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Capítulo 6. Una cita

Dakota.

Repasé lo de anoche una y otra vez. Algo en esa sensación me resultaba extrañamente familiar. Era como cuando subes a la rueda de la fortuna y, justo antes de la caída, cierras los ojos. El vacío en el estómago se expande, atrapándote entre el vértigo y la adrenalina…

—El jefe quiere verte —anunció una voz firme.

Uno de los hombres de George estaba de pie en la entrada. No parecía alterado, lo que indicaba que no había una emergencia, pero su presencia a tan temprana hora no era una buena señal. Me levanté con calma, sin apresurarme. No me gustaba mostrar ansiedad, y mucho menos frente a ellos.

Al pasar junto al guardia, otro abrió la puerta. El reflejo de los lentes polarizados me impidió ver su expresión. Entré.

George estaba de pie frente a su gran estante de libros. Todo en la estancia seguía su estilo: blanco y negro, muebles minimalistas, una mesa de billar junto a su escritorio, un bar impecablemente abastecido. Giró apenas percibió mi presencia.

—Reporte —ordenó con frialdad.

—George… —Su cuerpo se tensó en cuanto pronuncié su nombre.

—REPORTE —repitió, esta vez con dureza, clavando en mí una mirada cargada de ira.

Tomé aire y lo solté lentamente. Levanté la barbilla y lo miré de frente.

—Sebastián Martin ha entrado en mi juego.

Él arqueó una ceja, intrigado.

—¿Segura? Mis hombres han dicho lo contrario.

Se acercó con lentitud, con la intención de intimidarme. No retrocedí.

—Tus hombres no saben cómo trabajo, así que no voy a permitir que sus reportes afecten mi imagen. Sé lo que hago, sé lo que digo. Y si no vas a confiar en mí, terminamos aquí.

Mi tono fue gélido, afilado como una navaja. George se cruzó de brazos y acortó aún más la distancia entre nosotros, invadiendo mi espacio personal.

—Sé cómo trabajas, Brown. Sé lo que haces y lo que dices… —Entrecerró los ojos, analizándome con sospecha—. Pero recuerda que conmigo no se juega. Tu trabajo es seducir y manipular. Solo eso.

—Lo sé. ¿Puedo seguir haciendo mi trabajo?

Me observó en silencio por un largo instante. Parecía buscar algo en mi expresión, alguna fisura, alguna duda. No encontró nada.

—Bien. Quiero un informe detallado, cada movimiento, cada palabra. No dejes nada fuera. ¿Estamos?

Se inclinó ligeramente hacia mí, aspiró mi aroma. Me mantuve inmóvil, pero mi cuerpo se tensó.

—Terminamos —murmuró, alejándose.

Regresó a su librero y deslizó su dedo índice por los lomos de los tomos, como si yo ya no estuviera ahí.

Pero yo seguía sintiendo su presencia como un peso sobre mi piel.

Salí de la oficina y me dirigí a mi trabajo de medio tiempo.

—Mierda, mierda, mierda… —murmuré entre dientes mientras miraba a mi alrededor. No había nadie más, era demasiado temprano para que el resto del personal estuviera aquí.

Me dejé caer en la silla frente al escritorio, sintiendo por primera vez en mucho tiempo una punzada de duda. Duda sobre mi trabajo. Sobre Sebastián Martin. Negué con la cabeza. No podía dejarme llevar, no ahora. Solo tenía que terminar con George y seguir adelante.

—Buenos días, ¿la señorita Dakota Brown?

Fruncí el ceño al ver al hombre sosteniendo una cesta.

—Sí…

Él sonrió.

—¿Podría firmar aquí?

Tomé el bolígrafo y firmé sin quitarle la vista de encima a la canasta. La envoltura impedía ver su contenido.

—Gracias —se despidió amablemente antes de marcharse.

Observé a mi alrededor, insegura. ¿Sería de parte de George? Con cierta cautela, examiné la canasta. El tejido era de un marrón oscuro, elegante. No había ninguna tarjeta ni pista sobre su remitente.

—Qué raro —murmuré.

—¿Qué cosa es rara?

Di un respingo. Ely, una de mis compañeras, me observaba con curiosidad.

—¿Y esa cesta? ¿De quién es? ¿Qué tiene dentro?

Encogí los hombros.

—No lo sé.

Tomé un bolígrafo y rompí con cuidado el empaque. Abrí los ojos de par en par al ver el contenido: paletas de sombras y un set de maquillaje completo. Entre los productos encontré una tarjeta. Al leer el nombre, lo confirmé: provenía de Keira Martin, la dueña de Cosméticos Martin.

—Mierda… ¿Sabes cuánto vale todo esto?

Levanté la mirada hacia Ely, quien parecía a punto de entrar en estado de shock. Se cubrió la boca con ambas manos para ahogar un jadeo.

—Miles y miles de dólares… Esto es de Cosméticos Martin —susurró, todavía incrédula.

Luego se quedó en silencio, evaluándome con la mirada. Su expresión cambió de sorpresa a sospecha en cuestión de segundos.

—Vaya, lo has conseguido en tiempo récord —arqueó una ceja y cruzó los brazos. Su tono era casi acusador—. Se te da muy bien este juego de seducción. Pero ten cuidado, mantén tus sentimientos fuera de esto. Si no puedes, mejor termina antes de que todo se vuelva un desastre.

—No tengo sentimientos, ni los tendré.

Tomé la canasta y se la entregué sin pensarlo dos veces.

—No me importan los regalos. Que lo disfrutes.

La esquivé y me dirigí al baño. Mi corazón latía con fuerza. No me di cuenta hasta entonces de que todavía tenía la tarjeta en la mano, toda arrugada. La saqué del sobre color crema y deslicé el papel con cuidado. La caligrafía era elegante, precisa:

«No soy de pedir citas, pero… ¿Me permites una segunda? Prometo hacerlo inolvidable. S.M.»

Sonreí sin poder evitarlo. Pero el zumbido de mi teléfono me hizo borrar la sonrisa de inmediato.

Lo saqué del bolsillo interior de mi traje. Era un mensaje de Sebastián:

«¿Nos vemos a las ocho en el restaurante del Four Seasons?»

Lo leí un par de veces antes de decidir mi respuesta.

«Tengo planes, lo siento mucho. PD: Me encantó la canasta, y no debiste.»

Le di enviar.

Apenas estaba guardando el móvil cuando llegó su respuesta, rápida e inesperada:

«Bien, no soy de pedir que cancelen sus planes por mí. Que disfrute la noche. PD: Pensé que le podría gustar lo de la canasta. S. M.»

Me mordí el labio. Dudé por un instante sí responder, pero finalmente decidí no hacerlo.

Cuando regresé a mi escritorio, mis dos compañeras me estaban esperando.

— ¿Hay junta? —pregunté con sarcasmo al sentarme.

Una de ellas apoyó las palmas sobre la mesa y me miró fijamente.

— ¿Cuáles son esos planes que tienes esta noche?

La otra sostuvo su teléfono en alto.

Me mantuve seria e indiferente.

—Ningunos. ¿Por qué?

Ellas sonrieron, enseñándome la pantalla.

Se me había olvidado que todo aquí estaba monitoreado.

—Bueno, no puedo ceder a la primera que lo pidan. Es bueno darse a desear. —Sonreí con confianza, recargándome en la silla.

Ellas me miraron fijamente, con una mezcla de diversión y escepticismo.

—Creo que alguien ha caído en su propio juego.

Sus palabras quedaron flotando en el aire, cargadas de significado.

Me limité a alzar una ceja y sonreír con suficiencia, aunque, en el fondo, algo en mí se removió. ¿Había caído realmente en mi propio juego?

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