




La Tienda en la Esquina
Eran casi las 6 de la tarde cuando terminé con todo. Después de una apertura, el trabajo se acumulaba en mi escritorio y me retenía en la oficina más de la cuenta.
Romina entró con otra carpeta debajo del brazo y la mandé a la casa. Ella era como yo: no se iba hasta que todo quedaba terminado. Tenía dos adolescentes y muchos problemas.
Yo comenzaba a tenerlos con Matteo también: con 10 años se comportaba y hablaba como un muchacho, no como un niño. A veces me desconcertaba su madurez y otras me dolía.
Solía observarlo mientras jugaba con esa bendita consola, sintiendo cómo se alejaba. Ya no compartía sus cosas, no preguntaba por las mías; él se informaba de todo por las redes sociales y pretendía que yo hiciera lo mismo: «Bruno subió las fotos de su cumpleaños a su cuenta, papá. Ahí está todo lo que hicimos». De pronto, me transformaba en un dinosaurio.
Me juré que si me detenía, me convertiría en la misma clase de padre que tuve. Así que insistía por muchos rechazos y plantadas que me hiciera.
Lo que me llevó al mundo mágico de Violeta esa tarde fue, justamente, otro de sus desplantes.
—Voy en camino, Matteo. Estoy en veinte minutos. Recién salgo de la oficina —ajustaba el manos libres mientras cambiaba de carril.
—Ah… papá, sobre eso… —Ahí venía.
—¿Qué pasó?
—No voy a poder. Me invitaron a jugar un partido y… ya estoy aquí.
—Habíamos quedado en esto desde la semana pasada. Es la tercera vez que me dejas pagando, hijo.
—Lo sé, pero salió de repente. No es la gran cosa. Podemos vernos otro día, ¿no?
—¿Otro día? ¿Cuándo?
—Te aviso. Mamá me puede llevar después del partido, así que no te preocupes.
Matteo cortó la llamada antes de que pudiera responderle. Usé el deportivo para nada. Trataba de ser un «papá genial» y manejaba ese auto solo porque a él le gustaba; se volvía loco, imaginaba que era un Fórmula 1.
Estaba en la autopista y tenía que cambiar de dirección para volver. Paré en la gasolinera. Me bajé a comprar una bebida isotónica, necesitaba recuperar energía. Cuando pagué, encontré la tarjeta de Essenza. La había sacado del saco para no olvidarla.
Una semana. Jugué con ella entre los dedos mientras manejaba de regreso. Hasta soñé con Violeta, con esa boca, con esos senos ahí, en Nostalgia. Toda hermosa, toda caliente, toda mojada. Creo que hasta la escuché gemir.
Demasiado real, las emociones fueron demasiado reales. Uno de esos sueños de los que me despertaba con las sábanas manchadas.
La llamé, si me decía que no, intentaría de nuevo al día siguiente.
«Cliente especial», me hizo reír otra vez. Era el tono de voz con el que hablaba, no lo que decía. Quizá las dos cosas. Supe que habérmela dado de seductor no fue un fracaso rotundo. En cuanto bajé de la autopista, me vibró el cuerpo. Había olvidado lo que significaba sentirme magnetizado por una mujer.
Estacioné pasando la esquina donde estaba la tienda, solo un poco, para que los de tránsito no se me vinieran encima. Ni bien pisé la acera, tuve la impresión de que estaba por entrar a un cuento de hadas.
Violeta estaba detrás del cristal. Se me secó la boca. El carrillón sonó, la madera crujió debajo de mi zapato y esa sonrisa enorme y limpia me recibió del otro lado del mostrador.
—Enzo, bienvenido —ella se acercó y, de pronto, Essenza me tragó.
—Es increíble —ni siquiera la saludé.
—Gracias. Viniendo de un hombre como tú, es más que un halago.
—¿De un hombre como yo?
—Imagino que has visto muchas cosas y mejores.
—No como esto. ¿Cómo se te ocurrió? —En verdad, estaba sorprendido.
—No lo sé —respondió encogiéndose un poco de hombros—. Mi maestro me enseñó a la antigua y siempre me han gustado las cosas de otra época, lo vintage. Me enamoré del piso y el resto se armó solo.
Observé todo: las telas claras, los estantes y los objetos viejos esparcidos por ahí.
—¿Empezamos? —me preguntó.
—Sí. Perdón por venir a último momento.
—No te preocupes —cerró la puerta y volteó el cartelito—. Mi estudio está en el fondo —me dijo, señalando una puerta oscura.
El estudio era una subentrada a otro nivel de ese mundo. Casi medieval, si no fuera por la laptop y la pantalla de la cámara de seguridad. No sabía si estaba hecho a propósito: la fachada que atraía, el interior que sorprendía y esa pequeña habitación que hechizaba.
Señaló una silla junto a la mesa y me senté. La vi buscar un anotador, un bolígrafo, acomodar otra silla frente a mí, con la cara completamente iluminada. Me di cuenta de que no era solo una profesión para Violeta, era ella misma.
—Bien —abrió su anotador—, ¿qué buscas con este perfume?
—¿Cómo que busco?
—La mayoría viene con un aroma específico en mente, casi siempre un recuerdo que quieren revivir...
—¿Replicas recuerdos?
—Lo intento. Las fragancias que hago son personalizadas, eso quiere decir que no hay dos iguales. Así que, de acuerdo a lo que necesites revivir, te haré preguntas. ¿Está bien?
—Sí, claro —un recuerdo embotellado. ¿Pero de qué?
—Entonces, ¿qué perfume quieres?
—Mi fragancia, mi propia fragancia.
Más egocéntrico no podía sonar.
—¿Quieres «tu» perfume?
—Así es.
Violeta me devolvió una sonrisa entre divertida y cómplice.
—¿Qué? —pregunté, nervioso.
—Nada, no es la primera vez que tengo un cliente que… quiere saber a qué huele. Podemos hacerlo. Podemos hacer el aroma Romano —respondió, confiada.
Nunca se me había cruzado que pedirle una fragancia fuera un proceso tan complicado. En realidad, era una excusa para volver a verla y hablar con ella.
—Dime, ¿prefieres fragancias frescas, dulces, amaderadas o especiadas?
—No lo sé —mentí, siempre tuve inclinación por las amaderadas con alguna nota oriental. No era la primera vez que me hacían un perfume. Tenía curiosidad por su trabajo, por Violeta.
La vi ponerse de pie y buscar varias cosas por todo el estudio. Era como una bruja blanca eligiendo los ingredientes para su pócima. Aunque ya me había embrujado esa noche cuando me miró con los ojos enormes.