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CAPÍTULO 3

POV DARKO ROMANOV

—No creo que sea una buena idea, Darko. Aunque lo logres… y no lo dudo, no se tomarán muy bien que seas un ruso y el Pakhan. Empezará una guerra sin fin.

Desvié mi atención del informe sobre los nuevos cargamentos de droga, levantando la mirada hacia Vladik, mi segundo al mando. Era un cabrón leal, pero a veces demasiado cauteloso para mi gusto.

—Lo sé. Por eso gobernaré desde las sombras. Nadie lo sabrá. Será jodidamente magnífico.

Podía sentir la adrenalina corriendo por mis venas solo de pensarlo. Años de planificación, moviendo piezas como si fuera un puto maestro del ajedrez, y ahora estaba a un paso de dar el jaque mate.

—¿Quién será el títere? —preguntó, cruzando los brazos con un aire de desconfianza.

Sonreí, dejando que mi mirada hablara por sí sola antes de soltar la respuesta.

—Su propio hermano.

El asombro en su cara fue delicioso.

—Eres un hijo de puta.

Asentí lentamente. Mi madre fue una gran puta.

—Siempre lo he sido.

—Entonces… ¿no te importa que no te reconozcan esta vez? Que no sepan cuánto poder tienes, cuánto deberían temerte.

Claro que me importaba. Deseaba que cada bastardo que respirara sintiera un escalofrío al oír mi nombre, que el miedo los paralizara como una plaga. Pero había aprendido que a veces, la paciencia era la mejor arma.

—Mi psiquiatra —dije con sarcasmo, levantando una ceja—. Me sugirió hacer pequeños cambios. Así que he decidido ser… humilde con las otras mafias, guardándome esta vez mi superioridad.

—Es… un buen cambio, supongo —murmuró, claramente incrédulo.

La puerta se abrió de golpe, y la presencia de Misha, mi hermano menor, llenó la habitación.

—Vuelve a entrar sin tocar. Hazlo. Juro que esta vez te cortaré algo más útil que un puto dedo.

Instintivamente llevó su mirada al dedo meñique faltante.

—Lo siento, Pakhan.

—¿Qué mierda quieres, Misha?

—¿Por qué hemos comprado una clínica privada en Florencia? Es lo único extraño en las cuentas del mes.

Sentí la mirada de Vladik clavada en mí, juzgándome como si fuera un maldito santo.

—No tengo por qué darte putas explicaciones.

—En este caso, sí. Más si tus acciones pueden joder nuestras relaciones con los italianos. Nunca hemos estado en tan buenos términos.

¿Sería demasiado exagerado vaciarle el cargador en la boca? Quizás. Pero por Dios que lo estaba considerando.

—Quiero vigilar a una italiana —solté finalmente, mientras sacaba mi arma de la chaqueta y la colocaba en el escritorio.

Ambos me miraron fijamente, atentos a mis movimientos.

—¿Y por eso compraste una clínica? —Vladik alzó una ceja, confundido.

—Fue un buen negocio —me encogí de hombros.

—¿Acaso es la doctora que conociste en casa de Francesco?

Necesitaré dos cargadores al parecer. Abrí el cajón a mi lado y saqué el faltante.

—Sí, Vladik.

Mi hermano dejó escapar una sonrisa de mierda que me hizo maldecir en voz baja.

—El otro día te vi encargando una de esas flores encapsuladas.

—¿Le mandó flores?

Estos idiotas estaban pidiendo a gritos que los dejara lisiados.

—Es lo que parece. ¿Y por qué negra, hermano? —preguntó, su tono cargado de burla.

—¿Acaso no es romántico e innovador? —Ambos negaron con la cabeza—. Bueno, seguro que a la italiana insolente le gustó.

Tomé el arma y le quité el seguro. Vladik, que para este momento ya se había levantado, retrocedió casi al mismo tiempo que Misha.

—Darko… —dijeron al unísono, sus voces cargadas de un nerviosismo que me hizo sonreír.

—Me preguntaba cuál de los dos primero —dije, señalándolos con el arma.

Sabían que lo haría, pero también sabían que no los mataría. Un poco de dolor nunca le hacía daño a nadie.

—Llegó una nueva chica. Yarik la mandó para ti —soltó Misha rápidamente—. Está limpia. Te espera en el cuarto. Tal vez lo que nos quieres hacer a nosotros, puedas hacerlo con ella.

Eran unos malditos con suerte.

Sin decir una palabra, salí de la oficina, mi mente ya en otro lugar. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez. Mi autocontrol pendía de un hilo, y no había bastardo lo suficientemente estúpido para provocar mi furia últimamente.

El sádico dentro de mí estaba hambriento, ansioso por un poco de caos. Era un maldito, y lo sabía. Siempre lo había sabido. Mis fetiches eran tan retorcidos como mi propia alma, oscilando peligrosamente entre lo excéntrico y lo jodidamente demente.

Apenas crucé la puerta de la habitación, mi mirada cayó sobre ella. Una chica pequeña, menuda, arrodillada en medio de la habitación. Estaba desnuda, con la cabeza gacha, sus largos mechones de cabello cayendo como un velo que apenas cubría su rostro. En sus manos temblorosas reposaba un cuchillo de plata.

Cerré la puerta tras de mí con un chasquido firme y me permití sonreír. La imagen era perfecta, como un cuadro que alguien había pintado solo para mí. Mis pasos resonaron mientras me acercaba lentamente, disfrutando de la tensión que crecía en el aire. Sus hombros temblaron con cada movimiento que hacía, pequeños espasmos que delataban su miedo.

—Levántate —ordené con voz grave, cargada de autoridad.

Ella obedeció de inmediato, como una muñeca rota que intentaba recomponerse solo para agradar a su dueño. Agarré el cuchillo de sus manos, mis dedos rozando su piel fría y sudorosa. Alcé su mentón con la hoja, obligándola a levantar la mirada hacia mí. Sus ojos estaban llenos de terror, pero también había algo más ahí… algo que yo reconocía bien: desesperación mezclada con un ápice de desafío. Joder, era preciosa.

—¿Sabes lo que haré contigo esta noche? —murmuré, dejando que mi voz bajara a un tono casi seductor, pero letal.

Ella negó rápidamente, sus labios temblorosos tratando de formar palabras que no salieron.

—Hoy tendrás tantos orgasmos que, muy posiblemente en uno de ellos termines yéndote —la sonrisa que le dediqué era cruel, burlona. Puse un dedo sobre sus labios, silenciando cualquier intento de respuesta.

—P-Por… favor no —sollozó, su voz apenas un hilo.

Mis ojos se estrecharon mientras inclinaba la cabeza, estudiándola como si fuera un maldito rompecabezas que no terminaba de entender.

—No llores. Mis demonios han estado tranquilos últimamente… Eso es bueno para ti, pero no me provoques.

La agarré bruscamente del brazo, tirando de ella hacia la cama con un movimiento tan rápido que apenas tuvo tiempo de reaccionar. Su pequeño cuerpo se tambaleó, pero no hice nada por sostenerla.

—Abre las piernas. Déjame ver ese coño.

Me deshice del cuchillo, dejándolo sobre la mesilla, y empecé a quitarme la ropa, lento, deliberado, disfrutando de la forma en que sus ojos no podían apartarse de mí. Su mirada recorría cada centímetro de mi cuerpo como si intentara entender qué demonios iba a hacerle. Su pecho subía y bajaba con rapidez, y maldita sea si no era lo más excitante que había visto en mucho tiempo.

—¿Te gusta lo que ves? —solté con una risa grave al notar cómo sus muslos temblaban ligeramente, traicionándola.

Ella no respondió, pero no hacía falta. Su cuerpo ya lo había hecho por ella.

Me acerqué, inclinándome sobre su figura, mi polla rozando su coño. La agarré del cuello con una mano, obligándola a mantener la mirada fija en la mía.

—Ojos abiertos, o te juro que no sales viva de esta cama. ¿Me entendiste?

Un movimiento de su cabeza fue suficiente. Entré en ella de un solo golpe, arrancándole un grito que resonó en la habitación. Estaba tan jodidamente apretada que su calor me envolvió por completo, casi haciéndome perder la maldita cordura. Su respiración se entrecortó, pequeñas lágrimas resbalando por sus mejillas. Pero, aun así, la lujuria brillaba en sus ojos, mezclándose con el miedo. Era un espectáculo que no tenía precio. Continúe embistiéndola una y otra vez, intentando saciarme, pero no era suficiente, necesitaba más incentivo.

Detuve mis movimientos un momento y tomé el cuchillo, trazando una línea suave desde su cuello hasta su ombligo. Todo esto sin apartar mi mirada de la suya. No podía perderme del dolor, horror, y miedo que tenía, todo esto malditamente combinado con la excitación del momento era una locura total que amaba y me llenaba.

La hoja dejó un rastro apenas visible de sangre, una caricia fría que hizo que su cuerpo se arqueara bajo el mío.

—No grites todavía —murmuré mientras mi lengua seguía el camino que había dibujado el filo, hasta llegar a sus labios y hacer que bebiera de su propia sangre, mientras reanudaba mis movimientos.

Ella jadeó, sus manos aferrándose desesperadamente a las sábanas mientras yo volvía a embestirla, más fuerte esta vez, más rápido. No había espacio para la compasión aquí, solo para el control absoluto.

—Eres perfecta —gruñí contra su oído mientras sus paredes se contraían alrededor de mí, enviándome al borde de la maldita locura.

Con el mango del cuchillo empecé a estimular su clítoris rápidamente, haciéndola venir en cuestión de segundos.

—¿Te gustó? —pregunté con una sonrisa torcida, sosteniendo el cuchillo entre mis dedos.

—S-Sí —gimió, contenta. Sus ojos brillaban.

Sonreí, satisfecho.

—Bien. Porque lo que sigue no te va a gustar nada, muñeca.

Su risa se fue de inmediato y agarré su brazo, levantándola de un solo tirón de la cama.

Era momento de divertirme.

—Solo serán algunos cortes —murmuré, mi voz cargada de una dulzura irónica mientras empuñaba su cabello entre mis dedos. Lo jalé con fuerza, inclinando su cabeza hacia atrás para exponer su cuello. Tan vulnerable, tan jodidamente perfecto.

Mi cuchillo trazó el primer corte con precisión quirúrgica, lo justo para que brotara un río carmesí sin tocar la carótida. La sangre manchó su piel pálida, y el sonido de su grito desgarró el aire, vibrando en mis oídos como la melodía más exquisita. Cerré los ojos por un momento, saboreando la sinfonía de su dolor, y cuando los abrí, me encontré con algo nuevo.

El terror puro había reemplazado cualquier rastro de lujuria en su mirada.

Mi polla palpitó con tanta intensidad que tuve que contenerme. Joder, casi me corrí ahí mismo.

—¿Ves lo fácil que es? —dije, inclinándome para lamer la línea carmesí que se deslizaba desde su cuello hasta el hueco de su clavícula. Sentí su cuerpo estremecerse bajo el mío, pero no era suficiente. Nunca lo era.

Dibujé otro camino con el cuchillo, esta vez desde su cuello hasta su abdomen bajo, profundizando un poco más con cada trazo. Su cuerpo se arqueó y su boca se abrió en un grito ahogado.

—Por… por favor… ¡Ahhh! —suplicó, su voz quebrándose entre el dolor y la desesperación.

—Qué equivocada estás, muñeca —murmuré, clavando mi mirada en la suya. Su miedo alimentaba algo oscuro y retorcido en mí, algo que siempre había estado ahí. Entre más suplicaba, entre más gritaba, más aumentaba mi deseo de hacerla sufrir.

Incliné mi rostro hacia el suyo, observándola como el artista que evalúa su obra maestra.

—Oh, mírate… una puta obra de arte. —La sonrisa que le dediqué era cruel mientras atrapaba su labio inferior entre mis dientes, mordiéndolo hasta que el sabor metálico de su sangre invadió mi boca—. Perfecta. Pero, ¿sabes? Siempre hay espacio para mejorar.

La giré sin delicadeza, tirándola de la cama, su cuerpo cayendo como una muñeca rota. Desde mi posición, esa vista... Joder. Ese culo redondo y firme era una puta invitación, casi rogándome que lo destrozara hasta que no quedara nada de ella.

Por un momento pensé que podía controlarme. Que la sangre que hervía en mis venas y la picazón en mis manos eran manejables. Pero el deseo de verla rota, de hundirme en ella mientras suplicaba por su vida, me tomó por completo.

—Estás jodida —gruñí, apretando sus caderas mientras la levantaba.

Alineé mi polla con su entrada, empujándome con fuerza en ella, arrancándole un grito que hizo eco en las paredes insonorizadas. Mis dedos se hundieron en su carne, y mi otra mano se enredó en su cabello, tirándolo hacia atrás para que arqueara su espalda.

—Mírame —ordené, y sus ojos, llenos de lágrimas y puro terror, se encontraron con los míos. Esa mezcla perfecta de dolor y sumisión me hacía sentir invencible.

Mis movimientos se volvieron frenéticos, cada embestida un recordatorio de que no había escape. Mientras la follaba, el cuchillo volvió a mi mano como una extensión natural de mi instinto. Lo apoyé en su pierna, trazando una línea superficial al principio, pero cada grito que arrancaba de su garganta me incitaba a hundirlo más.

La sangre brotó de sus muslos en pequeños riachuelos que manchaban las sábanas. Sus manos se aferraron a mi antebrazo, sus uñas clavándose en mi piel como si eso pudiera detenerme.

Fue en ese momento, cuando la desesperación en sus ojos alcanzó su punto máximo, que me perdí. Sus gritos se convirtieron en ruido blanco, y todo lo que podía escuchar era el tamborileo frenético de mi corazón. Cerré los ojos, dejándome llevar por una ola de placer que me dejó ciego, sordo y completamente jodido cuando terminé.

Cuando los abrí, mis ojos se encontraron con mi mano. Estaba apretando el cuchillo, el filo enterrado profundamente en su abdomen.

—Mierda —murmuré, mi mandíbula tensa mientras tiraba de la hoja. Sangre caliente cubrió mis dedos.

Me aparté, dejando que su cuerpo cayera sobre las sábanas empapadas de sudor y sangre.

—A la final, si puede que esté un poco jodido —murmuré, una sonrisa torcida asomando en mis labios mientras la contemplaba.

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