




Un encuentro
—¿Por qué viniste? —susurré, con voz firme.
No me respondió.
En lugar de eso, me tomó por la nuca con ambas manos y me besó.
No fue un beso tierno.
Fue salvaje, desesperado, como si estuviera devorando todo lo que había contenido durante años. Sus labios aplastaron los míos con fuerza, con hambre.
Y yo… me rendí.
Mi mente gritaba que lo empujara, que lo apartara, pero mi cuerpo lo traicionó.
Sus manos descendieron por mi espalda, apretando mi cintura, atrayéndome hacia él. El sabor de su boca era adictivo, aún con la rabia mezclada en su aliento.
Con un solo movimiento, me levantó en brazos, obligándome a rodear su cintura con mis piernas. Me llevó a la sala, donde el polvo aún flotaba en el aire.
Me depositó sobre la mesa, empujando algunos papeles al suelo.
Sus labios descendieron por mi cuello, mordiendo, succionando con devoción hambrienta.
Mis manos arañaron su espalda.
Deslicé sus botones uno a uno, hasta que la camisa cayó al suelo, revelando su torso firme, tallado, cubierto por una leve capa de sudor.
—Te odio —susurré contra sus labios, pero mis manos temblorosas lo aferraron con desesperación.
—Lo sé —murmuró, antes de tomar mi boca con fiereza.
Con un movimiento brusco, me giró.
Sentí la frialdad de la madera en mi pecho desnudo mientras sus manos recorrieron mi espalda, despojándome del conjunto deportivo.
Mi piel se erizó al sentir sus labios recorriendo cada centímetro, dejando marcas de su paso.
No hubo dulzura.
No hubo palabras vacías.
Solo dos cuerpos desbordados de rabia, deseo y años de frustración acumulada.
Su boca descendió entre mis muslos con hambre, arrancándome gemidos que se ahogaron entre mis labios. Su lengua me devoró con furia, sin delicadeza, sin compasión.
El placer fue rápido, violento.
Mi cuerpo tembló bajo sus manos y, cuando creí que no podía soportar más, me levantó de la mesa y me llevó a la pared.
Entró en mí de un solo golpe, desgarrándome la cordura.
Rápido. Feroz. Brutal.
Nuestros cuerpos chocaron con desesperación. El sonido de la piel contra la piel llenaba el aire viciado.
Me aferré a sus hombros, mis uñas hundiéndose en su carne, buscando anclarme mientras él me llevaba al borde del abismo una y otra vez.
Y cuando ambos caímos, fue como arder en el infierno.
Jadeando, con el sudor perlándole la frente, Kendell apoyó su frente contra la mía, sin soltarme.
Nos miramos.
Sus ojos grises me atravesaron.
Y, sin decir una palabra, se apartó de mí, recogió su camisa del suelo y, sin mirarme, salió por la puerta.
El polvo volvió a caer sobre la sala vacía.
Y yo me quedé allí, con la piel ardiente y el alma en cenizas.