




CAPÍTULO 1
Capítulo 1
El Alfa Vincenzo Black cabalgaba por sus tierras con la altivez de quien se sabe invencible. Su figura dominante se recortaba contra el cielo rojizo del atardecer, y cada galope resonaba como una declaración de poder. El viento acariciaba su cabello oscuro, despeinándolo con la misma libertad con la que gobernaba su territorio.
Era el líder indiscutible de la manada más poderosa del norte, y lo sabía. Lo disfrutaba. Su ego era un dios al que se rendía sin pudor, y su arrogancia, una corona invisible que pesaba menos que su ambición.
Esa tarde no era como las otras. Era el día en que le pediría la mano a Cassandra Hilton. Su futura Luna.
No, el lazo del destino no había ardido entre ellos aún. Pero él no necesitaba señales místicas para saber lo que le correspondía por derecho. Cassandra era perfecta. Apellidos, linaje, fortuna y belleza. Una loba educada para reinar, criada para acompañarlo. Suya. Como todo lo demás.
Y sin embargo, ni siquiera ella despertaba en su pecho la tormenta que sentía al ver a esa otra loba.
Mientras cabalgaba, su mirada captó un destello entre los árboles: una figura agachada, recogiendo manzanas caídas del viejo manzano del bosque. Sonrió, esa sonrisa torcida que solo anticipaba caos. Cabalgo al caballo sin pensarlo, con la intención de asustarla. Solo por diversión. Solo porque podía.
El animal relinchó, la tierra tembló bajo sus cascos, y la loba se lanzó al suelo con un grito, sus manzanas rodando entre el barro.
—¡¿Qué te pasa, idiota?! —rugió ella al levantarse, con la furia ardiendo en sus ojos azules, los mismos que tantas veces lo habían desafiado. Su vestido, sucio y desgastado, estaba manchado de barro, pero ella no parecía avergonzada. Solo furiosa.
Vincenzo desmontó con lentitud, como un cazador que disfruta cada paso antes del golpe final.
—¿Así le hablas a tu Alfa? —murmuró con una sonrisa helada—. Deberías lamer el suelo que piso, loba.
Se agachó, recogió una manzana y la sostuvo entre sus dedos como si fuera una joya inservible. Sus ojos oscuros se clavaron en ella con una mezcla de desdén.
—No me importa que seas el líder —escupió ella con el mentón en alto—. Para mí no eres más que un arrogante con poder.
El golpe invisible de sus palabras lo atravesó como una daga. La tomó del brazo, con más fuerza de la necesaria, y se acercó a centímetros de su rostro.
—Deberías estar agradecida de seguir aquí. Eres la vergüenza de esta manada. Veinte años y tu loba no ha despertado, Nos haces ver débil ante los demás.
Pero ella se soltó de un tirón, como si el contacto le quemara.
—¿Y echarás a la prima de tu futura esposa? —gruñó con los ojos encendidos—. En unos días seré parte de tu familia, lo quieras o no.
Carolina. La loba sin nombre entre los suyos. Marginada. Sola. Y aún así, más feroz que muchas guerreras. Era prima de Cassandra, sí. Pero a diferencia de ella, Carolina vivía de lo que el bosque le daba. Sin vestidos caros ni fiestas de luna llena. Solo con su orgullo intacto y esa rebeldía que lo desconcertaba.
—Eres una pesadilla —rugio él, con los dientes apretados—. No se te ocurra aparecer esta noche en la fiesta. Sería una lástima tener que sacarte a patadas.
Ella no respondió. No lo necesitaba. Sus ojos ya lo habían dicho todo. No le temía. Y eso lo enfurecía y lo excitaba en partes iguales.
De regreso a la casa principal, Vincenzo se despojó del polvo del camino con un baño rápido. El vapor de la ducha no logró calmar la tensión que Carolina le había sembrado bajo la piel.
Su madre, siempre impecable en los detalles, había dejado sobre su cama el traje para esa noche. Negro como su lobo. Impecable como se esperaba de él.
Sobre la tela, un broche antiguo con forma de dos lobos entrelazados: uno blanco, uno negro. El símbolo de la dualidad. El símbolo que perteneció al Beta de su padre. Un regalo que pensaba entregar a Mike, su beta esa noche. Su mejor amigo, su hermano en todo, menos en sangre.
Bajó las escaleras, decidido a sorprenderlo. Se detuvo frente a su puerta, dispuesto a golpear, pero algo lo detuvo.
Un sonido, los gemidos de una loba en brazos de la pasión.
Vincenzo sonrió, al principio divertido. Quizá Mike tenía compañía. No era raro. Pero entonces escuchó una voz. Esa voz.
—Así... Sigue asi...te pertenezco.
La sangre se le heló.
No. No podía ser.
El corazón le martilló el pecho mientras empujaba suavemente la puerta entreabierta. Lo que vio, lo que sintió fue como si alguien le arrancara el alma a puñaladas.
Cassandra. Su prometida. Su Luna. Estaba desnuda, encima de Mike, gimiendo el nombre de su beta con pasión.
Vincenzo se quedó congelado en el umbral. El aire pareció cortarse de golpe, como si el tiempo mismo se negara a avanzar. Su cuerpo temblaba, no de frío, sino de una furia visceral que le subía desde el estómago hasta la garganta. Un escalofrío le recorrió la espalda, erizándole la piel como si mil agujas se le clavaran a la vez.
Dio un par de pasos hacia atrás, tambaleante, el mundo bajo sus pies habia perdido firmeza. Cerró la puerta de su habitación con un golpe seco, y ahí dentro, solo, la rabia lo envolvió como un manto denso, asfixiante. Su respiración era errática, los puños apretados hasta hacerse daño. Quería destruirlo todo. Quería gritar. Quería matarlos.
Pero no pudo moverse.
Fue entonces cuando la puerta se abrió lentamente y su hermano menor, Daniel, apareció con esa energía que siempre traía a cuestas, iluminando la oscuridad con solo una sonrisa. Pero hoy no había luz en él, solo preocupación en sus ojos.
—¿Vincenzo...? —preguntó con voz temblorosa al ver a su hermano roto, colapsado en su propia furia.
El Alfa alzó la mirada, y sus ojos estaban enrojecidos por la rabia contenida. Le temblaban los labios al tratar de hablar. Tragó saliva, apretó los dientes y, por fin, las palabras salieron a borbotones, llenas de veneno, de dolor, de traición.
Daniel escuchó y su expresión cambió al instante. El asombro se transformó en enojo
—¡Malditos sean! —escupió con fuerza—. ¡Merecen que los destierres de este lugar!
—¿Desterrarlos…? —Vincenzo soltó una carcajada amarga, rota—. No, hermano. No los quiero lejos, Quiero tenerlos cerca. Quiero que cada día, cada maldito día, vivan sabiendo que me fallaron. Que sufran. Que se traguen su vergüenza por haber humillado a su Alfa.
Y con un rugido ahogado por la impotencia, descargó su puño contra la cama. El golpe fue brutal. El colchón crujió, astillado en su estructura, mientras un gruñido ronco escapaba de su garganta.
Daniel, aún impactado, fue hasta la licorera y sirvió un trago. Lo extendió hacia su hermano con una mirada cautelosa.
—¿Y ahora qué piensas hacer…? —susurró, sintiendo que cualquier palabra podía romper lo poco que quedaba entero en esa habitación.
Vincenzo tomó el vaso con manos temblorosas. Lo sostuvo unos segundos, observando el líquido ámbar intentando encontrar un plan, una respuesta. Pero no la halló. Solo un deseo oscuro de venganza.
—Necesito humillarlos. Hacerlos caer. Arrastrarlos.
Daniel suspiró. No sabía cómo sanar una herida como esa, ni cómo acompañarlo en su tormenta.
—Nunca pensé que Mike… —dijo, bajando la voz—. Siempre creí que estaba enamorado de la rechazada. Que su corazón solo latía por Carolina.
Y entonces, los ojos de Vincenzo se encendieron.
Carolina.
El nombre estalló en su mente como un relámpago. Su corazón dio un vuelco. Sus labios esbozaron una sonrisa torcida.
—Exacto… —murmuró con una calma peligrosa—. Carolina, la recha
zada. La mugrosa. Será ella quien me ayude a devolverles el golpe.
La venganza ya tenía nombre.