




Capítulo 3. Una cena
DAKOTA
Habían pasado dos días desde aquella llamada en la noche del cumpleaños de Sebastián Martin. A pesar del tiempo transcurrido, su voz seguía resonando en mi mente como un eco persistente. Estaba sentada en mi escritorio, ordenando una lista de archivos que debía entregar en menos de una hora a George. Mis dedos pasaban automáticamente por los documentos, pero mi mente estaba en otra parte.
Esa noche apenas había logrado dormir. Era extraño cómo, con solo cerrar los ojos, su imagen aparecía sin esfuerzo, como si estuviera grabada en mis pensamientos más profundos. No debía permitirme esas distracciones. Tenía un propósito, y cada día que pasaba me acercaba más a mi libertad.
Mi trabajo con George tenía una duración de ocho meses. En ese tiempo, debía evitar a toda costa que Sebastián firmara el nuevo proyecto con los españoles. Si lo lograba, George se quedaría con el contrato, llenaría sus bolsillos con millones y recuperaría lo que había perdido en los últimos dos años. Para mí, en cambio, significaba mucho más.
Sebastián Martin era mi última misión. Una vez que cumpliera con mi cometido, mi puesto como asistente llegaría a su fin, al igual que el contrato que me mantenía atada forzosamente a George. Finalmente, podría tomar las riendas de mi vida.
Italia era mi destino. Con el dinero acumulado de trabajos anteriores, había logrado reunir suficiente para comprar una casa en la Toscana. Un terreno extenso con colinas ondulantes, una antigua casona de cuatro habitaciones, una sala de estar espaciosa, un recibidor elegante, una cocina rústica con vigas de madera y un patio enorme, adornado con un huerto de manzanos que se extendía hasta el horizonte. Dentro de unos meses comenzarían las reformas, y solo imaginarlo llenaba mi pecho de emoción.
El boleto de avión ya estaba comprado. Mi vuelo saldría el día después de que George cerrara el trato con la empresa española.
Regresé mi atención al monitor y revisé la hora. Mi estómago protestó, recordándome que llevaba horas sin comer. Decidí llamar para pedir algo de comida, pero justo cuando descolgué el auricular, una figura apareció frente a mi escritorio.
Un hombre de uniforme impecable sostenía un cesto rebosante de rosas blancas.
—Buenas tardes, ¿Señorita Brown? —preguntó con voz cordial.
Apreté el teléfono sin marcar ningún número.
— ¿Sí? —respondí con cautela.
—Entrega para usted. ¿Podría firmar aquí?
Mi mirada se posó en las flores, hermosas y perfectas, como si hubieran sido cortadas apenas unas horas antes. Un escalofrío recorrió mi espalda. ¿Quién me enviaría algo así?
—Sí, claro… —murmuré, firmando con mano temblorosa sin soltar el auricular.
El mensajero sonrió, dejó el cesto donde le indiqué y se marchó. Durante unos segundos me quedé inmóvil, observando las rosas con el ceño fruncido. Luego, con una mezcla de curiosidad y recelo, descubrí un sobre color crema oculto entre los pétalos.
Dejé el teléfono sobre el escritorio y lo tomé con manos firmes. Rompí el sello y deslicé la tarjeta en su interior.
"Quiero cenar contigo. Restaurante LeBatteri. Reservación a las 8 p. m. Te esperaré con ansias.
SEBASTIÁN MARTIN."
Mi corazón se detuvo un instante.
— ¡Mierda! —susurré, sintiendo cómo una oleada de pánico me recorría de pies a cabeza.
Había descubierto dónde trabajaba realmente. Y si había llegado hasta aquí, no tardaría en averiguar la verdad sobre mi acercamiento.
Corrí hacia el escritorio y marqué el número de George con dedos torpes.
—Williams —contestó al tercer tono, con su usual voz fría.
—George, tenemos un problema —solté, tratando de ordenar mis pensamientos.
Hubo un silencio breve antes de su respuesta.
—Si se trata de Sebastián Martin, ya lo sabía. Se solucionó como siempre lo de tu expediente el día antes del evento. Era obvio que mandaría a Nick y a Ralph a investigarte.
Mis labios se entreabrieron, pero no encontré palabras.
—Ha enviado un arreglo floral… —dije al fin, sintiendo que mi propia voz temblaba.
George rió, y su risa me puso aún más nerviosa.
—No sé por qué te ríes —espeté, irritada—. Ha mandado flores a una oficina en la que trabajo para ti, no para Wellington.
—Estás trabajando de medio tiempo conmigo. No te preocupes. Se ha registrado oficialmente que llevas aquí dos días. Incluso se publicó la vacante en línea por si alguien decide comprobarlo.
Soltó un suspiro, y su tono se tornó más serio.
—Has hecho un excelente trabajo, Dakota. Lo tienes justo donde queremos. Ahora, sigue como siempre lo has hecho. Mantén su atención en ti, distráelo lo suficiente para que no pueda concentrarse en los negocios. ¿Entendido?
Cerré los ojos un instante, respiré hondo y asentí, aunque él no podía verme.
—Entendido.
No tenía elección. No todavía.
Sí, señor. Y cortó la llamada.
Me quedé con el teléfono aún en la mano, observándolo sin verlo realmente. Algo en todo esto me incomodaba. Había una pieza fuera de lugar, un detalle que no encajaba, y tenía que averiguar qué era.
A las 7:45 p.m., mi Mercedes, plateado, se detuvo frente a la entrada del exclusivo restaurante. Ajusté mi abrigo negro antes de bajar del auto, mientras el valet abría la puerta con una reverencia cortés.
—Gracias —murmuré con una leve sonrisa antes de enderezar la postura y entrar.
Llevaba un vestido negro que terminaba justo por encima de mis rodillas, con un escote en V de manga corta de encaje que abrazaba mis curvas. Los tacones de aguja hacían mis piernas parecer más largas, realzando el tono de mi piel. Mi cabello caía suelto en ondas suaves, y mi maquillaje era sutil pero impactante: labios color carmín, ojos delineados con precisión. Sensual y natural a la vez.
Di el nombre de la reservación y me guiaron hacia un ascensor privado. Cuando las puertas se abrieron en el piso 62, mi aliento se atascó en la garganta.
La vista era impresionante. La ciudad de Nueva York se extendía en un mar de luces a nuestros pies. El salón, iluminado con una luz tenue y acogedora, tenía solo una mesa en el centro, preparada para dos. Pero lo que me puso en alerta no fue el lujo del lugar, sino el aroma inconfundible de su perfume, embriagador y peligroso.
Sebastián Martin estaba de espaldas a mí, con las manos en los bolsillos de su traje impecable, contemplando la ciudad a través de los enormes ventanales.
—Buenas noches, Dakota —dijo sin girarse aún, su voz grave y segura resonando en el espacio.
El mesero salió discretamente, dejándonos completamente solos.
—Buenas noches, señor Martin —respondí con el mismo aplomo, aunque por dentro mi pulso se aceleraba.
Sebastián se giró, sus ojos oscuros recorriéndome lentamente, con una intensidad que me hizo contener el aliento.
—Dime Sebastián —dijo al acercarse con movimientos deliberadamente pausados, seductores.
Me ayudó a quitarme el abrigo, y sus dedos rozaron mis brazos al deslizar la prenda. Su contacto fue breve, pero lo sentí como una descarga eléctrica recorriéndome la piel. Me obligué a negar internamente.
Enfócate, Dakota.
Con la misma caballerosidad con la que me quitó el abrigo, me ofreció la silla. Lo observé con disimulo mientras tomaba asiento frente a mí. Podría fingir que su actitud me sorprendía, pero no lo hacía. Él desprendía carisma y elegancia con una facilidad irritante.
— ¿Agua o agua mineral? —preguntó con un dejo de diversión en la voz.
Arrugué el ceño. ¡Yo quería vino!
—Prefiero una copa de vino blanco —respondí, acomodándome en la silla.
Sebastián apoyó un codo en la mesa y entrelazó los dedos, observándome con una leve sonrisa.
—Te recomendaría que no tomes alcohol. Vas a manejar y sería imprudente.
Me congelé por un segundo. ¿Cómo sabía que había venido en mi auto? Luego recordé quién era. Sebastián Martin.
—Soy una conductora prudente, Sebastián. Puedo tomar solo dos copas sin problema —dije con firmeza, sosteniendo su mirada sin inmutarme.
Presionó un botón discretamente, y el mesero entró para tomar nuestra orden. Cuando nuestras bebidas llegaron, el silencio entre nosotros se volvió más denso, más cargado.
Sebastián fue el primero en romperlo.
— ¿Desde cuándo trabajas para las empresas de George Williams? —preguntó con aparente curiosidad, pero su tono era demasiado preciso.
Tomé mi copa de vino y di un sorbo antes de responder, sintiendo el líquido fresco deslizarse por mi garganta.
—Creo que lo sabes bien. Mandarme rosas significa que te aseguraste de investigar a quién estabas invitando a cenar, ¿no? —dije con una leve sonrisa en los labios.
Su expresión se tornó algo seria.
—Tienes razón. Me disculpo si fue demasiado.
Me encogí de hombros, fingiendo diversión.
—Disculpa aceptada.
Su cuerpo se relajó sutilmente. Perfecto.
— ¿Conoces a George Williams? —preguntó de nuevo, esta vez con un dejo de precaución en la voz.
Mis dedos jugaron distraídamente con el tallo de mi copa.
—Solo de nombre —dije con naturalidad—. Nunca lo he visto en persona. Sé que es el dueño de la empresa para la que trabajo como asistente de medio tiempo desde hace dos días.
Sebastián entrecerró los ojos, evaluando mis palabras.
— ¿Nunca has querido ascender? ¿No te han promovido en tu primer trabajo?
Su interés me incomodó levemente, pero no lo dejé ver.
—Por ahora, prefiero seguir así. Asistente de medio tiempo —dije con indiferencia, pero noté que su curiosidad no disminuía.
—Sigo sin comprender —murmuró, casi para sí mismo.
Tomé otro sorbo de vino antes de continuar.
—Ser asistente no consume tanto mi tiempo personal. Salgo a mis horas, soy eficiente en lo que hago y, a diferencia de aquellos que han aceptado ascensos y luego han renunciado por la carga de trabajo, yo prefiero estabilidad.
No era del todo mentira, pero tampoco la verdad. Y Sebastián lo sabía.
Él se apoyó en el respaldo de la silla, sin dejar de mirarme.
—Interesante —murmuró con una sonrisa ladeada, como si yo fuera un enigma que aún no descifraba del todo.
Y ese era el problema. Sebastián Martin no dejaba cabos sueltos.
—Suena bien, pero extraño. Eso quiere decir…—lo interrumpí, irritada. Sabía exactamente a dónde quería llegar.
—No quiero demasiada responsabilidad. Son dos trabajos, dos sueldos… pero lo que realmente me importa es…—callé de golpe. Había hablado de más, casi soltando una verdad que debía permanecer oculta.
Él inclinó la cabeza con curiosidad, sus ojos clavados en mí con intensidad.
— ¿Qué es eso que te importa de verdad? —preguntó con voz firme, decidido a desentrañar mi reacción. Para él era un acertijo. Para mí, un límite que no podía cruzar.
—Es algo personal —respondí evasiva, agarrando la copa de vino con más fuerza de la necesaria—. Disculpa que cambie de tema en este momento… ¿Y cuál era el motivo para invitarme a cenar?
En ese instante, el mesero entró acompañado de otro, ambos cargando con elegancia los platos de nuestra cena.
—Cenemos, la comida se enfría. Y odio la comida fría…—dijo con naturalidad mientras tomaba los cubiertos y cortaba un pedazo de su filete.
Lo imité en silencio. Durante los primeros minutos, las únicas conversaciones fueron las miradas que cruzábamos y las medias sonrisas que se formaban fugazmente en nuestros labios.
Llegó el momento del postre, pero yo ya no tenía hambre.
—No sé si rematar y preocuparme mañana por el azúcar…—bromeó en un tono divertido, provocando que soltara una risa inesperada. Justo en ese instante, el vino de mi segunda copa salió disparado de mi boca y aterrizó en su impecable camisa de diseñador.
Abrí los ojos con horror, tapándome la boca con ambas manos.
— ¡Qué pena! ¡Disculpa! —me puse de pie apresurada, tomando una servilleta y limpiando el desastre con movimientos torpes.
Él seguía en shock, como si nunca antes alguien hubiera osado arruinarle la ropa… y probablemente así era.
Su expresión era un poema.
Sin pensar, llevé la servilleta hasta su rostro y le rocé la piel en un intento torpe de limpiar cualquier rastro de vino. Pero, en lugar de protestar, simplemente me miró.
Fue una mirada profunda, directa… casi vulnerable.
No pude evitar reírme nuevamente, más por nervios que por otra cosa. Me cubrí el rostro con ambas manos, sintiéndome avergonzada.
—No te preocupes…—su voz sonó más baja, más íntima.
No me dio tiempo de reaccionar cuando sus brazos rodearon mi cintura en un abrazo firme.
Mi risa murió en mi garganta.
Quité las manos de mi rostro bruscamente al sentir el calor de su cuerpo presionándose contra el mío.
—No, no fue mi intención…—balbuceé, perdiendo la línea de pensamiento.
Sus ojos grises no se apartaron de los míos.
En ese silencio denso, sentí su respiración y el leve temblor en su cuerpo. ¿Estaba nervioso?
—Dakota…—pronunció mi nombre con un tono que me erizó la piel—. No acostumbro invitar a nadie a cenar, ni enviar mensajes… mucho menos rosas. No soy ese tipo de hombre, pero tú… No sé qué me pasa contigo. Solo fue una noche, pero…
Su voz se fue apagando cuando nuestras miradas bajaron, al mismo tiempo, hacia nuestros labios.
Podía sentir su deseo en la forma en que me observaba. No, no solo deseo. Era más profundo. Más primitivo.
Cerré los ojos, perdiendo la batalla contra mí misma, y fui yo quien cortó la distancia.
Nuestros labios se encontraron en un beso contenido, uno que llevaba demasiado tiempo esperando ocurrir.
Fue un roce suave al principio, una caricia indecisa, hasta que se convirtió en algo más intenso. Más ansioso.
Sus manos se deslizaron hasta mi rostro, sosteniéndome con una ternura que me hizo estremecer. Sus dedos delinearon mis mejillas, como si estuviera memorizando mi piel.
Era como si fuera la primera vez que besaba a alguien. O como si fuera la primera vez que pedía permiso para hacerlo.
Eso fue lo que me quebró.
Mis brazos lo rodearon por el cuello y él me sujetó con fuerza, atrapándome contra su cuerpo.
El beso se tornó más profundo, nuestras lenguas explorándose con hambre y necesidad. Su gruñido bajo me hizo estremecer cuando una de sus manos se deslizó por mi nuca, intensificando todo.
El calor subió como una corriente eléctrica por mi piel.
Era la primera vez que besaba a mi objetivo.
Era la primera vez que me sentía así.
¡Para, Dakota! Mi conciencia gritaba, pero mis manos no dejaban de aferrarse a su cabello, jugando con sus hebras sedosas, enredándome en él de una manera peligrosa.
Sus gemidos y los míos se entremezclaban, el deseo escalando como una ola imparable.
Cuando acarició mi espalda, lo hizo con la precisión exacta para hacerme arquear contra su pecho.
El beso terminó poco a poco, con un último roce lento, antes de que su frente se apoyara en la mía.
Ambos respirábamos agitados.
—Dakota, Dakota…—susurró mi nombre como un rezo—. ¿Sabes desde cuándo quería besarte? Desde que te vi en ese vestido el día de mi cumpleaños. Mucho antes de que te presentaran ante mí… lo sé, es una locura. Una locura que ni yo mismo entiendo.
Sus palabras se hundieron en mi piel como tinta indeleble.
No pude responder. No encontré la voz.
Mi mente me arrastró de vuelta a la realidad con un golpe seco.
Yo estaba aquí por trabajo.
No por esto.
Mi cuerpo se tensó de inmediato.
Él lo notó.
Su mano en mi nuca no me dejó apartarme, pero cuando hice un segundo intento, me soltó lentamente, como si pudiera sentir cómo el momento se le escapaba de entre los dedos.
— ¿Qué pasa?—preguntó con un ligero ceño fruncido.
No podía seguir con esto.
No debía.
Me separé bruscamente, sintiendo el calor arder en mi piel.
Necesitaba una ducha fría. Muuuuy fría.
—Yo… yo…—las palabras no salían.
Sin mirarlo, tomé mi abrigo y salí casi corriendo del restaurante.
Lo escuché llamarme.
Su voz golpeó mi espalda, sujeta por una necesidad que no quería admitir.
Pero no me detuve.
Subí a mi auto con el corazón latiendo a mil por hora y, sin pensarlo dos veces, aceleré, haciendo rechinar las llantas contra el pavimento.
Tenía que alejarme.
Porque algo en mí se estaba derrumbando.
Porque él no debía hacerme sentir así.