




Esencias de Violeta
Abro Essenza como siempre, puntual a las 9. Me gusta el ritual de levantarme temprano, darme una ducha y prepararme un café y tomarme mi tiempo antes de salir. Nunca entendí a la gente que se despierta 15 minutos antes de enfrentar su día. Yo no puedo, siento que pierdo tiempo.
Cinco calles separan mi apartamento de mi tienda, las camino todas las mañanas sin apuro, sin correr y saludando a mis vecinos. Cuatro de cinco días piso caca de perro, no falla nunca. Así que cuando termino de subir la cortina metálica, me quito los zapatos antes de entrar. Ya se me hizo costumbre tener siempre un par o dos guardados en el estudio.
Tengo una perfumería. Una perfumería artesanal, y es un primor, no porque yo lo diga, sino porque mis clientes la describen así. He puesto mi alma en cada detalle: del alero cuelgan frascos de diferentes formas y tamaños, me encanta cómo la luz del sol se refleja en ellos, como si fueran lamparitas. Una pasionaria que planté rompiendo el piso de la acera sube por la vidriera y se enreda en los tirantes del alero. Da una flor rara pero hermosa, blanca y morada, parece un plato volador o un mandala viviente.
Clara me regaló el cartel dorado que cuelga como bienvenida: «El lugar donde los recuerdos se transforman en aromas».
No podía ser otra que Clara quien me regalara algo así. Después de todo, ella sabe mejor que nadie cómo llegué hasta acá.
La conozco desde que tengo memoria, literal, desde el jardín de infantes. Tengo más recuerdos en su casa que en la mía. Martín y Luisa, sus padres, me han adoptado como a una hija más. Además de ser compañeras de colegio, éramos vecinas. Ellos vivían en el segundo y yo, con mi mamá, en el quinto.
No quiero imaginar cómo hubiera sido mi vida sin ellos. Seguramente un desastre digno de años de terapia. Ella y yo nos apoyamos en todo, somos de esas amigas que festejan hasta los logros más chicos, y de las que tienen instintos asesinos cuando un hombre lastima a la otra.
A mí me pasa con el infeliz ese con el que sale ahora: un tipo casado. No porque sea casado, no juzgo ni moralizo la vida de nadie, sino porque el idiota la juega de noviecito sabiendo él, Clara y todo el mundo que nunca va a separarse o divorciarse. Y la otra va y se enamora. Y cuando la planta le nace el remordimiento y se cuestiona.
—Yo sé que hago mal en meterme con un hombre con familia —decía siempre que se sentía culpable o estaba llorando porque le había cancelado a último momento.
—Sí, sí, eres una cualquiera. Ya hablamos de eso. Mal hace él que no respeta lo que tiene en la casa —suelo responderle.
—La mujer me llamó otra vez para insultarme. Me dijo que soy una puta.
Cuando inauguré la tienda, él apareció con una planta, me felicitó y ahí andaba entre los estantes mirando todo. La planta se la regalé a mi vecina del piso de arriba. Lo odio, simple y llanamente, y todo lo que tenga que ver con él me causa repulsión. A lo mejor exagero, pero Clara merece algo mejor, merece que la quieran solo a ella, merece ser el centro del universo de alguien. No la segunda opción de un cuarentón que se sigue portando como si todavía tuviera 20 años. Pero dicen que el amor es ciego, y yo pienso que también tiene un IQ bajo.
Mi mamá se fue por el mismo motivo: el amor. Es curioso, ahora que lo pienso, cómo los aromas que creo para otros suelen estar ligados al amor o a su ausencia. Cuando cumplí 18, se sentó conmigo en la mesa de la cocina y me dijo que tenía tiempo viéndose con un hombre, que según ella era bueno. Nunca lo conocí. Al otro día se fue.
Así que, con 18 años me quedé del todo sola. No pude seguir estudiando, la idea de una carrera universitaria se fue dentro de la maleta de mi madre. Tuve que trabajar. Y el primer trabajo que conseguí fue en una tienda de cosméticos, recomendando perfumes.
No faltaba nunca, ni enferma. Dos años trabajé allí. Un día, Jerónimo, el gerente, se me acercó y me dijo:
—Violeta, quiero presentarte a alguien. Se llama Rogelio y es un maître parfumeur, un maestro perfumista.
Debo haber puesto cara de que me hablaba en japonés, porque Jerónimo se rió un poco.
—Creo que tienes la capacidad para aprender de él, para aprender a hacer perfumes, y aquí, en este negocio de cosméticos, estás perdiendo algo.
—¿Me vas a echar?
—¡No! ¿Echarte, estás loca? Eres mi mejor empleada. Quiero que estudies con Rogelio. Ya me dijo que sí, ¿qué piensas?
Eso fue muy raro, porque él y yo nos encerrábamos en la parte de atrás de la tienda casi todos los días. Teníamos una relación rara, no sé. Era mucho más grande, podría haber sido mi papá.
Jerónimo se sentaba en una silla y yo en la mesa, abría las piernas y me masturbaba mientras él me miraba. Ni siquiera se tocaba, pero sus ojos clavados en mis dedos mientras jugaba conmigo misma me encendían.
A veces, le pedía que me tocara, que me lamiera, algo, cualquier cosa. Se quedaba quieto, congelado y sin hablar.
A veces quería sentirlo adentro, se le notaba el bulto en los pantalones y solo con los dedos no me alcanzaba, quería sentir algo duro, caliente, mojado. Sin importar cuánto rogara, jamás me lo dio.
Lo único que hacía cuando yo acababa era besarme las piernas. Creo que me agradecía por el espectáculo de esa manera.
Le preguntaba por qué, por qué no me cogía arriba de la mesa, y siempre me respondía lo mismo: «Eres muy joven para mí». En esos días me frustraba, pero ahora lo entiendo.
Cuando me quedaba con muchas ganas, salía de la tienda y, en vez de ir a mi apartamento, pasaba por la casa de mi novio. Seguramente algo sospechaba, pero tampoco decía nada. Cenaba con él y sus padres, y cuando salía para mi casa, él me acompañaba.
Nunca llegábamos, siempre terminábamos en un callejón detrás de una farmacia. Parada con la cara contra la pared, la ropa interior en las rodillas y él penetrándome por detrás. Me quedaba la cara sucia de la mugre de los ladrillos y volvía toda mojada, con sus fluidos y los míos deslizándose por mis piernas.