




CAPÍTULO 2
Capítulo 2
La madera crujió bajo sus botas mientras Carolina cruzaba el umbral de la vieja casa, aquella estructura olvidada que alguna vez fue su refugio ahora es su infierno.
Las paredes, desgastadas por el tiempo, olían a humedad y soledad, como si la tristeza aún se aferrara a los rincones. Desde que cumplió dieciocho años, esa ruina había sido su santuario. No por elección, sino porque nadie más la quería. Era la loba que sobraba. La carga. El error.
Para sus tíos, siempre había sido un problema del que no podían deshacerse. Pero era su prima Cassandra quien con más esmero le recordaba, día tras día, que no pertenecía. Cada gesto, cada palabra suya, era una daga en el alma.
Por eso, cuando recuperó su libertad, no dudó. Tomó lo poco que tenía y volvió a esas ruinas, al único lugar donde podía respirar sin pedir permiso.
Un golpe seco retumbó en la puerta.
Carolina frunció el ceño, su instinto alerta. Cuando abrió, se encontró con Daniel. El hermano del Alfa. Su sonrisa era una máscara mal ajustada, incapaz de ocultar el asco que le provocaba ese lugar o quizás, ella.
—¿Qué quiere? —gruñó la loba, cruzando los brazos, con la mirada cargada de tensión—. Usted y su hermano jamás pondrían un pie aquí.
Daniel sostuvo una caja grande entre sus manos, adornada con un moño tan perfecto que parecía insultante.
—Mi hermano te envía esto —dijo con voz neutra—. Quiere que asistas a la fiesta de esta noche. Impecable.
Carolina parpadeó, perpleja. Algo no encajaba.
—¿Qué están tramando? —preguntó con desconfianza, sus garras invisibles afilándose—. El mismísimo Alfa me ordenó mantenerme lejos de sus eventos. De su gente.
Daniel suspiró, un gesto breve pero lleno de cansancio.
—Solo quiere que la familia de la futura Luna esté completa esta noche.
¿La familia? Esa palabra se le clavó en el pecho como un disparo a quemarropa. ¿Desde cuándo yo soy familia para él?
Pero no lo dijo. No lo permitiría. Mostrar debilidad delante de Daniel era como alimentar al enemigo.
—Deberías ir —añadió él, dejando la caja en una de las polvorientas sillas—. Tal vez te convenga más de lo que crees.
Cuando se marchó, el silencio regresó, envolviéndola como una segunda piel. La caja seguía allí, tan elegante y fuera de lugar como un diamante en un basurero.
Con manos temblorosas, Carolina desató el lazo. El vestido era rojo. No cualquier rojo. Era un rojo fuego, pasión. Brillaba como si cada hilo hubiese sido tejido con fuego
Y en ese instante, lo supo.
Sus ojos se abrieron, dilatados por la revelación. Ese vestido… ella ya lo había visto. No en un escaparate, no en otra loba. En su mente. Desde niña, una visión la atormentaba en sueños. Un salón repleto de luces, una melodía antigua flotando en el aire y ella, de pie, con ese mismo vestido abrazando su figura como si siempre hubiese sido suyo.
¿Qué significaba?
¿Era una advertencia?
¿Un recuerdo enterrado?
No lo sabía.
Pero por primera vez en mucho tiempo, sintió un fuego distinto crecer en su pecho. Era destino.
Y por eso tenía que ir a esa fiesta.
La noche se había vestido de gala con una elegancia calculada al detalle. Cada flor, cada mantel de lino, cada centella de luz pendiendo de los candelabros había sido seleccionada con esmero por Cassandra y por Ruth, la madre de Vincenzo.
Querían impresionar, seducir con lujo a los lobos más poderosos de la manada, pero sobre todo, a los exigentes invitados de la región Norte.
Todo parecía brillar en perfecta armonía excepto los ojos de Vincenzo.
Se acercó al grupo de lobas con el ceño levemente fruncido y la mandíbula apretada. El enojo latía detrás de su mirada helada, contenida con la fuerza de años de disciplina. Y entonces la vio a ella: Cassandra. Perfectamente envuelta en su vestido de seda negra, con esa sonrisa impecable y vacía.
—¡Mi amor! —entonó ella con voz melosa, alargando los brazos para besarlo.
Vincenzo se inclinó sutilmente hacia un lado, esquivándola con una elegancia tan pulida como cruel.
—Todo está perfecto —murmuró él, sin emoción.
Cassandra lo sintió. El rechazo. La incomodidad. El vacío que ni todo su poder podía llenar. Pero sonrió. Esa sonrisa tan perfecta como hipócrita.
—¿Dónde está Mike? —preguntó Vincenzo, su voz cortante como vidrio. El músculo de su mandíbula vibraba con rabia contenida.
—Creo que… en el jardín —respondió ella, tratando de sostener la compostura.
Sin decir más, Vincenzo se alejó de su prometida. Esa palabra… "prometida" le sabía amarga, casi repulsiva. La odiaba. Odiaba la idea, odiaba la máscara que ella representaba.
En el jardín, Mike daba órdenes con su tono usual de autoridad. Vincenzo se detuvo detrás de él, observándolo un instante. El dolor se filtró en su pecho como veneno. Habían crecido juntos. Se habían jurado lealtad. Y ahora el vínculo estaba herido. No roto, pero sangrante.
—¿Nervioso? Hoy es un gran día para ti —bromeó Mike con una sonrisa forzada.
Vincenzo le devolvió una sonrisa fría, casi fantasmal.
—También para ti. He invitado a Carolina esta noche.
Los ojos de Mike se abrieron como si una ráfaga lo hubiese atravesado. El brillo en su mirada no se podía ocultar, no ante los ojos de un Alfa acostumbrado a leer las almas. Daniel tenía razón. Mike sentía algo por ella. Por la loba rechazada.
—¿ me darás permiso para pedir su mano? —La voz de Mike apenas fue un susurro cargado de anhelos prohibidos.
—Te repito, hermano… esta noche estará llena de sorpresas —sentenció Vincenzo con voz enigmática.
Y entonces, los murmullos se esparcieron como fuego en el viento. Las miradas se giraron. Los suspiros llenaron el aire.
Carolina Hilton acababa de entrar al salón.
Vestía un vestido rojo que abrazaba su figura como si el fuego la hubiese vestido. Su cabello caía como una cascada oscura sobre sus hombros desnudos, y su presencia simplemente paralizaba el tiempo.
Vincenzo la contempló. Cada curva, cada latido de su aroma. Su pecho se tensó. Ese era su destino, lo sabía en lo más profundo de su ser.
Cassandra también la vio, y el ardor en su pecho no era solo celos… era humillación anticipada. Dio un paso para acercarse, para armar el escándalo que hervía en su interior, pero Vincenzo la detuvo con un movimiento firme de su brazo.
—Creo que es momento de anunciar el compromiso —declaró, sin mirarla.
Tomó una copa de cristal y con la cucharilla de plata la golpeó suavemente. El tintineo se esparció como un presagio.
—Distinguidos invitados —comenzó con voz solemne—. Esta celebración fue organizada con un propósito presentarles a mi esposa, a la futura Luna de esta manada.
Cassandra enderezó los hombros. Su rostro adoptó esa expresión altiva que tantas veces usó para aplastar a las demás. Estaba lista para recibir el título. Para aplastar a Carolina con su victoria.
—La Luna que he elegido —continuó Vincenzo, paseándose por el salón con presencia imponente— no es solo bella, ni solo noble. Es fuerte. Es fuego. Es verdad.
Y entonces, todos lo vieron caminar… hacia el centro del salón.
Cassandra extendió su mano, segura de su momento.
Pero él… no se detuvo.
Pasó de largo. Como si ella no existiera.
El aire se le fue de los pulmones. Sus tacones crujieron al girar bruscamente. ¿Qué demonios estaba pasando?
Vincenzo, con el corazón latiéndole como un tambor de guerra,
tomó la mano de Carolina con una ternura que solo él podía permitir.
—Les presento a mi Luna… Carolina Hilton.