




Boca peligrosa
Estaba ahí parada, con el cuerpo lleno de rabia y las manos temblándole, juntando sus cosas con torpeza. Me quedé callado y la observé de arriba abajo: cabello castaño, ojos marrones; la boca que terminaba en un arco de cupido pronunciado y la línea del cuello que se fundía con las clavículas. No era una belleza despampanante de tapa de revista, sin embargo, para mí era hermosa.
Seguro pensó que era un pervertido.
Me había olvidado por completo de que la experiencia la incluía con sus perfumes. Estuve tan ocupado con la remodelación, que dejé que mi amigo se ocupara del resto.
No sé qué me pasó al entrar a Nostalgia, pero giré automáticamente hacia el rincón de la discusión. Desde el hall no necesitaba escucharlas, la cara de Violeta lo decía todo.
Vi la expresión desesperada de Pablo y como se acercaba casi trotando y lo seguí.
—Eres amiga de esa puta —escuché que le decía. Ella se giró con un trapo en la mano, estaba limpiando algo que se cayó sobre la mesa donde tenía sus perfumes.
La esposa de Pablo, siempre era tan precisa para armar escándalos.
—No soy amiga de ninguna puta —contestó apretando los dientes. ¡Lo que me faltaba! En plena inauguración, una pelea de faldas.
—¿Te mandó a vigilar a mi marido?
—Estoy trabajando, no sea desubicada.
—Te conozco de sus redes sociales, tiene fotos contigo. Lo vive a Pablo ¿y ahora también te da trabajo? No tienen vergüenza.
—Vergüenza es saber que te engaña y hacerte la desentendida. —Bueno, en eso tenía razón.
—¡Par de zorras!
Se puso roja como un tomate, seguramente le ardía la cara de rabia. Pablo llegó y yo detrás.
—¿Qué mierda estás haciendo, Rosario? —le susurró al oído, tenso, enojado. —Baja la voz.
—Eres una basura. No te alcanza con revolcarte por ahí, tienes que traer a la amiga —Ella estaba por largarse a llorar. Me dio un poco de lástima.
—Cállate. Vamos.
Pablo la agarró del brazo y la arrastró hacia una puerta detrás de la recepción. No me moví. La miraba. Creo que la puse nerviosa, incómoda. La gente alrededor fingía no haber escuchado nada, pero los murmullos se esparcían como pólvora.
Le temblaban las manos mientras limpiaba el desastre del aceite. Eso era lo que emanaba es olor a neroli y se estaba volviendo insoportable, me daba náuseas.
Pablo volvió solo después de un rato. Se acercó con esa sonrisa falsa que usaba con todos.
—Discúlpala, no está pasando por un buen momento —le susurró, inclinándose sobre la mesa.
—No me interesa por qué momento está pasando. Está chiflada, es tu problema no el mío.
—Lo sé, lo sé. ¿Podemos... podemos no mencionarle esto a Clara?
Lo miró fijo. Lo hizo sentir patético, se le notaba en la cara.
—¿Sabes qué? Guárdate las disculpas. Me voy. —Empezó a recoger sus cosas. —Dile al señor Romano que lo siento mucho; si quiere le hago gratis un perfume para compensarlo.
Cuando escuché eso no sé qué me pasó. Con cualquier otra persona ni me hubiera molestado en hablar. No quería que se fuera y menos así.
—El señor Romano soy yo —dije, sin sacarle los ojos de encima—. Y no tiene que disculparse por nada. Por favor, no se vaya. La situación fue... desafortunada, pero no fue su culpa. ¿Me permite invitarla a la cocina? Podría tomar algo, descansar un momento.
Abrió los ojos enormes cuando le dije mi nombre, pero no porque estuviera impresionada con mi apellido; sino porque le daba vergüenza la situación. Técnicamente estaba trabajando para mí y quería irse a medio terminar. Después noté algo más. Los hombres nos damos cuenta cuando una mujer nos mira de manera especial.
Dudó un momento, pero asintió. Total, peor no podía ponerse la noche.
—Por aquí —señalé una puerta lateral.
Pablo se había esfumado. La cocina estaba vacía y en silencio. El personal estaba ocupado con el catering en el salón. Se quedó parada mientras abría el refrigerador.
—¿Qué prefiere tomar? Hay vino, un licor de café bastante bueno, agua, gaseosa...
—Vino está bien.
Saqué una botella y busqué dos copas.
—¿Le molesta si la tuteo? Me resulta tedioso ser tan formal —serví el vino—. ¿Violeta, no? Pablo me comentó de sus perfumes.
—Ah, ¿sí? —su tono salió agresivo.
Se apoyó contra la mesada y me estudió por arriba del borde de su copa. Era insoportable cómo me ponía nervioso su mirada.
—Perdone, creo que empezamos mal. ¿Comenzamos de nuevo?
—Está bien. Y sí, puede tutearme —contestó, jugando con la copa sin probarla.
—Entonces tú también. Me llamo Enzo.
—Mucho gusto, Enzo.
—Pablo me dijo que haces perfumes personalizados.
—Sí, aunque hoy no fue mi mejor demostración.
—Al contrario. El aroma que se esparció... ¿Neroli, no? Fue lo mejor de la noche —mentí.
—¿Conoces de perfumería?
—No tanto como me gustaría —me aparté de la mesada y me acerqué más.
Me estaba haciendo el galán. Tanteando mis posibilidades. Tenía miedo que escuchara mis articulaciones oxidadas rechinando. Porque una cosa eran las citas de una noche, donde no necesitaba más que una sonrisa y un par de halagos, y otra lo que me pasaba con ella.
Se me estaba parando, lo sentí contra el pantalón. Y ni siquiera hubo una sola palabra de insinuación, un gesto, nada. A lo mejor lo que me excitó fue su cara indignada o como pronunció la palabra «puta» con esa boca.
De pronto, dejó la copa en la mesada para frotarse los brazos tratando de entrar en calor, tenía frío. Y yo ahí parado prendiéndome fuego.
—Permíteme —dije mientras me desabrochaba el saco. Me lo quité y se lo pasé por los hombros.
—Gracias… Tengo mucho frío.
—Qué raro. No hay ventanas, el aire acondicionado está apagado. ¿Comiste algo en toda la noche?
—Me robé unos canapés de una bandeja. Horribles.
—Puedo pedirle al chef que te prepare algo.
—No, no. No te molestes, estoy bien.
Todavía no sé si de verdad tenía frío o si quería verme de cerca, porque no apartó la mirada cuando le estaba poniendo el saco. Creo que me miró la entrepierna. Yo le miré el escote, disimuladamente. Se le escapaban un poco los senos, blancos, tentadores, suaves.
Me imaginé, metiéndome uno en la boca y sentí el cosquilleo en la punta.
Era extraña y me hacía sentir extraño. Era atrevida, pero no de esa manera tan… tosca. Tenía chispa, optimismo y juventud. Sabía que me estaba metiendo en terreno borrascoso, no lo podía detener y tampoco quería.