




MENTIRA
Capítulo 4
—¡Yo no tomé su collar! —exclamó Caroline, sus ojos verdes, abiertos como platos, reflejaban más dolor que miedo mientras se incorporaba bruscamente de la mesa, su voz temblando al defenderse.
El grito de Diana rasgó el aire como un látigo.
—¡Tienes que haber sido tú! —vociferó, señalándola con un dedo acusador—. Jamás, jamás en esta casa se había perdido algo... hasta que tú llegaste. ¿Casualidad? No lo creo.
El salón se sumió en un silencio denso cuando el Alfa Constantine, con el rostro endurecido por la furia, se puso de pie. Su mirada era un juicio en sí misma.
—¡Guardias! —tronó su voz, fría como el acero—. Llévensela. Látigos para quien roba bajo este techo.
Caroline sintió cómo el suelo se hundía bajo sus pies. Sus piernas flaquearon. La misericordia que una vez creyó haber visto en Constantine, era ahora un espejismo cruel.
—Te permití entrar en mi casa por lástima —escupió él, con desprecio en cada palabra—. ¡Qué error más grande cometí!
Los ojos de los presentes se abrieron con asombro y desconcierto. El Alfa, el lobo que todos conocían por su sentido de la justicia, parecía ahora movido por un odio visceral que consumía su razón.
—¡No estoy de acuerdo, mi señor! —rugió Leonard, golpeando la mesa con un puño cerrado. El estruendo resonó en la estancia como un disparo—. ¡Caroline es inocente! ¡No merece ser tratada como una criminal!
El rostro de Diana se tornó pálido de repente. Fingiendo una crisis, llevó una mano dramáticamente al pecho y comenzó a toser y a jadear como si la vida se le escapara.
—¡Mi hija! —gritó Constantine, presa del pánico, volcando toda su furia en una sola orden—. ¡Leonard, llévatela ahora mismo a su habitación!
La confusión reinaba. El rostro de Caroline, empapado en lágrimas calientes, se tornó una máscara de fría dignidad. Se limpió las mejillas con el dorso de la mano y alzó la mirada hacia el Alfa, sin rastro de súplica.
—No he hecho nada, mi señor —susurró, la voz rota, pero firme.
Constantine, con el ceño fruncido en un gesto de absoluta desconfianza, no retrocedió.
—¿Y cómo piensas demostrarlo? —su tono era ácido, venenoso—. ¿Acaso quieres que dude de la palabra de mi propia hija?
Aurora, que hasta entonces había permanecido en un mutismo calculado, se puso de pie con la gracia serena de una Luna sabia. La tensión en la sala era tan espesa que podía cortarse.
—Debemos hablar en privado, Alfa —dijo, su voz tan suave como la seda, pero cargada de autoridad.
Constantine tiró la servilleta sobre la mesa con desprecio. Sin pronunciar más palabra, hizo un gesto a los guardias para que mantuvieran a Caroline bajo vigilancia. Luego, salió del salón acompañado de Aurora.
Jonathan, atrapado entre el deber y el deseo, se debatía en un torbellino interno. Su plan —el que había tramado con Diana para hundir a Caroline— le sabía amargo en la boca ahora. No podía moverse, no podía siquiera hablar. El aroma de Caroline —ese perfume suave, a bosque y lluvia— lo había hechizado, y su belleza se le antojaba una obsesión imposible de arrancar.
Cuando uno de los guardias quiso sujetarla, Jonathan se interpuso, su voz resonando con una fuerza que sorprendió incluso a él mismo.
—¡Suéltenla! —ordenó—. Ella permanecerá sentada en esta mesa hasta que el Alfa decida su destino.
Caroline soltó un suspiro quebrado. Jonathan, en un gesto inesperadamente tierno, tomó una servilleta y secó sus lágrimas con una caricia temblorosa.
—Te creo —murmuró, sus ojos fijos en los de ella—. Una loba como tú no necesita robar joyas… cuando ya posee dos esmeraldas en sus hermosos ojos.
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Aurora cerró la puerta del estudio tras de sí. Se cruzó de brazos y contempló a Constantine con ojos imperturbables mientras él, como una fiera acorralada, lanzaba libros y copas contra el suelo.
—¿¡Por qué la defiendes!? —gruñó él, girándose hacia ella, la rabia crispándole el rostro—. ¡No la conoces y aun así arriesgas todo por ella!
Aurora no se inmutó. Con una calma casi dolorosa, disparó la verdad que Constantine se negaba a enfrentar.
—Por el mismo motivo por el que tú la odias... Teresa.
El nombre, pronunciado como un veneno, cayó en el aire como una sentencia. Constantine palideció. Sus labios temblaron. Un temblor imperceptible recorrió su mentón.
—Sabes que ese nombre está prohibido en esta casa —susurró con voz grave—. ¡Ella nos traicionó! ¡Su hija no es más que prueba de su deslealtad!
Aurora parpadeó, dejando caer una lágrima que le quemaba la mejilla.
—Eso será para ti... —respondió, su voz quebrándose por primera vez—. Para mí, Teresa fue una amiga. Casi una hermana.
Constantine giró sobre sí mismo, ciego de ira.
—¡No me importa Teresa! —rugió, golpeando el escritorio—. ¡Aquí y ahora, se trata de Caroline! ¡Y debe ser castigada! ¡No hay pruebas de su inocencia!
—¡Y tú tampoco tienes pruebas de su culpa! —replicó Aurora, alzando la voz por encima de sus gritos.
El Alfa jadeaba, como un animal acorralado en su propio odio.
—¿Qué propones entonces? —escupió con desdén.
Aurora enderezó los hombros. Su determinación era un faro en medio de la tormenta.
—El hechizo de sangre limpia —dijo—. Llamemos a la hechicera de la manada. Que ella determine quién dice la verdad.
Leonard permanecía en la habitación, pensando en silencio, en la injusticia hacia Caroline
Diana, buscando atención, se desnudó frente al lobo con una sonrisa traviesa en los labios.
—¿Me acompañas? —susurró, dejando caer la última prenda.
Pero, como en tantas otras ocasiones, fue rechazada. La mente de Leonard no estaba allí; su corazón, su alma, estaba atrapado en un solo pensamiento: Caroline.
Sin pensarlo dos veces, bajó las escaleras a toda prisa, su cuerpo impulsado por una necesidad incontrolable de verla, de protegerla.
El pecho le ardió de rabia cuando la encontró en el salón. Jonathan, ese bastardo astuto, estaba limpiando las lágrimas de Caroline con una intimidad que le revolvió las entrañas. Esa mirada coqueta… Leonard la conocía demasiado bien.
—¿Cómo sigue Diana? —preguntó Jonathan, fingiendo inocencia al verlo acercarse.
—Se está bañando —respondió Leonard, con la voz tensa—. ¿Interrumpo algo?
Caroline se puso de pie de inmediato. Sus ojos, enrojecidos por el llanto, brillaban de vulnerabilidad. Sus manos, temblorosas, buscaron aferrarse a algo.
—Él solo me estaba dando apoyo —aclaró, su voz quebrándose como si cada palabra le costara respirar.
La tensión era tan densa que apenas podían moverse cuando, de repente, la puerta del estudio se abrió de par en par. Constantine, con la cabeza baja y las manos cruzadas tras la espalda, avanzó hacia ellos con pasos pesados.
—Te haremos un juicio de sangre limpia —anunció, su tono implacable—. Si tienes un mate o alguna amiga que confíe en ti, tráelo.
Caroline sintió un vacío helado abrirse en su pecho. Bajó la mirada, luchando contra el nudo en su garganta.
—No tengo a nadie —susurró, con un suspiro que parecía arrancado desde lo más profundo de su alma.
El silencio se adueñó de la estancia, hasta que, inesperadamente, dos voces resonaron al unísono, cargadas
de una promesa silenciosa.
—Yo seré su testigo en el ritual —declararon Leonard y Jonathan al mismo tiempo.