Read with BonusRead with Bonus

2

CAPÍTULO 2

—¡Tenemos que buscarlo! Puede estar en el bosque… quizá necesita ayuda —mi voz temblaba tanto como mis piernas. No podía aceptarlo. No así. Tenía que verlo. Una última vez.

—Bianca… —mi papá me sujetó por los brazos. Su mirada buscaba apoyo en los que estaban alrededor, pero nadie decía nada.

—¡Papá, por favor! No podemos quedarnos aquí sin hacer nada —las lágrimas se desbordaron. ¿Por qué nadie se movía?

Entonces Max se acercó. Siempre tan recto, tan frío, Me sostuvo con firmeza por los brazos y me obligó a mirarlo.

—¡Mi hermano está muerto!

Sus palabras se estrellaron contra mí como un golpe directo al pecho. Me rompieron. Me quebraron por dentro, dejándome vacía, sin aire, sin rumbo.

Boris me rodeó con los brazos. Me apretó fuerte, como si pudiera mantenerme entera a la fuerza. Le dijo algo a papá, que contaríamos con él, que no estábamos solos… pero yo ya no podía oír nada con claridad.

Max se acercó otra vez. Esta vez más suave.

—Te prometo que su funeral será digno. Estará a la altura de lo que el fue.

No pensé. Solo sentí el dolor, la rabia, el nudo en la garganta. Le di un golpe en el pecho, con todas mis fuerzas.

—¡Maldito! Siempre lo hiciste sentir menos, siempre fuiste una carga para él. ¡Tú debiste subir a ese avión, no Daniel!

Max se quedó helado. Sus ojos se abrieron como si no esperara el golpe pero no el físico, sino el otro, el que dolía más. El silencio cayó pesado, apenas interrumpido por mi llanto.

Corrí a mi habitación sin mirar atrás. Todo en mí temblaba. Lloraba sin control, sin descanso, sin consuelo.

Laura entró poco después. Mi hermana menor. Me dio un calmante sin decir una palabra. El dolor ya no me dejaba respirar.

Cuando desperté, la noche se había apoderado de todo. Por un segundo, recé que fuera una pesadilla. Que nada de esto hubiera pasado. Pero no.

—Come algo. Mañana será un día largo. No hagas que papá se preocupe más —dijo Laura, con ese tono suyo tan frío, tan exacto.

Nunca fuimos muy cercanas. Siempre encontraba el modo de pinchar mi felicidad.

—¡Vete! No quiero verte —mi voz salió rota, igual que yo.

Ella se acercó, me sujetó por los brazos con fuerza. Me obligó a verla.

—Deja de llorar. Ya no está. Tienes que aceptarlo.

La empujé. Esa frialdad me hería más que cualquier palabra.

—¿Por qué me haces esto? Soy tu hermana.

Su mirada se clavó en la mía. Había algo duro en su forma de mirarme, casi como si me juzgara.

—Papá está enfermo y tú solo lo estás angustiando más. Y lo que le dijiste a Max… fue cruel.

Ahí estaba. Laura. Siempre tan protectora con Max. Siempre con esa esperanza absurda de que él algún día la vería diferente.

—Está bien. Me disculparé con Max. Fingiré que no me estoy muriendo por dentro, solo para no molestarte y no angustiar más a papá. ¿Te parece bien? —le lancé una mirada llena de dolor. No necesitaba críticas. Necesitaba que alguien me abrazara.

Pero Laura no se inmutó. Se acercó más, sus ojos afilados sobre mí.

—¿Estuviste con Daniel anoche? ¿Le entregaste tu virginidad? —dijo, con esa seguridad cruel que solo alguien que conoce bien a otra puede tener.

Negué, pero mis ojos me traicionaron.

—Eso no te incumbe.

—¡Claro que me incumbe! —alzó la voz—. Ahora no eres virgen, y la élite hablará de ti sin piedad. Daniel no está para defenderte. Nuestro apellido va a quedar por el piso.

Se fue dando un portazo. El golpe resonó en mis oídos y me hizo dar un brinco. Me quedé allí, sola, en medio de un dolor que ya no sabía cómo contener.

Y lloré. Por Daniel. Por mí. Por todo lo que se rompía sin que nadie hiciera nada.

El funeral fue un puñal directo al alma.

No recuerdo cuántas veces me desvanecí, ni cuántas más sentí que el corazón simplemente se rendía.

Estaba vacío, roto.

Su ataúd también lo estaba. No quedaba nada. Las llamas se lo habían llevado todo, no habían encontrado más que los cuerpos calcinados, nada quedaba de el.

Papá permanecía a mi lado, firme como siempre. Pero bastaba con mirarle a los ojos para notar que por dentro se desmoronaba, su enfermedad cardíaca estaba más alterada en esta situación.

Max lloraba. Nunca lo había visto así. Siempre tan contenido, tan fuerte... Y ahora, hecho pedazos. Fue extraño y humano para un hombre que parecía de metal.

—Quiero pedirte disculpas —murmuré apenas, la voz rasposa de tanto llorar—. No debí hablarte así... Estaba herida.

Se acercó, bajó la cabeza hacia mi oído y susurró sin mirarme:

—Lo que pienses de mí... me da igual.

Sus palabras solían tener filo, pero esta vez se oían diferente. No sonaban a orgullo, sino a herida. Como si, por una vez, de verdad le importara lo que yo le había dicho.

Entonces apareció Boris. Se acercó sin pedir permiso, me tomó las manos con cuidado y rozó mi mejilla con sus labios.

—Bianca, pídeme lo que quieras. Te juro que lo pondré a tus pies.

No supe qué decir. Me incomodó. Pero quizás solo intentaba darme consuelo, un consuelo torpe, pero al menos sincero.

Los días pasaron. O mejor dicho, me pasaron por encima.

No comía. No dormía. Apenas si existía. Me quedaba en la cama, a oscuras, abrazando el dolor como si fuera lo único que me quedaba.

Papá tuvo que salir del país por negocios. Me dejó con Laura, mi hermana. Fría, distante. Desde el funeral, no habíamos cruzado más que miradas vacías.

Aquella noche,salí de mi cuarto, necesitaba un vaso de agua con urgencia. Estaba algo mareada.

Escuché un sonido raro desde la habitación de Laura. Un quejido. Fruncí el ceño y caminé despacio, empujando la puerta apenas un poco.

Y los vi.

Se besaban como si se les fuera la vida en ello, Laura estaba desnuda cerca de Max con su mano sujetando su masculinidad.

—¡No es lo que parece! —gritó Max, alejándose de un salto.

—¡Sal de mi cuarto! —exclamo Laura, sus ojos encendidos de rabia.

No pensé. Caminé directo hacia ella y le di una bofetada. El sonido fue seco, brutal.

—Hipócrita. ¿Todos estos días juzgándome por entregarme a un hombre que iba a ser mi esposo... y tú también tenías lo tuyo?

Max intentó acercarse, me tomó la mano con suavidad, pero yo la retiré con fuerza. Otra bofetada. Más amarga que la primera.

—No es lo que parece.

—¿No te importa lo que pienso, no? —le recordé, mirándolo a los ojos—. Pues acabas de demostrar lo poco que te importaba tu hermano.

El mareo me golpeó sin aviso. Me alejé tambaleando, con las manos temblorosas. Mientras los demás seguían con sus vidas, la mía se sentía congelada y rota.

Me encerré en el baño. Cerré la puerta con llave y me senté en el borde del inodoro, coloque un temporizador mientras cerraba los ojos controlando mi corazón.

Pasaron unos minutos.

Cuando el pitido sonó, abrí los ojos. Miré

la prueba en mis manos.

Dos líneas.

Positivo.

Y en ese instante, mi mundo dejó de girar por completo, estaba embarazada.

Previous ChapterNext Chapter