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CAPÍTULO CIENTO SESENTA Y OCHO

No me di cuenta de que estaba llorando hasta que parpadeé y sentí la sal picar en mi labio.

Él se veía más delgado. Más pálido. Como si le hubieran drenado el color. Como si el árbol de higo y la luz del sol nunca hubieran existido. Sus brazos se movían como si estuviera luchando contra algo dentro...