
El mundo se me vino abajo. Lo miré, atónita.
—¡¿Qué?! ¡No! ¡No pueden obligarme a hacer eso! —La voz me temblaba, pero no me callé.
—Será temporal —continuó él, sin levantar la mirada—. Después del nacimiento firmarán el divorcio. Te mudarás con el niño a Italia. Así... así todo se mantiene limpio.
—Tu hijo será mi heredero —añadió Boris, como si ya todo estuviera sellado—. Llevará el apellido Linares, como corresponde.
Busqué la mirada de Max. Solo necesitaba un gesto, una señal de que también estaba en desacuerdo, de que no lo apoyaba. Pero no. No dijo nada. Se quedó callado, con la mirada fija en el suelo. Y eso dolió más que cualquier palabra.
—No pienso casarme con él. Seré madre soltera, y punto. No necesito ni a los Linares ni a los Madrigal para criar a mi hijo —escupí, decidida.
Ya no podía más. Estaba harta de ser una pieza en su tablero. Caminé hacia la puerta con la cabeza en alto, con esa decisión que tanto me costó reunir. Era hora de empezar de nuevo, aunque me tocara sola.
—¡Bianca...! —La voz de mi padre sonó desesperada. Hubo un golpe seco.
Me giré.
Él estaba en el suelo.
Max ya se había agachado para a
sistirlo.
—Creo que le dio un infarto —dijo, pálido, presionando su pecho.