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La provocación

Viktor Volkov, el temido jefe de una de las familias más poderosas de la Bratva en Los Ángeles, colgó el teléfono con una violencia que habría hecho temblar a cualquiera. Su furia era un espectáculo poco común, capaz de paralizar hasta al más valiente. Era un hombre metódico e impenetrable, verle estallar de ese modo era algo que podía contarse con los dedos de una mano.

Vladimir, su hijo, siempre le había admirado por esa frialdad, entre muchos otros motivos. A él, en cambio, le costaba demasiado controlar sus impulsos. Ahora, sin embargo, sentía como si los papeles se hubieran intercambiado. Las venas de la frente y el cuello de su padre parecían estar a punto de estallar, y sus ojos azules destellaban con una ira contenida que amenazaba con desbordarse.

Vladimir permanecía de pie, observándolo con detenimiento desde el otro lado del imponente escritorio. Estaban en la oficina de Viktor, ubicada en la parte trasera del club que administraba la familia.

Viktor acababa de recibir una llamada de su mano derecha en todo tipo de asuntos. Vladimir esperaba sus órdenes, listo para actuar, porque la reacción de su padre indicaba que algo muy grave acababa de ocurrir. Temía incluso escuchar sus próximas palabras.

—¡Esos hijos de perra se atrevieron a hacerlo! —rugió Viktor, golpeando el escritorio con tanta fuerza que la madera crujió bajo el impacto—. ¡Se atrevieron a mudarse a nuestra ciudad y a meter las narices en nuestro negocio! ¡Sabía que lo harían!

Por supuesto, Vladimir debió imaginar que se trataba de eso. Los Morozov eran una familia que había sido enemiga de la suya históricamente, desde mucho antes de que su abuelo emigrara de Rusia, y su padre estaba hablando de ellos.

Esos bastardos habían llegado al país hacía poco más de un mes y, aunque llevaban años sin tener ningún conflicto directo, él sabía muy bien que su presencia solo traería problemas. Esas ratas nunca venían en son de paz.

—¿Intervinieron en el cargamento? —preguntó Vladimir, esperando con ansias una respuesta negativa. Allí se estaban jugando cientos de miles de dólares en armas que se suponía que debían haber entrado al país hacía dos horas.

Viktor asintió con la cabeza muy despacio. Aparentemente, estaba utilizando todo su autocontrol para no salir a la calle y ahorcarlos a todos con sus propias manos.

Vladimir, por su parte, sentía que su sangre hervía al escucharlo. ¿Cómo se habían atrevido? ¿No habían tenido suficiente a lo largo de los años como para comprender que con los Volkov no se jugaba?

—La policía lo interceptó antes de que llegara al puerto —explicó Viktor—. Ese no es un evento fortuito, Vladimir. Lo hicieron ellos, y es una provocación. Nadie puede vincularnos con los paquetes que venían en ese barco, pero deben sentirse satisfechos con habernos hecho perder dinero y clientes.

—¿Clientes también? —preguntó Vladimir con desconcierto.

—Muchos no esperarán a que logremos reponernos de este golpe, hijo, buscarán nuevos proveedores —respondió Viktor—. Debemos estar inactivos un tiempo para no tener problemas con la policía, y esos hijos de perra lo aprovecharán para salirse con la suya.

Vladimir resopló y se llevó una mano al rostro para apretarse el puente de la nariz. Estaba harto de esos cabrones de mierda.

—Dé la orden, padre —dijo Vladimir—. Permítame hacer la sangre de esas ratas correr. Les mostraré cuán escasa es la paciencia de los Volkov y cuán corto es el camino al infierno si se meten con nuestra familia.

Viktor negó con la cabeza.

—No debemos atraer la atención de las autoridades hacia nuestra familia, Vladimir —respondió—. Si lo hacemos, ni siquiera nuestros contactos más poderosos podrán ayudarnos.

Vladimir quería desaparecer a todos los que llevaban el jodido apellido Morozov de la faz de la tierra, y solo necesitaba una palabra de su padre para hacerlo. Sin embargo, sabía que Viktor tenía razón: esa no era una jugada sensata.

Debían mantener un perfil bajo para evitar que la policía se metiera en sus asuntos, ese era el trato que tenían con sus aliados en el Congreso. Y no había forma de ir y matar a todos los Morozov en su propia residencia sin llamar la atención.

Vladimir no podía guiarse por sus ansias de venganza. No aún.

No obstante, ambos sabían que no podían dejar pasar algo así. Si lo hacían, estarían dejando el camino abierto para otras agresiones y ofensas futuras que podrían manchar la perfecta reputación de su familia, conocida por ser la más poderosa de ese lado del estado. El negocio era suyo, y eso tenía que quedarles bien claro a todos los demás que quisieran participar.

Viktor se sentó en su sillón de cuero negro, entrelazando las manos sobre su regazo y mirando al frente. Su expresión seria e inescrutable de costumbre estaba de vuelta. Parecía sopesar las pocas opciones que tenían. Finalmente, suspiró profundamente y miró a Vladimir a los ojos.

—No podemos acercarnos a su casa y formar una masacre pública sin llamar la atención. Es un hecho —dijo, aparentemente más calmado.

—¿Cómo les damos su merecido, entonces? —preguntó Vladimir.

—Por desgracia para ellos, sé muy bien cada paso que han dado desde que llegaron a mi ciudad —dijo Viktor con dureza—. Esos desgraciados montaron una pequeña tienda de mariscos cerca del puerto. Es su tapadera. Después de las seis de la tarde comienzan a vaciar los puestos de venta. No habrá casi nadie y la policía frecuenta muy poco esa área. Visítalos mañana y lleva solo a los hombres necesarios contigo. No quiero sobrevivientes ni testigos, Vladimir. Demuéstrales que nadie puede jugar con nuestra familia y salir impune.

Lo dijo con tanto resentimiento que Vladimir sonrió de manera torcida al escucharlo. Tenía el camino libre para hacer justo lo que tanto deseaba, lo que mejor se le daba.

—Solo ellos sabrán que fuimos nosotros —dijo Vladimir con mucha seguridad, encaminándose hacia la puerta para ir a buscar a algunos de sus hombres y alistarlos para la acción—. No lo defraudaré, padre.

—Lo sé, hijo —respondió Viktor, asintiendo con la cabeza—. Mañana muy temprano volaré hacia Rusia. Tengo cuestiones que tratar allá con tu tío, y necesito saber que todo aquí se mantendrá en orden. Por eso te confío este asunto en persona.

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