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CAPÍTULO CIENTO VEINTISÉIS

El teléfono desechable volvió a sonar.

El mismo número. El mismo pulso anónimo.

La misma maldita sensación arañando mi garganta.

Esta vez ni siquiera lo pensé. Agarré el teléfono del escritorio antes de que el segundo timbre terminara, mi respiración ya desigual.

—Habla —dije, con una voz lo sufi...