




La fragancia del primer encuentro
El hotel era hermoso.Nostalgia. Clara me mostró en redes las imágenes, pero no se comparaban con la estructura real. La ciudad estaba llena de edificios así: una mezcla de arquitecturas, de texturas, de épocas. Si uno caminaba por el centro, por el corazón de la ciudad prestando atención, se convertía en un laberinto temporal y espacial.
Pablo estaba en la puerta, recibiendo al personal. Llegué temprano, para acomodarme tranquila, para no correr como una loca cuando la gente ya estuviera adentro.
—Te muestro dónde te puedes acomodar —me dijo Pablo, haciendo un gesto hacia el interior de una sala.
—Está bien —respondí.
La habitación no era muy amplia, funcionaba como una sala de espera pegada a la recepción. Obviamente, modificaron parte del interior. Habían rescatado o conseguido algunos muebles de esa época y los fusionaron con esculturas minimalistas y cuadros modernos.
Pablo iba y venía, y cada tanto se paraba a preguntarme si necesitaba algo. Viéndolo así, en su ambiente, con confianza y seguridad, bien vestido y sonriendo con gracia, pude adivinar por qué Clara cayó redonda por él. Las apariencias engañaban.
—Sácale fotos y mándamelas —me había pedido más temprano en un mensaje de WhatsApp. Tenía una galería con fotos de él que funcionaba como revista porno.
En veinte minutos se llenó de gente. Mujeres con vestidos sofisticados, hombres de etiqueta: un desfile de billeteras. Cuando se acercaban a la mesa, me transformaba en dos cosas: en un mago y, de vuelta, en la vendedora de la casa de cosméticos. Movía las manos como si estuviera mostrando un truco antes de ejecutarlo y luego les pasaba el resultado para que lo olieran.
Se oyó bullicio desde el hall y me distraje. Por estirar el cuello para chusmear, volqué un recipiente con aceite esencial de neroli sobre la madera. Le iba a quedar la mancha. Me apuré para absorberlo con un trapo de algodón. Entre el aroma intenso del aceite derramado y mi preocupación por la mesa, casi no registré los tacones que se acercaban. Casi.
Cuando me dijo quién era me quedé quieta, con un frasco en la mano. No sabía dónde meterme. Lo miré: pelo negro, canas en las sienes. Más de cuarenta. Su voz era profunda, me daba palpitaciones. Sus ojos oscuros me taladraban, como si pudiera ver más allá. Era atractivo. Demasiado. ¡Dios!
«Deja de mirarlo así, estúpida», me dije.
Cualquier mujer en mi lugar, cuando un hombre así se acercaba, se estaría prendiendo fuego por dentro, yo ya me estaba quemando. Fue la sensación más rara de toda mi vida: un hombre que recién conocía me provocaba ganas con solo la mirada.
En la cocina fue amable. Decirle que tenía frío me sirvió para confirmar lo que sospechaba. Se estaba poniendo duro y verlo ahí, tan cerca, logró que me mojara un poco. Él también me miró.
—Vas a pensar que estoy mal de la cabeza —dije, sonriendo, tratando de justificarme por el supuesto frío.
—Todos estamos un poco mal de la cabeza. Tal vez sea el edificio …
—¿El edificio?
—Me sucedió algo parecido cuando comenzaron a remodelarlo, a arreglarlo.
—¿Frío?
—Sí, se sintió medio raro, hasta angustioso.
—¿Está embrujado?
—¡No! Que no te escuchen que me quedo sin huéspedes.
—Tengo una amiga a la que le gustan las cosas espirituales, según ella hay lugares, casas, donde las «energías» se quedan y andan abriendo alacenas de madrugada.
—¿Clara?
—Sí, ¿la conoces?
—Trabaja en la empresa y…
—Sí, anda con Pablo. Esa misma, Clara.
—Te pido disculpas de nuevo por lo de Rosario. No me di cuenta —dijo metiendo las manos en los bolsillos del pantalón. Le daba vergüenza ajena.
—Pablo tendría que haberlo notado. Pero no le da el cerebro. Solo usa el de abajo... ¡Ay, perdón! Es tu amigo.
Lo tomé desprevenido con ese comentario y se le escapó una carcajada.
—La verdad no ofende. Lo quiero mucho, pero hay cosas en las que no estamos de acuerdo.
Tenía su saco sobre sus hombros, cruzaba las manos para cerrarlo sobre el pecho y le arrugaba las solapas. Hablar de Pablo y Clara nos sacó de eje, a mí me sacó de eje. Dudé. Quizá había interpretado equivocadamente la intención en su mirada o me engañé a mí misma creyéndome Angelina Jolie. Sin embargo, me seguía mirando con esos ojos…
—Gracias por el vino y por el abrigo, pero creo que es hora de volver —dije, poniéndome de pie y deslizando el saco.
Me sorprendió con lo que dijo:
—Quiero el perfume —se apuró a decir cuando le devolví la prenda. Me asombró y se me dibujó una sonrisita en la boca.
—¿En serio?
—Sí. Pero voy a pagarlo.
—Por supuesto que vas a pagarlo.
—¿Dónde queda tu tienda? ¿Cuándo puedo ir? —sonaba como un nene ansioso.
—En la mesa, afuera, dejé las tarjetas. Te doy una y puedes venir cuando quieras. Pero hazlo con algo de tiempo, el proceso lleva lo suyo.
Salimos de la cocina y todo se veía normal. Los invitados paseaban, conservaban con sus copas en la mano. Saludó a algunos mientras íbamos al rincón de los perfumes. La tarjeta que le di era la de siempre: papel texturado, letras doradas, filigranas y tenía fragancia.
—Essenza —leyó en voz alta.
—Ese es mi mundo.
Se guardó la tarjeta en el bolsillo interno del saco mientras Pablo, desde la otra punta, le hacía señas. Tocaba el show del anfitrión perfecto.
—Perdón, Violeta, pero tengo que circular.
—Sí, te entiendo. Un gusto conocerte.
—¿Ya te vas?
—No, ¿por qué?
—Me pareció.
—Si me voy ahora tendré que regalarte el perfume.
—Todo sea por el negocio —respondió, sonriendo.
—¡Por supuesto!
La noche por fin terminó, salí con mi bolso y una valija metálica en la mano a la puerta y ahí estaba con Pablo.
—Gracias por todo, Violeta —me saludó Pablo. Pero solo lo miré y se asustó. Fue gracioso ver al super hombre amedrentarse.
—¿Cómo te vas? ¿Te llevo? —Enzo preguntó acercándose. Quería decir que sí.
—No, gracias. Ya pedí un coche por una aplicación, está a dos calles. Además, no me subo a autos de desconocidos.
—El chofer de la aplicación es un desconocido.
—Es diferente.
Pablo se escabulló adentro. Ese minuto que el coche tardó en llegar nos quedamos parados, uno al lado del otro en silencio. El aire estaba algo fresco, el bullicio típico de un sábado por la madrugada se oía distante. Me miró de reojo.
El coche paró. Me abrió la puerta y me acomodé en el asiento de atrás.
—Gracias por venir, Violeta.
—Gracias por invitarme.