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PERDER EL AMOR

Capítulo 1 — Perder el amor

—¡No te acerques! —grité con la voz rota, parada en medio de la habitación.

El corset me apretaba tanto que apenas podía respirar. El vestido blanco, ese que alguna vez soñé usar con ilusión, estaba empapado en lágrimas y manchado con restos de rímel que corrían por mis mejillas. Todo era un desastre… yo era un desastre.

—Tú elegiste esto, Regina —escupió con rabia Luciano Santorini, el Alfa de sangre impura, líder de la manada Graymoon, al que acababa de unirme por obligación—. Planeaste esta boda y ahora debes cumplir tu papel como Luna.

Su voz me atravesó como una daga, pero no retrocedí.

—No voy a entregarme —murmuré, tratando de mantenerme firme—. Solo acepté esta unión para proteger a mi hermana de ti.

Él rió. Una risa cruel, vacía, que me hizo encogerme por dentro.

—Tu hermana no necesitaba ser salvada. Ella me desea... como yo a ella. Pero claro, tú no podrías entender lo que es provocar deseo en un lobo.

Está era mi nueva realidad.

Semanas atrás…

Era mi cumpleaños número dieciocho. Me observaba en el espejo mientras terminaba de acomodarme el maquillaje. Ese día era importante, más no tendría fiesta de cumpleaños, porque era una noche especial para nuestra manada. Esa noche, durante la ceremonia de la Luna llena, se revelaría quién sería la Destinada del Alfa. Y yo, por fin, tenía la edad para despertar a mi loba.

Fernando Maxwell, nuestro Alfa, era mi amigo de toda la vida. Pero para mí... él era más que eso. Siempre lo fue, mi corazón latía de amor por el.

Estaba convencida de que nuestro vínculo se revelaría esa noche.

—¿Ese vestido vas a usar? —preguntó una voz familiar tras de mí—. Te queda grande. Dámelo.

Alexa, mi hermana mayor, entró sin avisar y me arrebató lo que llevaba puesto con total naturalidad. Se lo probó frente al espejo y, por supuesto, le quedaba perfecto. Su figura lo moldeaba con una gracia que yo nunca podría imitar.

Era difícil no compararme con ella. Todos los lobos la miraban con deseo. Mi padre aún no decidía con qué sangre noble la uniría.

—¿Puedes devolverme el vestido? —susurré, casi sin ganas de discutir.

—Voy a usarlo yo. A ti no te queda bien —respondió sin mirarme, y se marchó.

Me quedé sola. En silencio. Busqué otra cosa en el armario, cualquier prenda que me hiciera sentir un poco menos invisible. Pero discutir con ella era en vano. Mi padre siempre la elegiría a ella, incluso si yo terminaba cediendo hasta quedarme sin nada.

Esa noche, en el centro de la manada, la fogata ardía y los lobos de la élite danzaban entre risas y promesas.

Fernando se acercó, me abrazó con cariño y besó mi mejilla. Pero su mirada… esa mirada que esperaba para mí… se quedó atrapada en la belleza de Alexa. Y sentí celos. Dolorosos, punzantes, como una grieta que se abría más y más dentro de mí.

—Reservé un lugar para ustedes en mi mesa —nos dijo.

Después, los ancianos lo llamaron al centro del círculo. La ceremonia comenzaba.

—Esta noche, la diosa Luna revelará a la Destinada del Alfa —anunció uno de ellos, alzando la voz con solemnidad.

La luz plateada descendió sobre Fernando. Me puse nerviosa. Ajusté mi vestido con manos temblorosas. Cerré los ojos, esperando… deseando sentir ese lazo invisible atarse entre nosotros.

—¡Es ella! —gritó una loba, emocionada.

Por un segundo, creí que era yo. Estaba segura. Mi corazón latía con fuerza. Pero al abrir los ojos… mis manos estaban vacías.

Giré el rostro y ahí estaba. El hilo rojo de la diosa no me unía a mí. Unía a Fernando con Alexa.

Ella era su Destinada.

Los aplausos retumbaban en la sala como una ovación que no terminaba, mientras yo apretaba los labios, tratando de no derrumbarme. Sonreí por fuera, pero por dentro… dolía.

Fernando caminó hasta Alexa con esa seguridad que siempre lo había caracterizado. Tomó su mano con delicadeza, y sin soltarla, deslizó el anillo que alguna vez había sido de su madre en su dedo. Después, le dio un beso. Uno de esos que te dejan claro que ya no hay vuelta atrás.

—Mi prometida —anunció con voz firme—. La futura Luna de la manada de la manada Escarlata

Mi papá observaba la escena con el pecho inflado de orgullo. Para él, ese momento era perfecto. Era justo lo que siempre había soñado para ella.

Reuní lo poco que quedaba de mi fuerza y me acerqué a felicitar. Sonreí con una falsedad que dolía y abracé a Fernando. Una parte de mí, quizás la más ingenua, todavía esperaba que me susurrara que todo esto era un error… que yo era su verdadero destino. Pero no. Lo que dijo fue un puñal directo al alma.

—Siempre estuve enamorado de Alexa. Que sea mi Mate solo me confirma que lo que sentía por ella siempre fue real.

Si ella era su felicidad, entonces… yo tendría que aprender a vivir con eso. Aceptarlo. Y prometí en silencio que, por él, me volvería su guardiana. Su sombra. Lo cuidaría, incluso si mi corazón no salía ileso.

La fiesta se extendió, apenas pude, me escabullí hasta casa. Cerré la puerta de mi habitación y me dejé caer en el suelo. Llore.

Un ruido me sacó del llanto. Venía del cuarto de Alexa. Me acerqué al balcón con el ceño fruncido, justo a tiempo para verla escabullirse en la noche, envuelta en una túnica negra que ocultaba su cuerpo.

La vi desaparecer entre los árboles y supe que algo no estaba bien. Alexa era buena fingiendo. Demasiado buena. Así que recordé la promesa que me hice: proteger a Fernando. Y corrí tras ella.

La seguí en silencio. La vi adentrarse en el bosque, hasta cruzar la frontera prohibida: las tierras de Graymoon. Un territorio que no solo era rival… era prohibido para nosotros, Nadie cruzaba. Nadie lo hacía.

Dudé. Cada paso que daba era una traición a mi manada.

Los sonidos me guiaron. Gemidos. Suspiros ahogados. Me escondí entre los árboles, y lo que vi me dejó helada.

Alexa, desnuda, cabalgaba a un lobo. Un hombre fuerte, por la forma en que la sujetaba. Ella se movía sobre él sin pudor, jadeando, con los ojos cerrados y el rostro encendido de placer.

—¡Alexa! —grité, incrédula.

Corrí hasta ella y la tomé del cabello, alejándola de ese lobo que, si venía de Graymoon, no podía tener sangre limpia.

—¿¡Qué estás haciendo aquí!? —rugió ella, furiosa.

Recogí su ropa del suelo y se la lancé al rostro con fuerza.

—Vístete. Nos vamos. Ahora.

El lobo se levantó sin cubrirse. Su cuerpo era tan imponente como su mirada. Me sujetó del brazo con firmeza, con los ojos encendidos como brasas.

—Ella no se va. No hasta que yo lo diga.

Me giré hacia él, retándolo con la mirada, y me zafé de su agarre.

—¿Quién se cree? Soy la hija de Agustín Baldrich. No tiene derecho a tocarme ni a hablarme así.

Yo soy Luciano Santorini—dijo con voz grave—. El Alfa de Graymoon. Y en mis tierras, tú no mandas nada.

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